Homicidio (13 page)

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Authors: David Simon

Tiene once años.

Entre los inspectores y agentes reunidos frente al cuerpo de Latonya Kim Wallace no se cruzan bromas fáciles, ni hay comentarios groseros ni humor de policía o indiferencia veterana. Jay Landsman sólo formula declaraciones precisas y frías mientras se desplaza por la escena.

Tom Pellegrini está de pie, mudo bajo la ligera lluvia, dibujando un esquema de los alrededores en una húmeda hoja de su cuaderno de notas. Tras ellos, contra la pared trasera de una hilera de casas adosadas, está uno de los primeros oficiales del distrito Central que han llegado al lugar de los hechos, con una mano reposando sobre el cinturón de su pistola, mientras la otra sostiene distraída la radio.

—Frío —dice, casi para sí mismo.

Desde el momento en que se descubre el cadáver, a Latonya Wallace la consideran una verdadera víctima, inocente como pocos de los que mueren asesinados en esta ciudad. Una niña, una alumna de quinto curso que ha sido usada y desechada, un sacrificio monstruoso en el altar de la maldad inequívoca.

Worden fue el que recibió la llamada, que llegó por la centralita, sobre un cuerpo anónimo situado en un callejón detrás del bloque número 700 de la avenida Newington, un bloque de casas residenciales de la sección Reservoir Hill del centro urbano. Al turno de D'Addario le había tocado pasar al día la semana antes, y cuando se iluminó la señal de llamada del teléfono a las 8:15, sus inspectores se estaban congregando para el pase de lista de las 8:40.

Worden apuntó los detalles en el dorso de una tarjeta de empeño y se lo enseñó a Landsman.

—¿Quieres que me encargue?

—No, mis chicos ya están ahí —dijo el inspector jefe—. Probablemente será un viejo drogata amorrado a su botella.

Landsman encendió un cigarrillo, localizó a Pellegrini en la salita del café y luego cogió las llaves de un Chevrolet Cavalier que uno de los inspectores del turno de medianoche acababa de dejar aparcado. Diez minutos después, ya estaba en la avenida Newington, llamando por radio a las tropas.

Llegó Edgerton. Luego McAllister, Bowman y Rich Garvey, la bestia de carga de la brigada de Roger Nolan. Más tarde aparecieron Dave Brown, del equipo de McLarney, y Fred Ceruti, de la brigada de Landsman.

Pellegrini, Landsman y Edgerton están examinando la escena. Los demás se alejan del cuerpo: Brown y Bowman caminan lentamente bajo la fina lluvia, por los patios adyacentes y los callejones repletos de basura, mirando el suelo en busca de un rastro de sangre, un cuchillo, un trozo de cuerda de diez centímetros que encaje con las marcas del cuello o un retazo de tela. Ceruti, y luego Edgerton, suben por una escalera de madera hasta los tejadillos del primer y segundo piso de las casas adosadas cercanas, para tratar de distinguir todo lo que no se vea desde el callejón. Garvey y McAllister no trabajarán el lugar de los hechos, sino que concentrarán en los últimos movimientos conocidos de la niña: primero analizarán el informe de personas desaparecidas que se presentó un par de días antes, luego entrevistarán a los profesores, amigos y a la encargada de la biblioteca de la avenida Park, donde Latonya Wallace fue vista por última vez con vida.

En el interior de la puerta trasera del número 781 de la avenida Newington, a unos pocos pasos del cuerpo, Pellegrini deposita la mochila de color azul empapada por la lluvia encima de una mesa de cocina, rodeado por los inspectores, los agentes y los técnicos del laboratorio. La abre cuidadosamente y echa un vistazo a las posesiones de la niña.

Casi todo son libros —dice al cabo de unos segundos—. Lo mejor será repasarlo con más calma en el laboratorio. No empecemos a sacar cosas aquí en medio.

Pellegrini toma la mochila y la entrega con cuidado a Fasio, del laboratorio. Luego vuelve a su cuaderno de notas y revisa los datos puros y duros de toda escena del crimen (hora de la llamada, agentes presentes, momento de llegada de los mismos) antes de salir por la puerta y quedarse mirando a la niña muerta durante unos momentos.

La camioneta de la morgue, un Dodge negro, ya está aparcada al final del callejón, y Pellegrini observa a Pervis, uno de los forenses, acercarse por la acera y adentrarse en el patio. Le echa una breve mirada al cuerpo antes de encontrarse con Landsman en la cocina.

—¿Listos?

Landsman mira a Pellegrini, que durante unos instantes parece dudar. De pie en el umbral de la cocina de la avenida Newington, Tom Pellegrini siente el fugaz impulso de decirle al forense que espere, que deje el cuerpo donde está. Querría ralentizar el proceso y hacerse con una escena del crimen que parece evaporarse delante de sus ojos. Después de todo, es su asesinato. Ha llegado antes que nadie, con Landsman; ahora es el detective principal del caso. Y aunque la mitad del turno ya pulula por el barrio en busca de información, el responsable del caso será Pellegrini, tanto si se resuelve como si no.

Meses después, el inspector se acordará de esa mañana en Reservoir Hill con una mezcla de frustración y de pesar. Deseará haber despejado el patio trasero del número 718 de la avenida Newington, haberlo vaciado de inspectores, agentes, técnicos y forenses. Se sentará en su mesa del despacho anexo y se imaginará una estampa silenciosa y tranquila, donde él está al borde de la imagen, sentado en una silla o quizá en un taburete, examinando el cuerpo de Latonya Wallace y la zona aledaña con calma y precisión, reflexionando. Pellegrini también se acordará de que, en los primeros momentos de la investigación, se dirigió a los dos inspectores más veteranos, Landsman y Edgerton, entregando su propia autoridad en manos de quienes ya habían hecho lo mismo en muchas ocasiones. Fue una decisión comprensible, pero más tarde Pellegrini sentirá frustración, pues será consciente de que jamás tuvo el control real del caso.

Pero esa mañana, en la cocina atestada, con Pervis asomando por la puerta, la incomodidad de Pellegrini no es más que una sensación difusa, sin ninguna razón en la que apoyarse. Pellegrini ha terminado de esbozar la escena en su cuaderno y, junto con Landsman y Edgerton, ha recorrido cada centímetro del patio y también buena parte del callejón. Fasio ya tiene sus fotografías y está midiendo las distancias clave. Y sobre todo, ya son casi las nueve de la mañana. El vecindario se despierta, y a la mortecina luz de una mañana de febrero, la presencia del cadáver de la niña, destripado y despanzurrado sobre la acera mojada, bajo la perezosa llovizna, parece más obscena cada minuto que pasa. Incluso los inspectores de homicidios sienten el impulso natural y tácito de apartar el cuerpo de Latonya Kim Wallace de la lluvia.

—Sí, ya estamos —dijo Landsman—. ¿Qué dices, Tom?

Pellegrini se queda callado.

—¿Tom?

—No, no. Estamos listos.

—Venga pues.

Landsman y Pellegrini siguen la camioneta de la morgue hasta el centro, para obtener un avance de lo que dirá el informe forense, mientras Edgerton y Ceruti conducen en coches separados y se dirigen a una gris caja de cerillas en Druid Lake Drive, a unos tres bloques y medio. Los dos hombres arrojan las colillas frente a la puerta del apartamento, y luego avanzan rápidamente por el rellano. Edgerton vacila antes de llamar, y mira a Ceruti.

—Déjame esta a mí.

—Toda tuya, Harry.

—Tú la acompañas a lo del forense, ¿vale?

Ceruti asiente.

Edgerton llama a la puerta. Saca su placa e inspira profundamente cuando oye el sonido de los pasos que se acercan desde el interior del apartamento 739A. La puerta se abre con lentitud y revela a un hombre joven, de entre veinte y treinta años, que lleva téjanos y una camiseta. Reconoce y acepta la presencia de los dos agentes, incluso antes de que Edgerton tenga oportunidad de identificarse como oficial de policía. El joven los deja pasar y los inspectores le siguen hasta un comedor donde un crío está comiendo cereales mientras pasa las páginas de un cuaderno para colorear. La voz de Edgerton se reduce a un susurro:

—¿Está en casa la madre de Latonya?

No tienen tiempo de contestarle. La mujer aparece envuelta en una bata al otro lado del comedor, con una niña a su lado, apenas adolescente, con las mismas facciones de la que hace unos minutos yacía en la avenida Newington. Los ojos de la mujer, aterrorizados y con ojeras, se clavan en la cara de Harry Edgerton.

—Mi hija. ¿La han encontrado?

Edgerton se la queda mirando, ladea la cabeza pero no dice nada. La mujer mira más allá de Edgerton y Ceruti, hacia el umbral vacío.

—¿Dónde está? ¿Está… bien?

Edgerton vuelve a sacudir la cabeza.

—Oh, Dios mío.

—Lo siento.

La chica joven apaga un grito, y luego se gira para abrazarse a su madre. La mujer lleva a la niña en brazos y se da la vuelta, como si quisiera esconderse en la pared del salón. Edgerton observa cómo la mujer lucha contra una ola de emoción, mientras su cuerpo se tensa y sus ojos se cierran con firmeza durante un largo minuto.

El chico habla:

—¿Cómo…?

—La encontraron esta mañana —dice Edgerton, con voz apenas audible—. Apuñalada, en un callejón cerca de aquí.

La madre se da la vuelta hacia el inspector y trata de hablar, pero las palabras se pierden. Traga saliva y sigue sin decir nada. Edgerton se queda mirando mientras la mujer regresa hacia la puerta del dormitorio, donde otra mujer, la tía de la víctima y la madre del niño que come cereales, la recibe con los brazos extendidos. Luego el inspector se gira hacia el joven que ha abierto la puerta. Aunque está aturdido, parece que entiende y acepta las palabras que le dirigen.

—Tendría que ir al laboratorio del forense para identificar el cuerpo. Y si es posible, nos gustaría que nos acompañaran todos a la central. Necesitamos que nos ayuden.

El joven asiente y desaparece en el dormitorio. Edgerton y Ceruti se quedan solos de pie en el comedor durante varios minutos, incómodos y violentos, hasta que el silencio se rompe con un gemido angustioso procedente de la habitación.

—Odio esto —dice Ceruti suavemente.

Edgerton se acerca a los muebles del comedor y toma una fotografía enmarcada de dos chicas, sentadas y con lazos rosas, posando contra un fondo de color azul. Con sonrisas estudiadas, del tipo «ahora-todos-a-sonreír». Con las trenzas y los rizos en su sitio. Edgerton sostiene la fotografía para que Ceruti la vea. El otro se ha dejado caer en uno de los sillones.

—Esto —dice, mirando la foto— es lo que pone al hijo de puta.

La adolescente cierra la puerta de la habitación lentamente y se di rige al salón. Edgerton devuelve la fotografía a su lugar y se da cuenta de que es la muchacha mayor que sale en la imagen.

—Se está vistiendo —dice la chica.

Edgerton asiente.

—¿Cómo te llamas?

—Rayshawn.

—¿Cuántos años tienes?

—Trece.

El inspector vuelve a mirar la fotografía. La chica espera que llegue la siguiente pregunta; no llega, y vaga de nuevo hacia la habitación. Edgerton camina lentamente por el salón, se acerca a la puerta del dormitorio y luego echa un vistazo a la diminuta cocina del apartamento. No hay demasiados muebles, nada pega con nada, y la tapicería del sofá del salón está muy gastada. Pero todo está limpio y ordenado. Muy limpio, de hecho. Edgerton repara en que la superficie de casi todos los muebles y vitrinas están ocupadas por fotografías familiares. En la cocina hay un dibujo infantil —una casa grande, el cielo azul, un niño sonriente, un perro sonriente— pegado con celo a la puerta de la nevera. En la pared hay una lista fotocopiada de eventos escolares y fechas de reuniones de la asociación de padres. Pobreza, quizá, pero no desesperación. Latonya Wallace vivía en un hogar.

La puerta del dormitorio se abre y aparece la madre, vestida y seguida de su hija mayor, y ambas avanzan por el estrecho pasillo. La primera camina como si estuviera aplastada, cruza el salón y llega a la entrada, donde hay un perchero y un pequeño armario ropero.

—¿Está lista? —pregunta Edgerton.

La mujer asiente, descuelga un abrigo de un perchero. El chico también coge su chaqueta. La adolescente vacila frente al armario.

—¿Dónde está tu abrigo? —pregunta la madre.

—Creo que en mi cuarto.

—Pues ve a buscarlo —dice la mujer con dulzura—. Hace frío.

Edgerton encabeza la procesión que sale del apartamento. Luego observa cómo la madre, el chico y la hermana se meten en el Cavalier de Ceruti, para el lento recorrido hasta la calle Penn, donde les espera una camilla de metal en una sala forrada de azulejos.

Mientras tanto, al sur de Reservoir Hill, en el extremo occidental del barrio, Rich Garvey y Bob McAllister rastrean cuáles fueron los últimos movimientos de Latonya Wallace. La familia presentó una denuncia por la desaparición de la niña a las 20:30 del 2 de febrero, dos días antes, pero dice lo mismo que docenas de informes parecidos que se acumulan cada mes en Baltimore. El expediente aún no se había convertido en un homicidio, así que las investigaciones se habían limitado a comprobar rutinariamente la información que había en los archivos de la unidad de personas desaparecidas del distrito Central.

Los dos inspectores se dirigieron primero a la escuela de Latonya para entrevistar al director, a varios profesores y a una compañera de juegos de la víctima, de nueve años, así como a la madre de la niña, pues ambas habían visto a Latonya con vida la tarde de su desaparición. Las entrevistas confirmaron los datos de la denuncia que había en personas desaparecidas.

En la tarde del martes 2 de febrero, Latonya Wallace volvió a su casa desde la escuela Eutaw-Mashburn. Llegó hacia las tres de la tarde y se fue al cabo de una media hora escasa, con su mochila azul. Le dijo a su madre que quería ir a la biblioteca del distrito en la avenida Park, a unos cuatro bloques del apartamento de la familia. Luego Latonya se dirigió al edificio de al lado, y llamó a la puerta de su amiga para ver si ella también quería ir a la biblioteca. La madre de la niña prefirió que esta se quedara en casa, por lo que Latonya Wallace decidió ir sola.

Garvey y McAllister siguieron documentando la cronología de los hechos en la biblioteca de la avenida Park, donde la encargada del turno de la tarde recordaba la visita de la niña con la gabardina roja. La bibliotecaria añadió que la niña sólo se quedó unos minutos, escogió una serie de libros casi por azar, sin preocuparse demasiado por el título o el tema de los volúmenes. De hecho, ahora que piensa en ello, la bibliotecaria también les cuenta a los detectives que la niña parecía pensativa o triste, y que se había quedado de pie, reflexionando, en la puerta de la biblioteca justo antes de salir.

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