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Authors: David Simon

Homicidio (16 page)

Desde el punto de vista de un inspector de policía, no hay mejor escena del crimen que un cadáver en una casa. El asesinato queda preservado tras la puerta de entrada, los curiosos y los periodistas quedan fueran, mientras que la casa ya colabora en la recopilación de información. ¿De quién es? ¿Quién paga el alquiler, quién vive ahí? ¿Quién estaba en la casa en el momento de los hechos? ¿Por qué tengo una víctima dentro? ¿Vive ahí? ¿Quién la trajo?¿Estaba viva o muerta? ¿Visitaba a alguien? ¿A quién conoce? Y luego, como siempre, la camioneta de la morgue, porque todos bajan hacia el centro.

Para matar a alguien en una casa, el asesino tiene que entrar, bien sea invitado por la víctima, bien forzando la puerta o una ventana. En cualquier caso, el inspector ya cuenta con información adicional. Si la puerta no está forzada, es que víctima y asaltante se conocían; y si lo está, existe la posibilidad de encontrar huellas en el cristal de la ventana o el marco de la puerta. Una vez dentro, puede que el asesino tocara una serie de objetos o superficies planas: más posibilidad de huellas. Si el atacante ha disparado una ráfaga de tiros, un buen número de los que no han impactado en el cuerpo se habrán incrustado en las paredes, en el techo o en los muebles. Casquillos. Calibres. Si la víctima forcejea y hiere al atacante, habrá restos de sangre o pelos o piel en el cuerpo o los reducidos confines de un salón. Lo mismo vale para las fibras de tela o cualquier otra prueba física. Un técnico de laboratorio puede pasar la aspiradora por una casa de tres habitaciones en menos de una hora, luego lleva la bolsita a las batas blancas para que analicen su contenido en el laboratorio de la quinta planta.

Pero un cuerpo tirado en la calle no es tan generoso. Si matas a un hombre cuando se dirige a comprar una botella de licor en la tienda de al lado, quédate tranquilo porque ningún agente de policía pasará la mopa por la pelusa del bloque 2500 de la calle División. Si le matas al aire libre, muchos de los proyectiles jamás se recuperarán. Un muerto en la calle garantiza que la escena del crimen apenas le dará al inspector poco más que unas gotas de sangre y un par de casquillos. Hay menos oportunidades de encontrar indicios, restos o pruebas, y lo peor es que la relación espacial entre el asesino, la víctima y la escena ha quedado difuminada. Con un asesinato entre cuatro paredes, es probable que tanto el muerto como su atacante tengan conexiones con el lugar de los hechos, que se investigarán debidamente. En una calle nadie paga la factura del gas, ni tampoco hay un contrato de alquiler donde figuren los nombres de la gente relacionada con el lugar de los hechos. No hay fotografías ni trozos de papel garabateados, ni mensajes en el contestador ni trozos de periódicos arrugados, como los que le esperan en el recibidor de un asesinato en interiores.

Claro que un inspector también es consciente de que un crimen callejero comporta sus propias ventajas, sobre todo la posibilidad de más testigos, el segundo elemento clave de la tríada investigadora. Es por esa razón que durante largo tiempo hay un espacio alternativo que tiene un lugar especial en el catálogo de la violencia urbana, particularmente en una ciudad de casas adosadas como es Baltimore, donde cada bloque cuenta con su patio trasero y su zona de callejuelas. Así es, matar en un callejón minimiza los riesgos de dejar tras de sí pruebas y testigos. En Baltimore, el aviso de la central de que se ha encontrado un cuerpo en un callejón arranca gruñidos y otros sonidos guturales de la garganta de un inspector de homicidios.

Sólo hay un escenario más desesperanzador que el cuerpo en el callejón. Y es cuando a un inspector de Baltimore lo llaman para que acuda a los bosquecillos y zarzales del extremo más occidental de la ciudad, muy lejos del centro. Eso quiere decir que uno de los habitantes de Baltimore ha hecho algo muy, muy malo y que lo ha escondido muy, muy bien. Durante dos generaciones, el parque Eeakin ha sido el vertedero de cadáveres favorito de Baltimore, donde van a parar todos los que dejan este mundo a golpe de bala o de cuchillo. Es una extensión de espesos bosques salvajes que rodea un riachuelo de nombre Gwynns Falls, y cuenta con tantas tumbas sin licencia que está a punto de ganarse el título de cementerio municipal. En Nueva York utilizan los pantanos de Jersey o los ríos de los alrededores; en Miami, las marismas de los Everglades; y en Nueva Orleans, el
bayou
. En Baltimore, a los cadáveres molestos e inconvenientes los plantan sobre los resistentes hombros de Franklintown Road. Cuenta la leyenda (quizá apócrifa) del departamento de policía que una clase de novatos rastreaba un cuadrante del parque en busca de una persona desaparecida. El responsable de turno, del distrito Suroeste, medio en broma, les dijo: «Acordaos de que buscamos a un tipo en concreto. Si os quedáis con toda la porquería que hay ahí, no acabaremos nunca».

Los inspectores veteranos afirman que hasta la escena más anodina ofrece información acerca del crimen. Después de todo, incluso un cuerpo en un callejón deja un buen puñado de preguntas en el aire. ¿Qué hacía ese hombre ahí? ¿De dónde vino? ¿Quién estaba con él? Pero cuando el asesino se limita a abandonar el cuerpo, en el parque Leakin o en un callejón anónimo, en una casa vacía o en el maletero de un coche, no deja nada de nada. No hay indicios acerca de la relación entre asesino, víctima y escena. Por definición, un cuerpo arrojado lejos del lugar del crimen elimina todo significado de la cronología del crimen —con excepción de lo que quede en el mismo cuerpo—, así como cualquier prueba.

No importa dónde esté la escena, o cómo sea; su valor como punto de partida en una investigación por asesinato depende enteramente del inspector a cargo, de su capacidad para separar el grano de la paja y concentrarse en la escena en sí; de su capacidad de observación, porque sabrá analizar la escena en su totalidad, por partes y desde cualquier ángulo concebible; y de su voluntad para perseguir cualquier línea de investigación que surja de una escena en concreto. También debe tener el sentido común de evitar las pesquisas inútiles o infructuosas.

El proceso es subjetivo, e incluso los mejores investigadores admiten que, por muchas pruebas que se obtengan de una escena, un inspector regresará a su despacho con la incómoda sensación de haberse perdido algo. Es una verdad indeleble que los veteranos inculcan a los novatos y que pone de manifiesto la cualidad escurridiza de la escena del crimen.

Es imposible controlar todo lo que sucede en el escenario del crimen antes de precintar el lugar, y justo después de un tiroteo o de una pelea de navajas, nadie interfiere con las acciones de los agentes uniformados mientras intentan desarmar a los protagonistas del incidente, o de los enfermeros que proporcionan atención médica a la víctima, o de los simples curiosos que, con su mera presencia, alteran la escena. Aparte de este tipo de actividades, el primer policía de uniforme que llega al lugar del crimen está supuestamente obligado a preservar la escena de cualquier interferencia, no sólo de los vecinos y observadores casuales, sino también de sus compañeros. Para ese primer agente y los que llegan tras él, una buena labor policial también implica identificar rápidamente a los testigos potenciales que merodean por los alrededores.

Una vez llega el inspector de la central, el primer agente que ha puesto el pie en la escena le cede la iniciativa. Si sabe lo que hace, el inspector se las arreglará para ralentizar el trabajo de los demás hasta la mínima expresión, pues eso garantiza que nadie cometa ninguna estupidez realmente grave. Cuanto más compleja es la escena del crimen, más lento deber ser su procesamiento, para darles a los inspectores al menos una semblanza de control sobre la labor de los agentes, los testigos civiles, los curiosos, los técnicos del laboratorio, los asistentes forenses, los inspectores secundarios, los responsables de turno y todo bicho viviente en cien metros a la redonda. Exceptuando a los civiles, la mayor parte de la tropa se sabe los pasos de baile de memoria y se supone que harán bien su trabajo, pero, como siempre, las suposiciones son las madres y las comadronas de los errores más ilustres.

Antes de que acabe el año, un inspector del turno de Stanton llegara a su escena del crimen para descubrir que un equipo de enfermeros novatos se ha llevado al muerto —que está muy muerto— de paseo a urgencias. Allí les dirán que la política del hospital consiste en no aceptar fiambres: al menos tiene que haber un hálito de vida en el cuerpo para que los ingresen. El abochornado enfermero le da dos vueltas a su problema y decide devolver el cadáver donde debía estar, en la calle. Al regresar a la escena con el cuerpo a cuestas, necesita que los agentes uniformados aprueben su plan: poner a la víctima en el suelo y largarse. Estos asumen que el enfermero sabe lo que hace, y, sin duda, le habrían ayudado a colocar el cadáver en su posición original, de no ser porque llegó el inspector para decir gracias, pero no, gracias; al diablo con todo, y que llevaran al pobre desgraciado a la sala de autopsias de una vez.

Igualmente, Robert McAllister, inspector veterano que ha visto varios cientos de escenas del crimen, experimentó otro entrañable momento en una cocina de Pimlico, frente al cuerpo de un octogenario empapado en sangre y apuñalado cuarenta o cincuenta veces en un brutal asalto. En el dormitorio, encima de una cómoda, estaba el arma del crimen, con la hoja doblada y cubierta de sangre seca. Ni se le ocurrió que nadie pudiera tocar una prueba tan flagrante, así que no advirtió al equipo. En su pecado de omisión le llegó la penitencia, en forma de un joven agente, novato y fresco como una lechuga, que entró en la habitación, cogió el cuchillo por la empuñadura y lo llevó a la cocina.

—He encontrado esto en el dormitorio —dijo—. ¿Es importante?

Suponiendo que no sucede ninguna calamidad por el estilo y que la escena del crimen llega prístina a manos de la policía, la tarea que tiene entre manos el inspector es obtener el mayor número de pruebas disponibles. No basta con pasar la aspiradora por las habitaciones, o buscar huellas dactilares en las superficies planas, o llevarse las latas de cerveza vacías, los pedazos de papel y los álbumes de fotos para que los revisen en control de pruebas. Hay que utilizar el sentido común y saber elegir, y un inspector que no sea capaz de discernir entre probabilidades, posibilidades y la peor clase de corazonadas descabelladas pronto descubrirá que está sobrecargando el proceso de recuperación de pruebas.

Por ejemplo, los técnicos del laboratorio de balística suelen llevar semanas de retraso en sus informes de comparación de proyectiles. ¿Tienen que comparar el casquillo del .32 de tu escena del crimen con otros tiroteos efectuados con armas de ese calibre durante este año, o quieres que se retrotraigan al año pasado? Lo mismo sucede con los técnicos que comparan huellas dactilares y que, además de los asesinatos, también tienen entre manos los informes de los atracos, los robos y una docena de crímenes más. ¿Les dices a los del laboratorio que busquen huellas en las habitaciones que no parecen alteradas y que están más lejos de la escena del crimen, o les pides que se concentren en los objetos que tienen pinta de haberse movido o manipulado, y que están más cerca del cadáver? Cuando a una anciana la estrangulan en la cama, ¿realmente vas a pedir que repasen todas las habitaciones de su casa, en busca de fibras, tejidos, pelos y polvo? O sabiendo que no se trata de ninguna pelea ni forcejeo, que todo ha sucedido en una misma habitación, ¿les pides a los asistentes del forense que envuelvan con cuidado el cuerpo entre las sábanas, para preservar todos los restos fisiológicos de pelos y fibras que puedan haberse desprendido encima del cuerpo o cerca de la cama?

Cada turno sólo cuenta con unos cuantos técnicos para procesar las pruebas, así que los resultados del laboratorio dependen de recursos limitados. El técnico que hayan mandado a tu escena del crimen tal vez viene de un robo o le pedirán que en media hora vaya a un tiroteo al otro extremo de la ciudad. Y tu propio tiempo también es escaso. En un turno de medianoche movido, habrá que repartir las horas entre dos homicidios y un tiroteo entre policías y delincuentes. Incluso cuando se trata de un solo asesinato, las horas que se emplean en analizar la escena del crimen podrían dedicarse entrevistando a los testigos que esperan en la comisaría.

Cada escena es distinta, y el mismo inspector que apenas necesita veinte minutos para valorar lo que ha pasado en un tiroteo callejero quizá se pase doce horas para analizar un doble apuñalamiento en una casa adosada de dos pisos. En ambos casos hace falta ejercer un prudente equilibrio, una intuición de lo que debe hacerse y lo que es razonable hacer para conseguir las pruebas que necesita. También es necesaria cierta persistencia, para supervisar todos los pasos y asegurarse de que el proceso se lleva a cabo correctamente. En cada turno, hay técnicos de laboratorio que aparecen en la escena del crimen y arrancan suspiros de alivio a los inspectores, y otros que son incapaces de lograr una huella ni aunque les pongan la mano del sospechoso en bandeja. Y si quieres fotografías de las pruebas y de su lugar exacto en la escena del crimen, más vale que lo dejes claro, o las imágenes que te devolverán serán de cualquier ángulo menos del que necesitas.

Esto es lo básico. Pero hay algo más, intangible, a medio camino entre la experiencia de muchos años y el instinto puro y duro. Una persona normal, incluso observadora, estudia una escena, absorbe el mayor número de detalles y logra hacerse una idea general. Un buen inspector echa un vistazo a la misma escena y se hace con los elementos de la imagen y con la totalidad de lo que ve. De algún modo, logra aislar los detalles esenciales, ver las piezas que conforman la escena, las que están en conflicto con lo que sabe, y también lo que inexplicablemente falta. Al que se atreve a hablarle a un inspector de homicidios de Baltimore del zen y el arte de la investigación criminal le dan una cerveza Miller Lite y le dicen que se deje de cháchara hippy comunista. Pero parte de lo que sucede en una escena del crimen es decididamente intuitivo, si no exactamente contrario a la razón.

De otro modo, es difícil explicar por qué Terry McLarney observa el cadáver semidesnudo de una mujer mayor, muerta en su cama sin hematomas visibles, y decide —correctamente, basándose en una ventana abierta y un único pelo púbico en la sábana— que se trata de una violación seguida de asesinato.

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