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Authors: David Simon

Homicidio (20 page)

Y actuó según esa idea haciendo algo extraordinario, al menos para lo que se consideraba normal en cualquier departamento de policía. Armado con un currículo cuidadosamente redactado y una carta de presentación, cogió el ascensor hasta la sexta planta de la central y fue directo a las oficinas administrativas que estaban al lado de la unidad de homicidios, donde el comandante de la sección de delitos contra las personas tiene su despacho.

—Tom Pellegrini —se presentó, extendiendo su mano al capitán al mando—. Me gustaría ser inspector de homicidios.

El capitán, por supuesto, miró a Pellegrini como si fuera un ciudadano de otro planeta, y con razón. En teoría, un agente podía presentarse para cubrir las vacantes en cualquier sección; en la práctica, el proceso de selección de inspectores para el DIC era muy sutil y estaba altamente politizado, más todavía desde que el departamento había abandonado los exámenes estandarizados para inspectores.

Para veteranos como Donald Worden y Eddie Brown e incluso Terry McLarney, que llegó en 1980, había habido un examen de acceso al DIC, un examen que valía para tumbar a los candidatos incapaces de escribir una petición de orden de registro con pies y cabeza, pero que también ascendía a un montón de gente cuya única virtud era que se les daba bien hacer exámenes. Más aún, los resultados de los exámenes —aunque implicaban una aproximación cuantitativa— siempre habían estado sometidos al politiqueo: la puntuación que un candidato obtenía en su examen oral solía ser tan alta como buenos fueran sus contactos en el departamento. Entonces, a principios de la década de 1980, se abandonaron los exámenes, y el nombramiento de inspectores pasó a ser totalmente político. En teoría se suponía que los agentes de policía llegaban a homicidios tras distinguirse en algún otro puesto del departamento, preferiblemente en alguna otra unidad de investigación de la sexta planta. Aunque la mayoría de los candidatos cumplían ese requisito, la decisión final solía tener más que ver con otros factores. En una década de discriminación positiva, ayudaba ser negro. También ayudaba tener como mentor a un teniente coronel o a algún comisionado adjunto.

Pellegrini y el capitán mantuvieron una breve conversación en la que no llegaron a ninguna conclusión. Era un buen policía con una hoja de servicio respetable, pero no era ni negro ni el discípulo de ningún jefazo en particular. Pero Jay Landsman se enteró de lo que había pasado y le impresionó la forma de actuar de Pellegrini. Hacían falta muchos huevos para entrar en la oficina de un comandante sin nada más que unas pocas páginas escritas a página y un buen apretón de manos. Landsman le dijo a Pellegrini que, si llegaba a homicidios, sería muy bienvenido en su brigada.

Al final, Pellegrini sólo tenía una carta que jugar: un abogado con muy buenos contactos al que le había hecho un favor durante su periodo en el distrito Sur. Si hay algo que pueda hacer por ti alguna vez, había dicho el tipo, dímelo. Había sido hacía varios años, pero Pellegrini se cobró la deuda. El abogado accedió a hacer lo que pudiera y le devolvió la llamada un par de días después. No había ninguna vacante en delitos contra las personas, pero a través de un contacto con uno de los comisionados adjuntos podía colocar a Pellegrini en el equipo de seguridad de William Donald Schaefer. No es homicidios, dijo el abogado, pero si puedes pasar uno o dos años al servicio del Alcalde Cabreado, después podrás escoger el puesto que prefieras.

A regañadientes, Pellegrini aceptó el traslado y pasó los siguientes dos años siguiendo a Hizzoner de mítines a fiestas de recaudación de fondos pasando por desfiles de la celebración hípica de Preakness. Era difícil trabajar para Schaefer. Era un político del aparato del partido que valoraba la lealtad y la capacidad de tragar mierda por encima de cualquier otro atributo humano. Hubo varios días en los que Pellegrini terminó la jornada con los insultos del alcalde resonándole en los oídos, y muchos más en los que se fue a casa reprimiendo el deseo casi irresistible de esposar al principal cargo electo de la ciudad al parachoques de un coche patrulla.

En una ocasión, en una fiesta de una fundación dedicada a la salud de los bebés, Pellegrini cometió el error de intervenir en la actuación del alcalde. Mientras Schaefer charlaba sin parar de temas que iban desde los defectos de nacimiento hasta el nuevo acuario de Baltimore, uno de los organizadores del evento señaló que la niña que era la cara más conocida de la organización, una niña que iba en silla de ruedas, estaba siendo excluida. Presintiendo el desastre, Pellegrini acercó a regañadientes a la niña hacia donde estaba el alcalde, susurrándole como si fuera un apuntador de teatro:

—Esto, señor alcalde.

Schaefer lo ignoró.

—Señor alcalde.

Schaefer le hizo un gesto con la mano para que se fuera.

—Señor alcalde…

Cuando el alcalde terminó su discurso, no perdió tiempo con rodeos ante el inspector de paisano.

—Aléjese de mí de una puta vez —dijo Schaefer.

Aun así, Pellegrini cumplió como un soldado, sabiendo que en Baltimore la palabra de un político del aparato del partido valía su peso en oro. Y, desde luego, cuando Schaefer fue elegido gobernador de Maryland en 1986, las personas de su entorno pudieron escoger puesto placer. Con pocos días de diferencia hubo dos nombramientos en la unidad de homicidios del DIC: Fred Ceruti, un policía de paisano negro del distrito Este y Tom Pellegrini. Ambos acabaron en la brigada de Landsman.

Una vez allí, Pellegrini sorprendió a todos, incluido a sí mismo, haciendo bien el trabajo. Al responder a aquellas primeras llamadas, no podía confiar en su instinto natural ni en su experiencia; el equipo de seguridad del Ayuntamiento no era exactamente un campo abonado del que brotaran buenos inspectores de homicidios. Pero lo que le faltaba en experiencia lo compensaba con una enorme voluntad de aprender. Disfrutaba con el trabajo y, lo que es más importante, empezó a sentirse como si por fin hubiera encontrado en el mundo algo que encajaba con él. Landsman y Fahlteich lo ayudaron con las primeras llamadas, igual que Dunnigan y Requer intentaron formar a Ceruti compartiendo con él sus casos.

La integración en la unidad de homicidios no era muy sofisticada. No había manual de procedimientos, sino que un inspector veterano te llevaba de la mano durante unas pocas llamadas y luego, de repente, te dejaba suelto a ver si podías caminar solo. Nada era más terrorífico que la primera vez como inspector principal, con el cuerpo tendido sobre el pavimento y los chicos de la esquina jodiéndote con la mirada, y los de uniforme y los ayudantes del forense y los técnicos del laboratorio preguntándose si sabrías la mitad de lo que deberías saber. Para Pellegrini, el punto de inflexión fue el caso de George Green de las viviendas sociales, un caso en el que nadie más de la brigada esperaba que encontrase un sospechoso, y mucho menos que hiciera un arresto. Ceruti y Pellegrini contestaron a esa llamada juntos. Ceruti se fue al día siguiente de vacaciones, un fin de semana largo, y cuando regresó el lunes siguiente, preguntó por curiosidad si había alguna novedad respecto a su homicidio.

—Está resuelto —le dijo Pellegrini.

—¿Qué?

—Encerré a dos sospechosos durante el fin de semana.

Ceruti no daba crédito. El caso Green no era nada extraordinario, un asesinato por drogas clarísimo sin testigos presenciales ni pruebas. Puesto que el inspector principal era un novato, era exactamente la clase de caso que todo el mundo esperaba que no se resolviera.

Pellegrini lo resolvió a base de piernas, trayendo a gente y hablando con ellos durante horas y horas. Pronto descubrió que tenía el temperamento adecuado para los interrogatorios largos, que era dueño de la paciencia que incluso los otros inspectores consideraban exasperante. Con su estilo lacónico y lento, Pellegrini podía pasarse tres minutos contando el chiste sobre el cura, el ministro y el rabino. Aunque ello podía poner de los nervios a tipos como Jay Landsman, era una forma de ser perfecta para interrogar a delincuentes. Lenta, metódicamente, Pellegrini se fue haciendo cada vez más con el trabajo y pronto empezó a resolver una saludable mayoría de sus casos. Su éxito comprendió, sólo le importaba a él. A su segunda esposa, una ex enfermera de la unidad de trauma, no le importaba el morbo que rodeaba el departamento de homicidios, pero no le interesaban los detalles de los casos. Su madre sólo expresaba un orgullo general porque a su hijo le fuera bien; a su padre lo había perdido de vista por completo. Al final, Pellegrini tuvo que aceptar que su victoria era algo que debería celebrar solo.

Pensó que era una victoria, al menos hasta que Latonya Wallace apareció muerta en aquel callejón. Por primera vez en mucho tiempo, Pellegrini se cuestionó su propia capacidad y defirió en Landsman y Edgerton, permitiendo que los investigadores más experimentados fijaran el rumbo de la investigación.

Era comprensible; después de todo nunca había llevado una auténtica bola roja. Pero la mezcla de personalidades, de estilos individuales, también contribuía a la inseguridad de Pellegrini. Landsman no sólo era ruidoso y agresivo, sino que también estaba muy seguro de sí mismo y, cuando trabajaba en un caso, tendía a convertirse en el centro de todo, atrayendo a otros detectives hacia él por su fuerza centrípeta. También Edgerton era la misma imagen de la seguridad, un hombre que no tenía reparos en decir lo que pensaba ni en discutir con Landsman sobre una u otra teoría. Edgerton tenía la actitud típica de los neoyorquinos, el instinto que le dice a un chico de ciudad que debe hablar primero en una habitación repleta de gente, antes de que otro abra la boca y desaparezca la oportunidad.

Pellegrini era distinto. Tenía sus ideas sobre el caso, cierto, pero su forma de ser era tan contenida y su forma de hablar tan natural y calmada que, en cualquier debate, los inspectores más veteranos tendían a atropellado. Al principio le pareció sólo levemente irritante, y, además, qué importaba? En realidad no estaba en desacuerdo con las decisiones de Landsman o Edgerton. Coincidió con ellos al principio cuando se centraron en el Pescadero como sospechoso, y coincidió también con ells cuando Landsman ofreció la teoría de que el asesino tenía que vivir en aquel mismo bloque de Newington. Estuvo de acuerdo con ellos cuando saltaron sobre el viejo borracho que vivía al otro lado de la calle. Todo sonaba razonable y pensases lo que pensases sobre Jay y Harry había que reconocer que sabían hacer su trabajo.

Pasarán meses antes de que Pellegrini comience a recriminarse su falta de asertividad. Pero, al final, los mismos pensamientos que le torturaban en la escena del crimen —la sensación de que no estaba completamente al mando de su propio caso— le volverán a importunar. Latonya Wallace era una bola roja, y una bola roja hace que todo el turno se involucre en el caso para bien o para mal. Landsman, Edgerton, Garvey, McAllister, Eddie Brown, todos metían mano en el pastel, todos ellos dispuestos a levantar la piedra bajo la que se escondía un asesino de niños. Cierto, así cubrían mucho terreno, pero al final, el expediente del caso no llevaría el nombre de Landsman ni el de Edgerton ni el de Garvey.

Landsman, desde luego, tiene razón en una cosa: Pellegrini está cansado. Todos lo están. Esa noche, cuando finaliza el quinto día de la investigación, todos se van de la oficina a las tres de la madrugada sabiendo que estarán de vuelta en cinco horas, y sabiendo también que los turnos de dieciséis y veinte horas diarias que llevan haciendo desde el jueves no van a terminarse pronto. La pregunta obvia que nadie hace en voz alta es cuánto pueden aguantar así. Bajo los ojos de Pellegrini se han asentado unas profundas ojeras negras, y el poco sueño que el inspector consigue está puntuado por las declaraciones nocturnas de su segundo hijo, que ahora tiene tres meses. Landsman ya no se preocupaba mucho de su apariencia cuando era un policía de paisano, pero ahora se afeita sólo día sí y día no, y su atuendo ha pasado de abrigos deportivos a jerseys de lana, y de ahí a chaquetas de cuero y téjanos.

—Eh, Jay, pájaro —le dice McLarney a Landsman la mañana siguiente—, tienes aspecto de estar hecho polvo.

—Estoy bien.

—¿Cómo va? ¿Hay algo nuevo?

—Vamos a resolver este caso —dice Landsman.

Pero lo cierto es que hay pocos motivos para el optimismo. La carpeta roja en el escritorio de Pellegrini, número 88021, ha engordado con los informes de los agentes que han peinado el área, los antecedentes penales, los informes de la oficina, los formularios de presentación de pruebas y las transcripciones de las declaraciones. Los detectives han examinado la manzana entera de casas que rodea el callejón y están empezando a cubrir las adyacentes; la mayoría de las personas identificadas en la primera inspección que tenían antecedentes penales ya han sido eliminadas como sospechosas. Otros detectives y policías destinados al operativo del caso están comprobando todos los informes en los que un varón adulto se atreve siquiera a mirar a cualquier de menos de quince años. Y aunque han llegado varias llamadas con informaciones sobre posibles sospechosos —el propio Landsman se pasó medio día buscando a un hombre con problemas mentales que mencionó una madre de Reservoir Hill—, no ha salido nadie que diga vio a la niña volver caminando hacia su casa desde la biblioteca. Y en cuanto al Pescadero, tiene coartada para el miércoles fatídico. Y el viejo borracho es ahora, de hecho, un viejo borracho. Y lo peor de todo, como señaló Landsman, es que todavía no han encontrado la escena del crimen.

—Eso es lo que nos está matando —les dice Landsman—. Él sabe más que nosotros.

Edgerton, por su parte, es consciente de que las apuestas están en su contra.

El martes, la noche después de que fueran a sonsacar al viejo borracho, Edgerton se halló en una iglesia baptista de ladrillos rojos en la parte superior de la avenida Park, a la vuelta de la esquina de Newington, caminando lentamente bajo el agobiante calor del abarrotado santuario. El pequeño ataúd, color crema con adornos dorados, está en la otra punta del pasillo central. El inspector se abre camino hasta él y entonces duda un momento y toca la esquina del ataúd con la mano antes de volverse y quedar frente a la primera fila de dolientes. Toma la mano de la madre y se agacha para susurrarle al oído:

—Cuando rece usted esta noche, por favor, rece una oración por mi —le dice—. Vamos a necesitarla.

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