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Authors: David Simon

Homicidio (45 page)

—Agente Garvey, yo no le he mentido.

Garvey se da la vuelta, pero el carcelero se está llevando a Frazier hacia la jaula del fondo del calabozo del distrito Oeste.

—Agente Garvey, yo no he mentido.

Garvey mira impasible a su sospechoso.

—Adiós, Frazier. Ya nos veremos por ahí.

Durante unos instantes, Robert Frazier queda enmarcado por la puerta de la jaula, esperando en el umbral del calabozo mientras el carnero prepara una tarjeta de huellas dactilares. Garvey termina de jugar con los papeles del mostrador de guardia y camina hacia la puerta trasera de la comisaría. Pasa frente a las jaulas del calabozo sin mirar dentro y por eso no ve la última e inconfundible expresión en el rostro de Robert Frazier.

Puro odio asesino.

CINCO
SÁBADO 2 DE ABRIL

La oración de un inspector: benditos sean los auténticos idiotas, porque traen esperanza a aquellos obligados a perseguirlos. Benditos sean los cortos de entendederas, pues con su misma ignorancia traen la luz a aquellos que trabajan en la oscuridad. Bendito sea Dennis Wahls, porque aunque él no lo cree, está cooperando plenamente con la campaña para meterlo en la cárcel por el asesinato hace un mes de Karen Renee Smith, la taxista a la que golpearon hasta matarla en el noroeste de Baltimore.

—¿Esta casa de aquí? —pregunta Eddie Brown.

—La siguiente.

Brown asiente y Wahls intenta abrir la puerta de atrás del Cavalier. El inspector, que está sentado junto a él en el asiento de atrás, tira de la puerta y la vuelve a cerrar. Harris, uno de los agentes asignados al operativo del noroeste, baja de su coche y se acerca a la ventanilla de Brown.

—Nos quedamos aquí —dice Brown—. Tú y el sargento Nolan subid y haced que salga.

Harris asiente y luego camina con Roger Nolan hasta la fachada del edificio de ladrillo rojo. Esa dirección de la avenida Madison esta ocupada por un hogar para acusados de delitos, lo que en Baltimore significa cualquier cosa hasta robo a mano armada y homicidio, este último incluido. Dentro de ese hogar está el hermano pequeño de Dennis Wahls, que lleva puesto un reloj de pulsera que perteneció a Karen Smith.

—¿Cómo sabes que todavía tiene el reloj? —pregunta Brown mientras mira a Nolan y al agente del operativo subir los escalones de entrada.

—Le vi ayer y lo llevaba puesto —dice Wahls.

Gracias a Dios, piensa Brown. Gracias a Dios que son tan idiotas. Si fueran listos, si considerasen un asesinato un acto horrible y secreto, si no se lo contaran a nadie, si se deshicieran de la ropa que llevaban y del arma del crimen y de todo cuanto le arrebataran a la víctima, si se negaran escuchar las chorradas de la sala de interrogatorios, ¿qué diablos podría hacer un inspector?

—Esto me está dando dolor de cabeza —dice Wahls.

Brown asiente.

—Voy a necesitar que alguien me lleve a casa cuando esto termine.

Que le lleven a casa. Este chaval se cree de verdad que se va ir a casa y que todo esto lo va a pasar durmiendo, como si fuera una resaca. O.B. McCarter, otro agente del suroeste incorporado al operativo, se muerde la lengua en el asiento del conductor y hace un tremendo esfuerzo para no echarse a reír.

—¿Crees que alguien de vosotros me podrá llevar a casa?

—Veremos —dice Brown.

Lo que ven es lo siguiente: el hermano pequeño de Dennis Wahls, un golfo de catorce años con mucho más sentido común que su hermano, sale del hogar de jóvenes y es escoltado hasta un lado del Chevrolet. Mira dentro del coche, ve a su hermano, mira a Eddie Brown y se hace a la idea de lo que pasa. Asiente.

—Eh —dice Dennis Wahls.

—Eh —dice su hermano.

—Les he contado lo del reloj…

—¿Qué reloj?

—Eh —interrumpe Brown—. Si no escuchas a tu hermano, te llevamos en el coche.

—Venga, tío —dice Dennis Wahls—. Tienes que dárselo. Si se lo das, dejarán que me marche. Si no, me van a acusar de asesinato.

—Hummm —dice el chico, obviamente preguntándose cómo puede ser. Si no consiguen la prueba, te acusan, pero si consiguen la prueba, te dejan libre. Ya. Y qué más.

—Continua —dice Roger Nolan, que está en pie junto al coche.

El chico mira a su hermano. Dennis Wahls asiente y el chico vuelve a entrar en el edificio de ladrillo rojo y sale tres minutos después con un reloj de pulsera de mujer con una correa de cuero negra. El chico intenta darle el reloj a su hermano, pero Brown lo evita y lo coge él. El chico se aparta un paso del coche.

—Te veo luego, negro —le dice Dennis Wahls.

El chico asiente de nuevo.

Siguen hasta Reservoir Hill, donde los dos coches frenan junto al bordillo frente a las casas de la sección 8 de la avenida Lennox. De nuevo Brown y Wahls esperan en el Cavalier; esta vez Nolan visita a la joven novia de Wahls, que recibió como regalo el collar de oro de Karen Smith.

En el asiento del conductor, McCarter juega con la radio. Eddie Brown, que sigue en el asiento de atrás con su prisionero, mira cómo Nolan se enrolla con la madre de la novia en el aparcamiento de las viviendas sociales. Cuando Nolan se enrolla, puede hablar hasta que te caiga la oreja.

—Vamos, Roger —murmura Brown—. ¿Qué coño estás haciendo?

Uno o dos minutos después la chica sale de su apartamento con la joya y cruza el aparcamiento hasta donde está Nolan saludando nerviosamente a Wahls, que ha sacado la cabeza por la ventanilla del pasajero de atrás.

—Tío, ojalá no me hubiera visto así.

El inspector resopla.

—Ahora su mamá se va a cabrear conmigo.

McCarter aprieta los botones de la radio hasta que se oye rock and roll con un crepitar de estática de onda corta: los Bobby Fuller Four, música de hace una docena de años. El agente del operativo escucha la canción un instante y de repente empieza a agonizar en el asiento, concentrando todos sus esfuerzos en no reírse en voz alta.

—Oh, tío —dice McCarter.

«
Partiendo piedras bajo el sol abrasador…
»

McCarter chasquea repetidamente dos dedos para llamar la atención de Brown y Harris, que está en pie junto a la ventana del conductor.

«
… me enfrenté a la ley y la ley ganó.
»

Brown mira de reojo a Wahls, pero el chico no se entera de nada.

«
Robando a la gente con un revólver…
»

McCarter sigue el ritmo dando golpecitos en el volante.

«
… me enfrenté a la ley y la ley ganó.
»

—Qué fuerte —dice McCarter.

—¿Qué fuerte qué? —pregunta Wahls.

McCarter niega con la cabeza. La noche en que más necesita que su cerebro funcione, Dennis Wahls se ha quedado de golpe sordo, idiota y ciego. En la radio podrían emitir su confesión y él no se daría cuenta.

Lo que tampoco quiere decir que Wahls, a sus diecinueve años, tenga un depósito importante de inteligencia al que recurrir. En primer lugar dejó que otro encefalograma plano le convenciera para matar a una taxista por unos pocos dólares y cuatro alhajas, y luego él se quedó las joyas y dejó que su compañero se quedara el dinero. Luego regaló las joyas y empezó a jactarse de que él había estado justo en el sitio donde arrastraron a la mujer al bosque y la golpearon hasta matarla. Él no la mató, claro que no, señor. Él miró.

Las primeras personas que lo oyeron no le dieron crédito; o eso o no les importó lo que decía. Pero al final alguna joven a la que Dennis Wahls trató de impresionar se lo contó en el colegio a un amiga, que se contó a otra persona, quien finalmente decidió que quizá alguna autoridad debería enterarse del tema. Y cuando la línea 2100 se encendío en la unidad de homicidios, Rick James estaba allí para coger la llamada.

—Hice una sola cosa bien en toda esta investigación —declararía más adelante James, el inspector principal del asesinato de Smith—. Descolgué el teléfono.

En realidad, hizo mucho más que eso. Con agentes de un operativo especial para ayudarle, James verificó todas las pistas que llegaron a la policía, comprobando y recomprobando las historias que habían contado los compañeros de trabajo, novios y parientes de Karen Smith. Se pasó días repasando los registros de las carreras de la compañía de taxis, buscando sumas o lugares que parecieran extraños. Se sentaba en su escritorio durante horas, escuchando las cintas del operador de la compañía, intentando descubrir el lugar al que Karen Smith podría haber ido antes de desaparecer en los bosques del noroeste de Baltimore. Comprobó todos los robos o agresiones recientes que habían afectado a taxistas en cualquier lugar del municipio o el condado, así como los informes de robos en cualquier punto cercano al noroeste de la ciudad. Luego descubrió que uno de los novios de la víctima era adicto a la cocaína, y lo interrogó a fondo en una serie de sesiones. Se comprobó su coartada. Se entrevistó a todos los conocidos del novio. Luego llevaron al hombre a la central y empezaron otra vez: Las cosas no iban bien entre vosotros ¿verdad? Ella ganaba mucho dinero, ¿no es así? Y tú gastabas un montón, ¿no es cierto?

Incluso Donald Worden, que era de los que más severamente solía juzgar a los inspectores más jóvenes, se quedó impresionado por el trabajo de su compañero.

—James está aprendiendo lo que significa ser un inspector —dijo Worden, mirando el caso desde lejos.

Rick James hizo todo lo concebible para resolver el caso, y, sin embargo, cuando finalmente sonó el teléfono, las dos carpetas de informes del asesinato de la taxista no contenían ni una sola mención de Dennis Frank Wahls. Ni tampoco aparecía el nombre de Clinton Butler, el prodigio de veintidós años que había concebido el asesinato y dado el golpe de gracia. No había nada nuevo en ese tipo de giro del destino, ninguna lección que el inspector debiera aprender. Era simplemente un ejemplo de libro de la Regla Número Cinco del manual de homicidios, que dice: «Es bueno ser bueno, pero es mejor tener suerte».

James estaba, de hecho, camino del aeropuerto, para coger un vuelo matutino y empezar una semana de vacaciones, cuando los inspectores finalmente localizaron a Wahls y lo llevaron a la central. Wahls confesó el crimen en poco más de una hora de interrogatorio, durante el cual Eddie Brown y dos agentes asignados a la operación le ofrecieron la salida más obvia. Tú no la mataste; Clinton la mató, le aseguraron, y Wahls se tragó el anzuelo y la caña. No, señor, él no había querido ni atracarla. Eso había sido idea de Clinton, y Clinton le había llamado de todo cuando al principio se había negado. Ni siquiera se quedó nada del dinero; Clinton se lo llevó todo, diciendo que él era quien había hecho todo el trabajo, y le dejó a Wahls sólo las joyas. Después de que la taxista se desmayara de miedo, había sido Clinton quien la había sacado del taxi y la había arrastrado por el camino del bosque. Había sido Clinton también quien había encontrado la rama, Clinton quien le había provocado para que la matara y luego se había burlado de él cuando se había negado a hacerlo. Así que fue Clinton Butler quien finalmente partió la rama contra la cabeza de la mujer.

Al final lo único que Wahls estaba dispuesto a admitir era que él, y no Clinton, había sido quien le había quitado los pantalones a la mujer y había intentado practicar sexo oral con su víctima inconsciente. Clinton era homosexual, aseguró Wahls a los inspectores. De eso no quiso nada.

Cuando Wahls hubo firmado e inicializado su declaración, los inspectores le preguntaron por las joyas. Creemos que lo que nos dices es verdad, dijo Brown, pero necesitamos que nos des una muestra de tu buena fe. Algo que demuestre que nos dices la verdad. Y Wahls asintió, convencido de repente de que devolver el reloj y el collar de la muerta le valdría la libertad.

Resuelto más por azar que por perseverancia, el caso de Karen Smith era más que otra cosa un mensaje para Tom Pellegrini. Tom repasaba mentalmente el asesinato de Latonya Wallace una y otra vez, como si fuera una película atascada en un bucle, igual que James se había perdido en los detalles del asesinato de la taxista. Y ¿para qué? El sudor y la lógica pueden resolver un caso en esos valiosísimos días inmediatamente posteriores al asesinato, pero, una vez transcurridos, ¿quién demonios sabía qué podía pasar? A veces una llamada tardía podía resolver un caso. Otras veces era una conexión fresca con otro crimen —una prueba balística que encajaba o una huella recuperada— lo que podía dar la pista clave. La mayoría de las veces, sin embargo, un caso que no se cierra en un mes no se cierra nunca. De los seis asesinatos de mujeres que provocaron que los jefazos crearan el operativo del noroeste, el caso de Karen Smith sería uno de los sólo dos que culminarían con un arresto y el único que iría a juicio. A finales de marzo, los agentes del operativo de los otros cinco casos habían vuelto a sus distritos; el expediente del caso estaba de vuelta en el armario archivador quizá un poco más gordo que antes, pero en el mismo punto a pesar del esfuerzo invertido en él.

Pero Pellegrini no tiene tiempo para lecciones extraídas de casos del noroeste. Pasa la noche de la confesión de Dennis Wahls atendiendo llamadas de disparos y releyendo partes de los informes sobre Latonya Vallace. De hecho, está fuera respondiendo a una llamada cuando traen a Wahls a homicidios y empiezan a escribir la orden de arresto para Clinton Butler. Y se ha ido hace mucho cuando, en las horas más tempranas de la mañana, cuando Eddie Brown, con la euforia del triunfo, envía las joyas que ha recuperado a la UCP y ofrece al mejor postor la ocasión de decirle a Dennis Wahls que también él será acusado de asesinato en primer grado.

—Eh —dice Brown, en pie junto a la puerta de la sala de interrogatorios—. alguien tiene que entrar ahí dentro y decirle a este idiota que no se va a ir a casa. Sigue dando el coñazo con que alguien le lleve.

—Déjame hacerlo a mí —dice McCarter, sonriendo.

—Adelante.

McCarter entra en la sala de interrogatorios grande y cierra la puerta. Desde la ventana con rejilla, la escena se convierte en una pantomima perfecta: la boca de McCarter moviéndose, el policía con las manos en las caderas. Wahls, negando con la cabeza, llorando, suplicando. McCarter levantando un brazo hacia el pomo de la puerta, sonriendo mientras sale al pasillo.

—Capullo ignorante —dice, cerrando la puerta tras él.

MARTES 5 DE ABRIL

Dos meses después del asesinato de Latonya Wallace, sólo Tom Pellegrini sigue en ello.

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