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Authors: David Simon

Homicidio (47 page)

Pellegrini vio el tubo de metal casi inmediatamente cuando las fotografías subieron desde el laboratorio criminal, dos días después de que se descubriera el cuerpo. No había ninguna duda: la barra de metal de la foto era la misma que Garvey había recogido durante el segundo día de registros en la avenida Newington. Cuando Garvey sacó el tubo de aquel patio trasero, todavía había pegado en él un pelo y un poco de sangre coagulada, sangre que se comprobó que pertenecía a la víctima. Sin embargo, el día en que se encontró el cuerpo, el tubo de metal había sido de algún modo pasado por alto.

Pellegrini recuerda aquella mañana en la escena del crimen, y la vaga premonición que lo llevó a ralentizar todo lo que sucedía. Recuerda el momento en el que la gente del forense vino a por el cuerpo y preguntó si todo el mundo estaba listo. Sí, estaban listos. Habían caminado centímetro a centímetro por el patio y comprobado todos los detalles dos veces. Así que ¿qué hacía ese condenado tubo de metal en las fotografías? ¿Y cómo demonios la habían pasado por alto durante aquellas primeras horas?

No es que Pellegrini tuviera la menor idea de qué relación tenía aquella tubería con su asesinato. Quizá la tiraron allí junto con el cuerpo. Quizá la usara el asesino, puede que para simular relaciones sexuales. Eso explicaría la sangre y el pelo, así como el desgarro vaginal que se había descubierto en la autopsia. O quizá todo aquello estaba tirado en el patio desde antes, un resto de una mesa de televisión o un rizador que de algún modo se había mezclado con su escena del crimen. Quizá la sangre y el pelo entraron en contacto con el tubo cuando el anciano salió a limpiar su patio después de que se llevaran el cuerpo. No había forma de saberlo, pero el hecho de que una prueba hubiera pasado desapercibida durante veinticuatro horas era muy inquietante. ¿Qué más se les podía haber escapado?

Pellegrini continúa leyendo el expediente y revisa algunos de los informes del peinado del número 700. Algunas de las entrevistas parecen haber sido realizadas con mucho cuidado, con los inspectores o los agentes repreguntando si surgían nuevos datos, o animando a los testigos a que completaran sus respuestas. Otras, sin embargo, parecían superficiales y mecánicas, como si el agente implicado se hubiera convencido de antemano de que aquella entrevista era una pérdida de tiempo.

Pellegrini lee los informes y piensa en las preguntas que se podrían haber hecho, que se deberían haber hecho, durante esos primeros días cuando los recuerdos están aún frescos. Un vecino dice que no sabe nada del asesinato. Perfecto, pero ¿oyó algún ruido en el callejón es noche? ¿Voces? ¿Gritos? ¿El motor de un coche? ¿Vio unos faros? ¿Nada en absoluto esa noche? ¿Y otras noches? ¿Ha habido problemas con alguien del barrio? Tiene usted viviendo al lado a un par de personas que le ponen nervioso, ¿verdad? ¿Por qué? ¿Han tenido sus hijos problemas con alguna de esas personas alguna vez? ¿Por qué no quiere que se acerquen a esa gente?

Pellegrini se incluye a sí mismo en su crítica valoración del proceso. Hay cosas que le gustaría haber hecho durante esos primeros días. Por ejemplo, la camioneta que el Pescadero había usado la semana del asesinato para transportar los restos de su tienda quemada: ¿por qué no le habían echado un vistazo al vehículo? Habían aceptado demasiado rápidamente el razonamiento de que a la niña la habría llevado al callejón probablemente alguien que no se habría desplazado más de una manzana. Pero ¿y si el Pescadero la había matado en la calle Whitelock? Eso estaba demasiado lejos para cargar el cuerpo, pero en esa misma semana había tenido acceso a la camioneta de un vecino. ¿Y qué podría haberse descubierto en un registro cuidadoso de la camioneta? ¿Cabellos? ¿Fibras? ¿La misma sustancia parecida al alquitrán que había manchado los pantalones de la niña?

Landsman había abandonado la investigación convencido de que el Pescadero no era el asesino, seguro de que, si se hubiera tratado del hombre que buscaban, habrían conseguido hacerle confesar durante el interrogatorio. Pellegrini no está tan seguro. Por un lado, la historia del Pescadero tiene demasiados detalles que no encajan y una coartada demasiado endeble, una combinación perfecta para permanecer en la lista de sospechosos de cualquier inspector. Y luego, hace cinco días, no pasó la prueba del detector de mentiras.

Le hicieron una prueba con el polígrafo en los barracones de la policía del estado en Pikesville, en el primer momento en que se pudo programar después de que la investigación se hubiera centrado en el tendero. Por increíble que parezca, el Departamento de Policía de Baltimore no contaba con un técnico experto propio; aunque conducía la mitad de las investigaciones de homicidios de todo Maryland, el DPB tenía que apoyarse en la policía del estado para que lo ayudara en algunos casos concretos en los que deseaba una prueba poligráfica. Una vez programó la prueba, necesitaban encontrar al Pescadero y convencerle para que se sometiera a ella voluntariamente. De una forma tan conveniente como coactiva, se consiguió este fin encerrando al viejo por una vieja orden de arresto por no pagar la pensión, que nunca se había llegado a ejecutar y que, aunque era de varios años antes, Pellegrini desabrió rebuscando en el ordenador. La orden nunca se le había entregado, y la base legal para el arresto era bastante dudosa, pero aún así se puso al Pescadero bajo custodia policial. Y una vez un hombre entra en la cárcel municipal, incluso una prueba en el detector de mentiras parece una excursión agradable.

Y en los barracones de la policía del estado, el Pescadero procedió a hacer que la caja echara chispas y disparó la aguja del polígrafo en todas las preguntas clave sobre el asesinato. El resultado del polígrafo no era, por supuesto, admisible como prueba en un juicio, ni todos los inspectores de homicidios creían que la detección de mentiras fuera una ciencia exacta. Sin embargo, el resultado aumentó las sospechas de Pellegrini.

También las aumentó la llegada de un testigo inesperado y de credibilidad algo menos que impecable. El hombre era un drogata, cierto, el tipo de hombre menos de fiar con el que podía tratar un policía. Le habían arrestado por agresión en el distrito Oeste hacía seis días, y había tratado de llegar a un trato asegurando al agente de guardia que sabía quién había matado a Latonya Wallace.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque me dijo que la mató.

Cuando Pellegrini llegó al distrito Oeste ese día, escuchó la historia sobre dos viejos conocidos que toman una copa juntos en un bar del oeste de la ciudad, y uno de los dos dice que hace poco que se lo llevó la policía y lo interrogó por el asesinato de una niña pequeña, y el otro le pregunta si ha cometido el crimen.

—No —dijo el primer hombre.

Pero más adelante, en la misma conversación, el alcohol se le subió a la cabeza y se volvió hacia su compañero y le dijo que le iba a decir la Verdad: sí que había matado a la niña.

En el transcurso de varios interrogatorios, el nuevo testigo relató la misma historia a los inspectores. Conocía al hombre con el que se tomó fuella copa desde hacía muchos años. El hombre tenía una tienda en la calle Whitelock, una pescadería.

Así pues, se organizó una segunda prueba poligráfica para pasado mañana. Reclinándose en su silla, Pellegrini lee los informes del interrogatorio del nuevo testigo, con una mente en equilibrio entre una serena esperanza y un pesimismo militante. Está convencido de que, dentro de dos días, el hombre fallará la prueba de modo tan miserable como lo hizo el mismo Pescadero. No pasará la prueba porque su historia es tan perfecta, tan valiosa, que es imposible que sea verdad. Una confesión en la barra de un bar, se dice Pellegrini, es un final demasiado fácil para este caso.

Pellegrini sabe, además, que pronto tendrá una nueva carpeta de sospechoso dedicada al nuevo testigo. No sólo porque la disposición a implicar a alguien en el asesinato de una niña es una conducta muy poco habitual, sino también porque ese hombre conoce la zona de Reservoir Hill y tiene una ficha policial. Por violación. Con un cuchillo. Nada es nunca fácil, se repite Pellegrini a sí mismo.

Al final de la carpeta de los informes, Pellegrini tiene el borrador del informe redactado por él mismo, una comunicación de cuatro páginas al capitán describiendo el estado del caso y pidiendo una revisión completa y detallada de las pruebas existentes. Sin la escena del crimen primigenia ni pruebas físicas, decía el informe, no tenía demasiado sentido centrarse en ningún sospechoso en concreto y luego intentar relacionarlo con el asesinato.

«Puede que esta táctica tenga éxito en ciertas circunstancias», había escrito Pellegrini, «pero no en un caso en el que no disponemos de pruebas físicas».

En lugar de eso, el memorando urgía revisar el expediente entero: «Puesto que la recopilación de datos fue llevada a cabo por no menos de veinte agentes e inspectores del operativo, es razonable pensar que pueda existir alguna información relevante que no se halla investigado todavía. La intención de su investigador es limitar el número de investigadores al inspector principal y el secundario.»

Hablando en plata, Pellegrini quería más tiempo para trabajar el caso y quería trabajarlo solo. Su informe al capitán es claro, pero burocrático; sucinto en general, pero escrito en la prosa característica del departamento, que hace que cualquiera que tenga un rango por encima de teniente se sienta inundado de calidez y alegría. Aun así podría ser mejor, y si quiere que le concedan el tiempo para estudiar el caso a fondo, necesita el apoyo del capitán.

Pellegrini quita la grapa de la primera página y extiende el borrador en su escritorio, dispuesto a pasarse otra hora en la máquina de escribir. Pero Rick Requer tiene otra idea. Al salir de la oficina anexa, llama la atención de Pellegrini, imita el gesto de coger un vaso y se lo lleva a la boca en una parábola repetitiva, el signo manual internacional para la consumición sin inhibiciones de alcohol.

—Vamos, colega, vamos a tomarnos un par.

—¿Te marchas? —pregunta Pellegrini, levantando la mirada del expediente.

—Sí, me largo de aquí. La brigada de Barrick ya está en nuestro cuatro a doce.

Pellegrini niega con la cabeza y luego señala el mar de papeles sobre su mesa.

—Tengo que revisar todo esto.

—¿Sigues trabajando en ese caso? —le pregunta Requer—. Eso puede esperar a mañana, ¿no crees? Pellegrini se encoje de hombros.

—Vamos, Tom, déjalo descansar una noche.

—No sé. ¿Dónde vas a estar?

—En el Market. Eddie Brown y Dunnigan ya están allí.

Pellegrini asiente, pensándoselo.

—Si consigo avanzar un poco —dice finalmente—, quizá me pase luego.

Ni de coña, piensa Requer mientras camina hacia los ascensores. Ni de coñá vamos a ver a Tom Pellegrini en el Market Bar si, en lugar de venir, puede pasarse horas torturándose sobre el caso de Latonya Wallace. Así que, cuando Pellegrini asoma la cabeza por el bar media hora después, Requer se queda atónito unos instantes. De repente, sin previo aviso, Pellegrini ha dejado ir el Caso Sin Piedad y ha salido a que le dé un poco el aire. No hay duda de que unas copas en el Market Bar son el mejor método y lugar para recibir unas cuantas palmadas en la espalda y recuperar la confianza. Requer, que ya está medio trompa de buen whisky, es el hombre perfecto para ese trabajo.

—Mi amigo Tom —dice Requer—. ¿Qué quieres beber, colega?

—Una cerveza.

—Eh, Nick, dale a este caballero lo que quiera, que pago yo.

—¿Qué bebes tú? —pregunta Pellegrini.

—Glenlivet. Muy bueno. ¿Quieres uno?

—No. Con la cerveza vale.

Y así pasan el rato, una ronda tras otras, hasta que llegan otros inspectores, y las fotos de la escena del crimen y las declaraciones de Ios testigos y los informes parecen un poco menos reales, y Latonya Wallace pasa de ser una tragedia a convertirse en una especie de broma cósmica. Sísifo y su roca. De León y su fuente. Pellegrini y su niña muerta.

—Déjame que te diga una cosa —dice Requer, convirtiéndose en centro de atención y llevándose el licor a los labios—. Cuando Tom llego aquí, al principio, yo creía que esto se le daba fatal. Quiero decir que…

—Y ahora que me has visto trabajar —dice Pellegrini, medio en serio— sabes que tenías razón.

—No, colega —dice Requer, negando con la cabeza—. Supe que eras un tío legal cuando resolviste aquel caso en los barrios bajos ¿Cómo se llamaba el chico?

—¿Qué caso?

—El de la torre. En el este.

—George Green —dice Pellegrini.

—Exacto, sí, Green —asiente Requer, agitando el vaso vacío brevemente para que le vea Nicky, el camarero—. Todo el mundo le dijo que ese caso no se podía resolver. Incluso yo se lo dije. Le dije… —Requer hace una pausa mientras Nicky le llena el vaso, se echa al coleto la mitad de lo que le ha puesto en el primer trago e intenta continuar— ¿Qué estaba diciendo?

Pellegrini se encoge de hombros, sonriendo.

—Ah, sí, ese caso era una mierda, una puta mierda. Un asesinato de drogas en lo alto de una de esas torres, ya ves. Un chico negro de la calle Aisquith; así que, además, a nadie le importa lo más mínimo. No hay testigos, no hay pruebas, no hay nada. Le dije que se olvidara del hijoputa y que se dedicara a otra cosa. Pero no me hace caso ni a mí ni a nadie. El tozudo hijo de puta no escucha tampoco a Jay. Simplemente se va sólo y trabaja el caso dos días. No escuchó a ninguno de nosotros y ¿sabéis lo que pasó?

—Ni idea —dice Pellegrini tímidamente—. ¿Qué pasó?

—Resolviste el puto caso.

—¿Sí?

—Deja de joderme —dice Requer, volviéndose hacia su público de inspectores de CID—. Fue y resolvió el puto caso él solo. Entonces fue cuando supe que Tom Pellegrini iba a funcionar.

Pellegrini no dice nada, avergonzado.

Requer echa una rápida mirada por encima del hombro y se da cuenta de que, incluso después de haberse bebido la mitad de su cerveza, el joven inspector no se está tragando una palabra.

—De verdad te lo digo, Tom, de verdad.

—¿De verdad?

—De verdad. Escúchame.

Pellegrini sorbe su cerveza.

—Joder, que no lo digo porque estés aquí, colega. Lo digo porque es verdad. Cuando llegaste, pensé que no ibas a valer para esto, que se te iba a dar fatal. Pero has hecho un trabajo cojonudo. De verdad.

Pellegrini sonríe y pide a Nicky la última, acercándole el vaso vacío por la barra y señalando al vaso de whisky frente a Requer. Los otros detectives vuelven a otra conversación.

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