Homicidio (77 page)

Read Homicidio Online

Authors: David Simon

En Billyland se aplica una lógica similar.

Puede que procedas de las mismas montañas que el resto de Pigtown, pero en la mente de un inspector eso no te convierte en un auténtico billy. Quizá seas sólo otro chico blanco; quizá hayas terminado el decimosegundo curso en el instituto Southern y hayas conseguido un trabajo decente y te hayas mudado a Glen Burnie o Linthicum. O quizá seas como Donald Worden, que creció en Hampden, o como Donald Kincaid, que habla con acento de las montañas y lleva un tatuaje en el dorso de la mano. Por otra parte, si te pasas media vida bebiendo en la B&O Tavern en la calle West Pratt y la otra mitad entrando y saliendo del juzgado del distrito Sur por robo, alteración del orden público, resistencia a la autoridad y posesión de fenciclidina, entonces para un inspector de Baltimore eres, sin duda, un auténtico billy, un paleto blanco, una cabra de ciudad, un agujero negro sin cerebro, concebido dentro de un grupo que cada vez tiene menos diversidad genética. Y si entorpeces su trabajo, te lo dirá a la cara.

Sea cual sea su opinión sobre la cultura billy, todos los inspectores de Baltimore están de acuerdo en que lo mejor de trabajar un asesinato en el lado blanco de la ciudad —además de la novedad, pues es muy poco habitual— es que los billies hablan. Hablan en la escena, hablan en las salas de interrogatorios, de verdad buscan el número de las oficinas de homicidios y llaman por teléfono para hablar. Y cuando se les pregunta si quieren permanecer en el anonimato, un buen billy pregunta que por qué coño iba a quererlo. Da su nombre auténtico y su dirección real. Ofrece también su número del trabajo, el número de teléfono y nombre de su novia, el teléfono de la madre de su novia, y te cuenta todo pensamiento que le haya pasado por la cabeza desde la escuela. El código de la calle —la regla del gueto que dice que un hombre jamás debe, bajo ninguna circunstancia, hablar con la policía— no quiere decir nada en Billyland. Quizá es porque entre los policías hay uno de los viejos muchachos, quizá es porque el típico billy de Baltimore es muy digno y nunca acabó de incorporar la mentira como forma de arte. Sea como fuere, el caso es que un inspector que trabaja un asesinato de un blanco en el distrito Sur o el Suroeste suele tener más información de la que puede utilizar.

Dave Brown sabe todo eso, claro. Y cuando ve el remolino de luces azules que rodea la escena del crimen tiene muy presente que necesita una resolución para equilibrar todo el rojo que tiene en la pizarra. Arrastra un par de casos abiertos, el más destacable el asesinato Clayvon Jones, que no puede resolverse sin un testigo por muchas llamadas anónimas que den el nombre del sospechoso. Por lo general habría olvidado al joven Clayvon y atribuido la no resolución de su asesinato a un caso de mucha mala suerte, pero el regreso de Corey Belt del distrito Oeste para el operativo de Geraldine Parrish era, para Brown, un motivo de auténtica angustia. Sin duda, Belt había impresionado a McLarney en la investigación del asesinato de Cassidy y ahora estaba felizmente emparejado con Donald Waltemeyer, el compañero habitual de Brown, en la investigación de los asesinatos para cobrar el seguro de Parrish, que podía durar meses.

Anoche, sin ir más lejos, Brown había hecho alguna broma sobre su estatus. Sentado en la máquina de escribir de la oficina de administración al principio del turno de noche, escribió un corto y quejoso memorando a McLarney que dejó en el casillero del inspector jefe:

Con el agente Corey (Soy una superestrella) Belt asomando por el horizonte, he pensado en dedicar unos momentos a presentarme a usted.

Hasta que llegué a su brigada no era más que otro maniaco homosexual drogadicto de pelo largo. Trabajar bajo su dirección aprovechando sus conocimientos, talento, habilidad, bondad y amor me he convertido en un inspector de incuestionable capacidad. Teniendo en cuenta esto y, para mayor abundamiento, lo que sienten mis compañeros hacia mí (Worden: «Es un puto inútil»; James: «El cabrón nunca paga la ronda en el bar»; Ed Brown: «Ni siquiera sé de quién me estás hablando»), me preguntaba qué planes tendría usted para que CONTINUARA a su servicio.

Permaneceré vigilante, esperando su respuesta. Respetuosamente (todo el mundo se aprovecha de mí),

David John Brown, inspector.

¿DIC? ¿Homicidios? (Para siempre, por favor, Dios)

McLarney encontró el memorando a la hora de empezar el turno de medianoche y lo leyó en voz alta en la sala del café, riéndose en los pasajes más obsequiosos.

—Es divertido —declaró al concluir—, verdaderamente patético, pero divertido.

Los problemas de Fred Ceruti no habían pasado desapercibidos y Dave Brown, al menos en su febril imaginación, sentía un poco de la misma tensión. Conduciendo hacia la calle Johnson había razonado que una salida de investigación hacia Billyland podía ser precisamente la cura que necesitaba.

—Bueno, Brown —dice Worden, saliendo del asiento del pasajero — vamos a ver qué es lo que te ha tocado.

La mujer está boca abajo sobre el barro y la piedra, una figura pálida enmarcada por un semicírculo de coches patrulla. Es una mujer de poca estatura con pelo liso de un rojo cobrizo y cuyo top a rayas blancas y rojas está rajado y deja al descubierto casi toda la espalda; tiene los pantalones cortos de pana desgarrados en un lado, revelando las nalgas. Un par de bragas color crema, también desgarradas en el lado izquierdo, están bajadas hasta las rodillas y una sola sandalia descansa a unos pocos pasos de su pie derecho. En el cuello lleva un fino collar de oro, y un par de pendientes de oro en forma de aro han quedado sobre la grava a ambos lados de la cabeza. Al inspeccionarlos más de cerca, se observa que uno de los pendientes está ensangrentado, al parecer porque fue arrancado del lóbulo de la oreja izquierda de la mujer, qUe muestra laceraciones y sangre seca. Esparcidas cerca del cuerpo hay unas pocas monedas; con mucho cuidado, Worden saca veintisiete dólares en billetes de un bolsillo trasero. Joyas, dinero…; si fue un robo no tuvo mucho éxito.

Dave Brown mira a Worden, consciente del hecho de que el Gran Hombre participa en esa investigación a regañadientes.

—¿Cuántos años dirías que tiene, Donald?

—Veinticinco. Quizá un poco mayor. No te sabría decir hasta que le demos la vuelta.

—Yo diría que veinticinco pueden ser muchos.

—Puede —dice Worden, inclinándose sobre la mujer—. Pero te diré cuál es la primera pregunta que tengo.

—Déjame adivinarlo. Quieres saber dónde está la otra sandalia.

—Exacto.

La escena es una parcela de gravilla que sirve como zona de carga y descarga de un viejo almacén de ladrillo rojo junto a la vía del ferrocarril. Hay tres camiones aparcados en el extremo este de la parcela, pero los conductores estaban durmiendo en la parte de atrás de las cabinas y no vieron nada; pasara lo que pasara allí, sucedió tan rápida o silenciosamente que no los despertó. El cuerpo está en el lado oeste de la parcela, cerca del almacén propiamente dicho, a quizá diez o quince pasos de la pared de cemento del muelle de carga. En el extremo del muelle hay un camión con remolque que impide que se vea el cuerpo desde la calle Johnson.

La encontraron dos adolescentes que vivían a pocas manzanas de allí y habían salido a pasear un perro al amanecer. A ambos los habían enviado los uniformes a la central, y pronto McLarney estará ocupado tomándoles declaración. Ambos son billies de tomo y lomo, con tatuajes de Harley-Davidson y antecedentes policiales por delitos menores, pero no hay nada en su historial que despierte sospechas.

Mientras Worden se encarga de los técnicos del laboratorio, Dave Brown empieza a caminar a lo largo de la parcela de grava, desde el muelle de carga hasta la hierba muy alta que ha crecido junto a las vías de ferrocarril. Salta sobre el muelle de cemento, luego camina alrededor de ambos lados del almacén. No encuentra la sandalia. Brown recorre una manzana y media por la calle Johnson, comprobando la alcantarilla, luego rehace sus pasos y va hacia el extremo sur de la parcela, donde salta hacia las vías y las revisa durante unas cuantas decenas de metros. Nada.

Para cuando regresa, el técnico del laboratorio ha recuperado el dinero y las joyas, fotografiado el cuerpo en su posición original y hecho un diagrama de la escena. Los ayudantes del forense han llegado también y tomado fotos con sus Polaroid, seguidos por dos cámaras de los noticiarios de la televisión que se han apostado en la entrada de la parcela y han rodado unos cuantos segundos para las noticias de mediodía.

—¿Pueden ver el cuerpo desde allí? —pregunta Worden, volviéndose hacia el sargento del sector.

—No. Los tapa el camión.

Worden asiente.

—¿Estamos listos? —pregunta Brown.

—Venga —dice el que manda entre los ayudantes del forense, poniéndose los guantes—. Volvámosla lentamente y sin tirones.

Con cuidado, los dos ayudantes le dan la vuelta al cuerpo y ponen a la muerta de espaldas. El rostro resulta estar en carne viva y ensangrentado. Y, más sorprendente todavía, unas marcas de ruedas de coche cruzan la parte superior del torso y la cabeza en diagonal.

—Caramba —dice Dave Brown—. Un atropello.

—Bueno, ¿quién iba a imaginárselo? —dice Worden—. Supongo que esto cambia las cosas.

El inspector más veterano se acerca al Cavalier, coge una de las radios de mano y abre el canal que emite a toda la ciudad.

—Sesenta y cuatro cuarenta —dice Worden.

—Sesenta y cuatro cuarenta.

—Estoy en una escena de un homicidio en la calle Johnson y necesito que venga un supervisor de la sección de investigaciones de tráfico.

—Diez cuatro.

Medio minuto después, un sargento de la SIT está en la radio y le explica al operador que no hace falta que vaya a la calle Johnson porgue el incidente es un homicidio y no un accidente de tráfico. Worden escucha la conversación y se enfada cada vez más.

—Sesenta y cuatro cuarenta —dice Worden, interrumpiendo.

—Sesenta y cuatro cuarenta.

—Sé que es un homicidio. Necesito a alguien de la SIT aquí para que nos asesore.

—Diez cuatro —dice el hombre de tráfico, interviniendo de nuevo—. Estaré allí en unos minutos.

Increíble, piensa Worden, un ejemplo perfecto del gesto reflejo de ese-no-es-mi-trabajo. La sección de tráfico se encarga de los fallecido en accidentes de circulación, incluyendo los atropellos en los que el conductor se da a la fuga, así que les cuesta enviar a un hombre si con eso se van a tener que quedar con el caso. McCallister y Bowman se encontraron con algo parecido en marzo cuando llamaron a los de tráfico después de encontrarse con un cuerpo con un impacto en el hombro en la avenida Bayonne en el noroeste de la ciudad. Los inspectores empezaron a peinar la escena en busca de restos de cromo y de pintura mientras el hombre de tráfico buscaba casquillos de bala.

—¿Lo has oído? —pregunta Worden, casi divertido—. Ese tío no ha dicho que vendría hasta que me ha oído decir que era un homicidio.

Dave Brown no contesta, preocupado por el cambio de escenario. Una muerte por accidente de tráfico requiere una aproximación totalmente distinta, pero ninguno de los dos inspectores cree que se trate de un accidente. Por un lado, el cuerpo está en una parcela de grava vacía y fue atropellado a menos de tres metros de distancia de la pared de cemento del muelle de carga: es difícil imaginar que un coche se pusiera a circular a gran velocidad en un sitio tan pequeño. Más importante todavía es la sandalia que falta. Si la mujer asesinada era una peatón, si fue víctima de un atropello y posterior fuga del conductor, entonces ¿por qué no estaba la otra sandalia por allí cerca? No, razonan los inspectores, no era una peatón; llegó a la escena en el coche que la mató y lo más probable es que tuviera que bajarse del coche apresuradamente, dejando atrás una de sus sandalias.

Al examinar el cuerpo más de cerca, Worden ve que hay hematomas por la forma aproximada de dedos en ambos brazos. ¿La agarraron por ahí? ¿La atacó el asesino antes de llevarla al coche y acabar con ella? Y los pendientes, ¿se los arrancó el movimiento de la rueda sobre su cabeza o se los arrancaron en una pelea anterior al atropello?

Ya sin temor a que le carguen el caso, el sargento del SIT llega momentos después. Tras examinar las marcas de rueda en la mujer muerta, empieza a hablar sobre el diseño radial de los neumáticos y sobre las mil pequeñas diferencias que hay entre los diversos fabricantes. Antes de que el cerebro se le vuelva yogur, Dave Brown interrumpe el discurso.

—¿Qué cree que la atropello?

—Es difícil decirlo. Pero esos neumáticos son habituales en un coche deportivo. Un Datsun 280Z. O un Camaro. Algo así.

—¿Nada más grande?

—Quizá un poco más grande, pero tiene que estar en esa misma categoría de coches deportivos. Son neumáticos de alto rendimiento, como los que se ponen en un coche que rueda muy pegado al suelo.

—Gracias —dice Worden.

—De nada.

Dave Brown se acuclilla para examinar de cerca las huellas de la rueda.

—No hay duda de que es un asesinato, Donald —dice—. Estoy convencido de ello.

Worden asiente.

Pero los conductores que duermen en las cabinas de los camiones en el extremo opuesto de la parcela no oyeron nada, ni tampoco los empleados del ferrocarril de la oficina al otro lado de las vías recuerdan haber oído ningún ruido ni haber visto la luz de unos faros. Worden habla con el sargento del sector, que le dice que a eso de las cuatro de la mañana —poco más de dos horas antes de que se descubriera el cuerpo— se disparó la alarma de incendios del almacén. Los camiones de bomberos de los parques de bomberos de la avenida Fort y la calle Light fueron directamente a la parcela de grava, confirmaron que no había llamas ni humo y luego se marcharon, presumiblemente sin ver el cuerpo. O bien la mujer fue asesinada después de las cuatro de la mañana o la mitad del departamento de bomberos pasó con sus camiones por encima del cadáver. Y pensándolo bien, medita Worden, quizá lo hicieran.

El dato de la alarma de incendios hace que ambos inspectores comprendan que la mitad de su escena del crimen ya ha sido destruida. Si el arma que se ha utilizado ha sido un coche, las rodadas son muy importantes y, en una parcela de barro y grava, deberían ser fáciles de encontrar… siempre que, claro, todo un convoy de camiones de bomberos no circule por la escena del crimen, por no mencionar la media docena de coches patrulla presentes, todos los cuales se han detenido a sólo unos pasos del cadáver. Dave Brown podría pasarse un mes entero identificando rodadas para descartar las de todos los vehículos que han estado en la parcela. Con la esperanza de hallar una vía más sencilla, comprueba el cemento blanco del muelle de carga y el metal rayado de un contenedor de basura, en busca de golpes y rayadas nuevas.

Other books

To Die For by Joyce Maynard
Riley Bloom 1 - Radiance by Noël, Alyson
Accelerated Passion by Lily Harlem
Nagasaki by Éric Faye, Emily Boyce
Catalyst by Riley, Leighton
You Think That's Bad by Jim Shepard
These Demented Lands by Alan Warner
Sociopaths In Love by Andersen Prunty