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Authors: David Simon

Homicidio (95 page)

—Déjame que te pregunte una cosa, Milton —dice Waltemeyer—. ¿Ella y tú usáis el mismo equipo o tú te metes tu mierda con otra cosa?

Milton se levanta y se acerca al armario.

—No me lo enseñes, gilipollas —dice Waltemeyer—. Si me lo enseñas, te tendré que encerrar.

—Oh.

—Sólo contesta a la pregunta. ¿Usasteis la misma jeringa?

—No, yo tengo una propia.

—Muy bien. Ahora siéntate y explícame otra vez qué ha pasado.

Milton vuelve a contar su historia, sin esconder nada. Waltemeyer escucha de nuevo cómo la chica blanca llegó para meterse un chute y cómo eso era algo que solía hacer porque tenía un marido al que no le gustaba que se drogase.

—Como ya he dicho, me trajo esa caja de pasta porque había utilizado un poco de la mía la última vez que vino.

—¿Esta caja de macarrones de aquí?

—Sí. La trajo ella.

—¿Tenía su propia droga?

—Sí. Yo tengo la mía y ella traía la suya.

—¿Dónde estaba sentada cuando se chutó?

—En esta silla de aquí. Se chutó y se quedó dormida. La volví a mirar al cabo de un rato y no respiraba.

Waltemeyer asiente. El caso está más claro que el agua y aunque sólo sea por eso, se siente bien. Tras tres meses siguiendo la pista a Geraldine Parrish y a sus parientes desaparecidos, incluso una simple sobredosis es un alivio. Waltemeyer se había dicho a sí mismo que si no volvía a entrar en la rotación en este turno de noche, iba a volverse loco. Y McLarney estuvo de acuerdo.

—Tus hojas de ruta son cada vez más caóticas —le había dicho el inspector jefe hacía una semana—. Es como si estuvieras pidiendo socorro a gritos.

Y quizá era así. Waltemeyer había llevado el caso Parrish tan lejos como había podido, aunque tendría que trabajar más cuando empezaran los preparativos del juicio. Y aún así no había conseguido averiguar exactamente qué le había sucedido al último marido de Geraldine, el anciano reverendo Rayfield Gilliard, que había muerto tras unas pocas semanas de matrimonio. Un pariente les había dicho que la señorita Geraldine había molido dos docenas de pastillas de valium, había sazonado con ellas la ensalada de atún del reverendo y luego había contemplado tranquilamente como el anciano sucumbía a una embolia. La historia parecía creíble así que el doctor Smialek y Marc Cohén, el fiscal del estado adjunto encargado del caso, se mostraron a favor de pedir una orden de exhumación. Hubo días en que Waltemeyer llegó a pensar de verdad que aquel caso no terminaría nunca.

Todo lo cual hacía que aquella sobredosis resultase bastante agradable. Un cuerpo, un testigo, una página de un informe de veinticuatro horas sobre la mesa del teniente administrativo… el trabajo de un policía tal y como Waltemeyer lo recordaba. El técnico del laboratorio está trabajando duro y el forense viene de camino. Hasta el testigo quiere cooperar y, al parecer, no miente. Todo fluye con elegancia hacia la inevitable resolución hasta que aparece el primer agente que llegó a la escena y dice que el marido de la chica muerta está abajo.

—¿Le necesitamos para identificar el cuerpo? —pregunta el uniforme.

—Sí —dice Waltemeyer—, pero no si va a subir aquí y volverse loco. No quiero eso.

—Le advertiré.

El marido llega al pie de las escaleras con una expresión de increíble dolor. Es un hombre atractivo, de treinta y tantos, alto y con el pelo castaño claro.

—Si va a subir usted allí, tiene que mantener la calma —dice el agente.

—Lo comprendo.

Al oír pasos en las escaleras, Waltemeyer se vuelve hacia la joven y se da cuenta de que el tirante izquierdo del sujetador y parte de la copa están expuestos, con el suéter bajado por el brazo en busca de la marca de pinchazo. Inclinándose en el último momento sobre el cuerpo, levanta el suéter delicadamente hasta dejarlo sobre el hombro.

Para un inspector, es un gesto pequeño pero extraordinario; extraordinario porque la noción de intimidad pierde la mayor parte de su significado tras unos pocos meses trabajando en asesinatos. Después de todo, ¿qué hay menos íntimo que el hecho de que un extraño, casi un intruso, evalúe los últimos momentos en la tierra de otro ser humano? ¿Qué podría ser menos privado que un cuerpo descuartizado en una autopsia o un dormitorio vacío después de un registro o una nota de suicidio leída y fotocopiada y grapada a la primera página de una denuncia de la policía? Tras un año o dos en las trincheras, la intimidad es algo de lo que todo inspector aprende a burlarse. Más rápido que la compasión, la sinceridad o la empatia, es lo primero que se pierde cuando se trabaja en la policía.

Hace dos meses a Mark Tomlin le tocó la primera y única muerte autoerótica del año. Fue un ingeniero de treinta y muchos, atado en su cama y con ropa interior de cuero, que se ahogó con una bolsa de plástico que él mismo se había puesto en la cabeza. Había poleas y palancas que controlaban las cuerdas con las que la víctima estaba atada y, moviendo un brazo en cierta dirección, el hombre podría haberse liberado. Pero mucho antes de que pudiera hacerlo se desmayó por falta de oxígeno, consecuencia de la bolsa de plástico que se había colocado en la cabeza para producirse hipoxia, un estado alterado de conciencia producido por la privación de oxígeno en el que, supuestamente, la masturbación resulta mucho más placentera. Aquel dormitorio era un lugar muy extraño y Tomlin, por supuesto, no pudo evitar enseñar las polaroids que tomó a unos pocos miles de policías. Después de todo, el tío estaba muy gracioso descomponiéndose con su ropa interior de cuero, los brazos atados por encima de su cabeza, los pies unidos por unas esposas en los pulgares y con revistas de
bondage
esparcidas por el vestidor. Era todo tan raro que nadie lo hubiera creído sin las fotografías. En aquel caso no quedó mucho espacio ni para la privacidad ni para la dignidad.

Casi todos los inspectores se han encontrado con dos o tres escenas del crimen en las que algún pariente ha intentado, por razones de decoro más que de engaño, vestir a un muerto. Del mismo modo, casi todos los inspectores se han encargado de una docena de sobredosis en las que madres y padres se han sentido obligados a esconder la aguja y la cuchara antes de que llegara la ambulancia. Un suicidio hizo que un padre reescribiera dolorosísimamente la nota de la víctima para excluir una admisión especialmente vergonzosa. El mundo siempre insiste en valores y costumbres, aunque esas cosas a los muertos ya no les importan. El mundo siempre intenta aportar un poco de dignidad, un poco de decoro, pero los policías siguen llamando al furgón de la morgue; entre ambos, se abre un abismo que no puede salvarse.

En la oficina de homicidios de Baltimore la privacidad es una idea nacida muerta. La unidad, después de todo, es como una especie de vestidor, un purgatorio dominado por hombres en el que treinta y seis inspectores e inspectores jefes entran y salen de las vidas de los demás sin cesar, riéndose cuando el matrimonio de tal inspector se viene abajo o cuando aquel otro muestra signos inequívocos de ser un alcohólico.

Un inspector de homicidios no es ni más ni menos degenerado que cualquier otro varón norteamericano de mediana edad, pero puesto que pasa su vida entera fisgando en los secretos de otra gente, valora poco los suyos. Y en un mundo en el que el acto del asesinato premeditado se convierte en rutina, los pecados más sutiles palidecen en comparación. Cualquiera puede beber mucho y estrellar su coche en una carretera secundaria, pero un inspector de homicidios puede explicarle al resto de su brigada esa historia con un tono que transluce la misma cantidad de bravuconería que de vergüenza. Cualquiera puede ligar con una mujer en un bar del centro, pero un inspector de homicidios entretendrá luego a su compañero con un monólogo cómico en el que describirá con todo lujo de detalles lo que sucedió más tarde en el motel. Cualquiera puede mentirle a su esposa, pero un inspector de homicidios se sentará en medio de la sala del café gritando por teléfono que tiene que trabajar hasta tarde en un caso y que si no se lo cree se puede ir al infierno. Y entonces, después de convencerla, colgará el auricular y se irá directamente al colgador de los abrigos.

—Me voy al Market Bar —les dirá a los otros cinco inspectores que estarán, todos ellos, estarán conteniendo las carcajadas—. Pero si vuelve a llamar, decidle que estoy en la calle.

Un inspector sabe que ahí afuera hay otro mundo, otro universo en el que la discreción y la intimidad todavía significan algo. Sabe que, en algún lugar lejos de Baltimore, hay contribuyentes que confieren valor a la idea de una muerte digna y privada, de una buena vida que llegue a su tranquilo final extinguiéndose en algún lugar cómodo e íntimo con elegancia y en soledad. Han oído hablar mucho de ese tipo de muerte, pero rara vez la han contemplado. Para ellos, la muerte es violencia y errores de cálculo, sinsentidos y crueldad. ¿Y qué importa la intimidad en una carnicería así?, preguntará un inspector.

Hace varios meses, Danny Shea, del turno de Stanton, condujo hasta un alto edificio de apartamentos cerca del campus de la Hopkins respondiendo a una llamada por la muerte de una persona sola. Era una anciana profesora de música, que estaba en su sofá con el rigor mortis ya extendido, con la partitura de un concierto de Mozart todavía entre las manos. La radio FM sonaba suavemente en el salón, sintonizada en una emisora de música clásica del final del dial. Shea reconoció la pieza.

—¿Sabes qué es lo que suena? —le preguntó a un uniforme, un joven que escribía el informe sobre la mesa de la cocina.

—¿Qué es qué?

—Lo que suena en la radio.

—No.

—Es Ravel —dijo Shea—: «
Pavana para una infanta difunta
».

Fue una muerte bella y natural, sorprendente en su perfección. Shea se sintió de repente como un intruso en el apartamento de la anciana, un extraño en un acto genuinamente íntimo.

Una sensación similar embarga ahora a Donald Waltemeyer cuando ve a la drogadicta muerta y oye a su marido subiendo las escaleras. No hay nada bello ni emotivo en la muerte de Lisa Turner: Waltemeyer sabe que tenía veintiocho años, que había nacido en Carolina del Norte y que estaba casada. Y por razones que van más allá de lo que él puede comprender vino a este antro en un segundo piso para chutarse heroína hasta matarse. Fin de la historia.

Y, aún así, algo hace contacto durante un instante, algún viejo fusible del cerebro de Waltemeyer que hace tiempo dejó de funcionar de repente se sobrecarga. Quizá es porque la chica era joven, quizá porque está guapa con ese suéter azul claro. Quizá es porque hay que pagar un precio por toda esa intimidad, porque no se puede estar tanto tiempo tan cerca de todo aquello sin sufrir consecuencias.

Waltemeyer mira a la chica, escucha al marido subir con dificultad las escaleras y, de repente, casi sin pensar, sube el suéter caído que ha resbalado por el hombro de una mujer muerta.

Cuando el marido aparece en la puerta, Waltemeyer hace inmediatamente la pregunta:

—¿Es ella?

—Oh, Dios —dice el hombre—. Oh, Dios mío.

—Bueno, ya vale —dice Waltemeyer, haciendo un gesto al uniforme—. Gracias, caballero.

—¿Quién coño es él? —dice el marido, fulminando a Milton con la mirada—. ¿Qué coño está haciendo aquí?

—Sácalo de aquí —dice Waltemeyer, poniéndose delante para bloquear la visión del marido—. Llévatelo abajo.

—Sólo dígame quién es, maldita sea.

Los dos uniformes agarran al marido y empiezan a empujarlo fuera del apartamento. Tranquilo, le dicen. Tranquilo.

—Estoy bien. Estoy perfectamente —les dice en el pasillo—. Estoy bien.

Le guían hasta el otro extremo del recibidor y se quedan con él mientras se apoya en el pladur y recupera el aliento.

—Sólo quiero saber qué hacía aquel tipo allí con ella.

—Es su apartamento —le dice uno de los uniformes.

Es obvio el dolor del marido y el uniforme le da la información obvia:

—Sólo vino aquí a drogarse. No estaba tirándose al tipo ni nada de eso.

Otro pequeño acto de caridad, pero no es lo que busca el marido.

—Ya lo sé —dice el marido rápidamente—. Sólo quería saber si fue él quien le dio las drogas, sólo eso.

—No. Ella trajo sus propias las drogas.

El marido asiente.

—No conseguí que parara —le dice al policía—. Yo la quería, pero no conseguí que parara. No me escuchaba. Me dijo donde iba a ir porque sabía que yo era incapaz de detenerla…

—Ya… —dice el policía, incómodo.

—Era tan bonita.

El policía no dice nada.

—Yo la quería.

—Ajá —dice el policía.

Waltemeyer acaba de trabajar la escena y conduce de vuelta a la oficina en silencio, con todo el acontecimiento descrito en una página y media de su libreta. Se encuentra todos los semáforos de la calle St. Paul en verde.

—¿Qué te ha tocado? —pregunta McLarney.

—Poca cosa. Una sobredosis.

—¿Drogadicto?

—Una joven.

—¿Ah, sí?

—Guapa.

Muy guapa, piensa Waltemeyer. Se podía ver que, si se hubiera limpiado y arreglado, hubiera sido especial. Cabello largo y negro. Ojos grandes y verdes como los semáforos.

—¿De cuantos años?

—Veintiocho. Estaba casada. Al principio me pareció mucho más joven.

Waltemeyer se acerca a una máquina de escribir. En cinco minutos todo aquello será sólo otro informe de 24 horas. En cinco minutos le podrás preguntar sobre aquel suéter caído y no sabrá de qué le estás hablando. Pero ahora, ahora mismo, todavía es algo real.

—¿Sabes? —le dice a su sargento—. El otro día mi hijo vino a casa del colegio, se sentó conmigo en el salón y me dijo: «Eh, papá, en el colegio me han dado coca…»

McLarney asiente.

—Y yo pensé, oh, mierda, ya estamos. Y entonces sonríe y me dice: «Pero yo he pedido una Pepsi.»

McLarney se ríe suavemente.

—Hay noches en que sales y ves cosas que no te sientan bien —dice Waltemeyer de repente—. ¿Sabes lo que quiero decir? Cosas que no te sientan nada bien.

MARTES, 1 DE NOVIEMBRE

Roger Nolan coge el teléfono y empieza a remover el tarjetero de la oficina de administración en busca del número de casa de Joe Kopera. El mejor experto en balística del departamento tiene que trabajar esta noche.

Del pasillo llega el sonido de fuertes golpes en la puerta de la sala de interrogatorios grande.

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