Humo y espejos (33 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

Él levantó la vista.

—¿A qué te refieres?

—Parece como si estuvieras, no sé, en otro sitio —dijo ella—. Oh… eso me gusta. Me gusta mucho.

Estaban en la suite de un hotel. Era la suite de la mujer. Él sabía quién era, la había reconocido en el acto, pero le habían advertido que no la llamase por su nombre.

Él levantó la cabeza para mirarle a los ojos, bajó la mano hasta el pecho de ella. Ambos estaban desnudos de cintura para arriba. Ella llevaba una falda de seda; él llevaba tejanos azules.

—¿Y bien? —dijo ella.

Él posó la boca sobre la de la mujer. Sus labios se tocaron. La lengua de la mujer se movió trémula contra la suya. Ella suspiró, se echó atrás.

—Bueno, ¿qué pasa? ¿No te gusto?

Él sonrió, para tranquilizarla.

—¿Que si me gustas? Creo que eres maravillosa —dijo. La abrazó, fuerte. Luego, le cogió el pecho izquierdo con la mano ahuecada y, muy despacio, lo apretó. Ella cerró los ojos.

—Bueno, dime —susurró ella—, ¿qué pasa?

—Nada —dijo él—. Es maravilloso. Tú eres maravillosa. Eres muy hermosa.

—Mi ex marido solía decir que yo utilizaba mi belleza —le dijo ella. Le pasó el dorso de la mano por la parte de delante de los tejanos, arriba y abajo. Él empujó hacia ella, arqueando la espalda—. Supongo que tenía razón. —Ella sabía el nombre que él le había dado, pero, segura de que era falso, de conveniencia, no quería llamarle por ese nombre.

Él le tocó la mejilla. Entonces, volvió a llevar la boca al pezón. Esta vez, mientras lo lamía, bajó la mano entre sus piernas. Sintió la suavidad de la seda del vestido contra su mano, y ahuecó los dedos sobre el pubis y aumentó la presión lentamente.

—Bueno, algo pasa —dijo ella—. Algo te ronda por esa bonita cabeza. ¿Estás seguro de que no quieres hablar de ello?

—Es una tontería —dijo él—. Y no estoy aquí por mí. Estoy aquí por ti.

Ella le desabrochó los botones de los tejanos. Él se dio la vuelta y se los quitó, dejándolos caer en el suelo junto a la cama. Llevaba calzoncillos finos color escarlata y su pene erecto empujaba contra la tela.

Mientras se quitaba los tejanos, ella se quitó los pendientes; estaban hechos de alambres de plata que formaban un lazo elaborado. Los puso con cuidado junto a la cama.

De repente, él se rió.

—¿A qué viene eso? —preguntó ella.

—Sólo un recuerdo.
Strip poker
—dijo él—. Cuando era pequeño, no sé, tendría trece o catorce años, solíamos jugar con las niñas de la casa de al lado. Siempre se cargaban de fruslerías: collares, pendientes, pañuelos, cosas así. Así que cuando perdían, se quitaban un pendiente o lo que fuera. Diez minutos después, nosotros estábamos desnudos y avergonzados y ellas seguían completamente vestidas.

—¿Y por qué jugabais con ellas?

—Esperanza —dijo él. Le metió la mano bajo el vestido y empezó a masajearle la vulva por encima de las bragas blancas de algodón—. Esperanza de que quizá alcanzaríamos a ver algo. Cualquier cosa.

—¿Y lo conseguisteis?

Retiró la mano, se puso encima de ella. Se besaron. Se empujaban mientras se besaban, suavemente, entrepierna contra entrepierna. Ella le apretó las nalgas con las manos. Él negó con la cabeza.

—No, pero siempre se puede soñar.

—¿Y bien? ¿Cuál es la tontería? ¿Y por qué no había de entenderlo?

—Porque es una bobada. Porque… no sé lo que estás pensando.

Ella le bajó los calzoncillos. Le pasó el índice por el pene.

—Es muy grande. Natalie me dijo que lo sería.

—¿Ah, sí?

—No soy la primera persona que te dice que es grande.

—No.

Ella inclinó la cabeza, le besó el pene por la base, donde el nacimiento del vello dorado lo rozaba, luego dejó caer un poco de saliva encima y le pasó la lengua lentamente hacia arriba. Luego se echó hacia atrás y le miró a los ojos azules con los suyos marrones.

—¿No sabes en qué estoy pensando? ¿Y eso qué significa? ¿Es que sueles saber lo que piensa la otra gente?

Él negó con la cabeza.

—Bueno —dijo—. No exactamente.

—Sigue pensando —dijo ella—. Enseguida vuelvo.

Se levantó, entró en el cuarto de baño, cerró la puerta tras ella, pero no puso el pestillo. Se oyó el sonido de la orina contra la taza del váter. Pareció que duraba mucho tiempo. La oyó tirar de la cadena; luego, hubo ruido de movimiento en el cuarto de baño, un armario que se abría, que se cerraba; y más movimiento.

Ella abrió la puerta y salió. Ahora estaba completamente desnuda. Se la veía, por primera vez, un poco cohibida. Él estaba sentado en la cama, también desnudo. Tenía el pelo rubio y lo llevaba muy corto. Cuando ella se le acercó, él alargó las manos, la cogió por la cintura y la trajo hacia sí. La cara del hombre estaba a la altura del ombligo de la mujer. Se lo lamió, luego bajó la cabeza hasta su entrepierna, metió la lengua entre la vulva de labios largos, besó y lamió.

Ella empezó a respirar más rápido.

Mientras le lamía el clítoris, le metió un dedo en la vagina. Ya estaba mojada y el dedo entró fácilmente.

Le bajó la otra mano por la espalda hasta la curva del culo y la dejó allí.

—¿Y siempre sabes lo que la gente está pensando?

Él echó la cabeza hacia atrás, con los jugos de la mujer en la boca.

—Es un poco estúpido. La verdad es que no quiero hablar de ello. Pensarás que soy raro.

Ella extendió la mano, le levantó la barbilla, le besó. Le mordió el labio, no muy fuerte, tiró de él con los dientes.

—Eres raro, pero me gusta cuando hablas. Y quiero saber qué es lo que pasa, Señor Adivino de Pensamientos.

Se sentó junto a él, en la cama.

—Tienes unos pechos estupendos —le dijo él—. Son muy bonitos.

Ella puso morros.

—No están tan bien como antes. Y no cambies de tema.

—No estoy cambiando de tema —se recostó en la cama—. En realidad no puedo leer las mentes. Sólo en cierto modo. Cuando estoy en la cama con alguien, sé qué es lo que les mueve.

Ella se subió encima de él, se sentó en su estómago.

—Me tomas el pelo.

—No.

Le toqueteó el clítoris suavemente. Ella se retorció.

—Me gusta.

Retrocedió quince centímetros. Ahora estaba sentada sobre su pene, que quedó doblado entre los dos. Se puso encima del pene.

—Lo sé… Normalmente… ¿Sabes que me cuesta mucho concentrarme mientras haces eso?

—Habla —dijo ella—. Háblame.

—Métetelo dentro.

Ella bajó una mano, le cogió el pene. Se alzó un poco, se sentó en cuclillas sobre su pene, sintiendo la punta dentro de ella. Él arqueó la espalda, empujó hacia arriba, entrando en ella. Ella cerró los ojos, luego los abrió y le miró fijamente.

—¿Y bien?

—Es sólo que cuando estoy follando o incluso en los momentos antes de follar, bueno…

cosas. Cosas que sinceramente no sé ni puedo saber. Incluso cosas que no quiero saber. Abusos. Abortos. Locura. Incesto. Si son sádicas en secreto o si les están robando a sus jefes.

—¿Por ejemplo?

Él ya estaba completamente dentro de ella, entrando y saliendo. Ella le había puesto las manos en los hombros, se inclinó y le besó en los labios.

—Bueno, también funciona con el sexo. Por lo general sé cómo lo estoy haciendo. En la cama. Con las mujeres. Sé qué tengo que hacer. No tengo que preguntar. Lo sé. Si lo prefiere por encima o por debajo, un amo o un esclavo. Si necesita que le susurre «Te quiero» una y otra vez mientras me la follo y cuando estamos echados uno junto al otro, o si sólo desea que le mee en la boca. Me convierto en lo que ella quiere. Por eso… Cristo. No me puedo creer que te esté contando esto. En fin, por eso empecé a trabajar en esto.

—Sí. Natalie está entusiasmada contigo. Me dio tu número.

—Es una tía legal. Natalie. Y está genial para su edad.

—¿Y a Natalie qué le gusta hacer, entonces?

Él le sonrió.

—Secreto profesional —dijo—. He jurado guardar el secreto. Honor de boy scout.

—Espera —dijo ella. Se bajó de él y se volvió—. Por detrás. Me gusta por detrás.

—Tendría que haberlo sabido —dijo él, y casi sonaba molesto. Se levantó, se colocó detrás de ella, le pasó un dedo por la piel suave que le cubría la columna. Le metió la mano entre las piernas, entonces se agarró el pene y se lo metió en la vagina.

—Muy despacio —dijo ella.

Él empujó con las caderas, deslizando el pene dentro de ella. Ella dio un grito ahogado.

—¿Te gusta? —preguntó él.

—No —dijo ella—. Me ha dolido un poco cuando estaba del todo dentro. No lo metas tanto la próxima vez. Así que sabes cosas sobre las mujeres cuando te las tiras. ¿Qué sabes sobre mí?

—Nada en especial. Soy un gran admirador tuyo.

—Ahórrate eso.

Él tenía un brazo sobre los pechos de ella. Con la otra mano le tocó los labios. Ella le chupó el índice y se lo lamió.

—Bueno, no soy un admirador tan grande, pero te vi con Letterman y pensé que eras maravillosa. Muy divertida.

—Gracias.

—No puedo creer que estemos haciendo esto.

—¿Follar?

—No. Hablar mientras follamos.

—Me gusta hablar mientras folio. Ya basta de esta postura. Se me están cansando las rodillas.

Él sacó el pene y se sentó, recostándose en la cama.

—¿Así que sabías lo que estaban pensando las mujeres y lo que querían? Uhm. ¿También funciona con los hombres?

—No lo sé. Nunca he hecho el amor con un hombre.

Ella se lo quedó mirando. Le puso un dedo en la frente, lo bajó lentamente hasta la barbilla, dibujándole la línea del pómulo por el camino.

—Pero eres tan guapo.

—Gracias.

—Y eres un gigoló.

—Un acompañante —dijo él.

—Y presumido.

—Quizá. ¿Tú no?

Ella sonrió.


¡Touché!
Bueno. ¿Sabes lo que quiero ahora?

—No.

Ella se tumbó de lado.

—Ponte un condón y métemela por el culo.

—¿Tienes algún lubricante?

—En la mesita de noche.

Cogió el condón y el gel del cajón, y se puso el condón.

—Odio los condones —le dijo mientras se lo ponía—. Me pican. Además, tengo el visto bueno del médico. Ya te he enseñado el certificado.

—Me da igual.

—Sólo quería mencionarlo. Nada más.

Le aplicó el lubricante frotándole el ano por dentro y por el contorno y luego le metió la punta del pene. Ella gimió. Él se detuvo.

—¿Así… está bien?

—Sí.

Él se mecía para atrás y para adelante, penetrándola cada vez más. Ella resopló, rítmicamente, mientras él se mecía. Unos minutos después, ella dijo:

—Basta.

Él sacó el pene. Ella se puso boca arriba y le quitó el condón usado del pene, lo dejó caer en la alfombra.

—Ahora puedes correrte —le dijo ella.

—No estoy listo. Además, aún podríamos seguir varias horas.

—No me importa. Córrete en mi estómago —le sonrió—. Quiero que te corras. Ahora.

Él negó con la cabeza, pero su mano ya estaba tanteándose el pene, meneándolo hacia delante y hacia atrás hasta que eyaculó un reguero brillante por todo el estómago y los pechos de la mujer.

Ella bajó la mano y se frotó la piel perezosamente con el semen lechoso.

—Creo que deberías irte ahora —dijo.

—Pero tú no te has corrido. ¿No quieres que haga que te corras?

—Me has dado lo que quería.

Él negó con la cabeza, con turbación. Tenía el pene flácido y encogido.

—Debería haberlo sabido —dijo, desconcertado—. Pero no, no lo sé. No sé nada.

—Vístete —le dijo ella—. Vete.

Él se puso la ropa, eficientemente, empezando por los calcetines. Entonces se inclinó hacia ella, para besarla.

Ella apartó la cabeza de los labios de él.

—No —dijo.

—¿Te podré ver otra vez?

Ella negó con la cabeza.

—Creo que no.

Él estaba temblando.

—¿Qué hay del dinero? —preguntó.

—Ya te he pagado —dijo ella—. Te pagué cuando entraste. ¿No te acuerdas?

Él asintió, nervioso, como si no se acordara pero no se atreviera a admitirlo. Entonces se palpó los bolsillos hasta que encontró el sobre con el dinero dentro y volvió a asentir con la cabeza.

—Me siento tan vacío —dijo, lastimeramente.

Ella apenas se dio cuenta cuando él se marchó.

Se echó en la cama con una mano en el estómago, el fluido espermático secándose y enfriándose sobre la piel, y degustó al hombre en su mente.

Degustó a cada mujer con la que él se había acostado. Degustó lo que hacía con su amiga, sonriendo para sí misma por las perversidades diminutas de Natalie. Degustó el día en que él perdió su primer empleo. Degustó la mañana en que se había despertado, borracho todavía, en su coche, en medio de un trigal, y, aterrorizado, había jurado dejar la bebida para siempre. Sabía su verdadero nombre. Recordaba el nombre que había llevado tatuado en el brazo y supo por qué ya no podía seguir ahí. Degustó el color de sus ojos por dentro y se estremeció por la pesadilla que él tenía en la que le obligaban a llevar un pez con púas en la boca y de la que se despertaba, asfixiándose, noche tras noche. Saboreó su hambre tanto de comida como de ficción, y descubrió un cielo oscuro de cuando era pequeño y se había quedado mirando las estrellas y se asombró de su vastedad e inmensidad, que incluso él había olvidado.

Ella había descubierto que hasta en el material más insignificante, menos prometedor, se podían encontrar auténticos tesoros. Además, él tenía un poco del talento, aunque nunca lo había entendido ni utilizado para algo que no fuera el sexo. Ella se preguntó, mientras nadaba entre los recuerdos y sueños de aquel hombre, si él los echaría de menos, si algún día se daría cuenta de que habían desaparecido. Entonces, estremeciéndose, extática, se corrió, con fogonazos brillantes, lo que la reconfortó y la sacó de sí misma, haciéndola entrar en la perfección única de la pequeña muerte.

Se oyó un estrépito en el callejón de abajo. Alguien había tropezado con un cubo de basura.

Se sentó y se limpió la sustancia pegajosa de la piel. Entonces, sin ducharse, empezó a vestirse de nuevo, con parsimonia, empezando por las braguitas blancas de algodón y acabando con los elaborados pendientes de plata.

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