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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (23 page)

—No. Tuve suerte y encontré un yacimiento…

—No, señor Bauer, el yacimiento que encontró usted ya lo había encontrado otro antes. Recogió usted los beneficios y dejó, como recuerdo, un cadáver. Luego fue repitiendo esa operación que resultaba mucho más sencilla y cómoda que romperse la espalda buscando oro por sí solo. Entonces no se hacía llamar Bauer, sino Batman, y bajo ese nombre está reclamado por diversos
sheriffs
de California. En cambio, no aparece en ningún sitio Jacob Bauer como buscador de oro.

—Carece de pruebas para acusarme.


El Coyote
no necesita pruebas, señor Bauer. Pero si las necesitara podría mostrarle unos cuantos boletines en los que se ofrecen premios por su captura. Mejor dicho, por la captura de James Batman, cuyas señas personales son las de usted en todo, hasta en la cicatriz en forma de cruz que tiene en la palma de la mano derecha.

Jacob Bauer cerró los puños; pero no se movió.

—El
sheriff
Carr reunió unas cuantas pruebas más contra usted; pero fue tan torpe que se las dejó quitar por
El Coyote
, quien ahora las tiene y podrá utilizarlas contra usted. Son pruebas de sus crímenes en este valle.

—Carr es un canalla.

—Ya lo sé. Carr es la mano y usted era el cerebro. Él ejecutaba los proyectos de usted. Y porque deseaba cubrir bien sus movimientos, marchó usted a Washington a ver al señor Greene. Le expuso la situación del valle y solicitó que enviara a alguien. A alguien que viera y certificase que usted era inocente. Se envió al señor Echagüe, quien vio más de lo que a ustedes les convenía. Sobre todo advirtió una cosa, y era que Carr estaba enterado de su verdadera identidad. ¿Cómo pudo saber Esley Carr que César de Echagüe era cuñado de Edmonds Greene? Sólo a base de que usted se lo hubiera dicho. Y en tal caso, todo demostraba que ustedes trabajaban unidos.

—¿Cómo sabe eso?

—Porque lo sé todo. Su plan, señor Bauer, era echar tierra a los ojos de Echagüe; pero él ya venía algo prevenido y mencionó su intención de comprar tierras en el Valle de la Muerte. Eso significaba la introducción de un obstáculo destructor en el fino engranaje de su plan. Ese plan se basaba en ir eliminando ganaderos y dejar que otros se aprovecharan de las tierras que dejaban libres en el Valle de la Grana, mientras usted, como socio de la Asociación del Valle de la Muerte, iba reuniendo en un solo fondo suyo todas las tierras de Ryan y de los importantísimos yacimientos de bórax del Valle de la Muerte. ¿Quién iba a sospechar que usted perseguía, en realidad, unas tierras que, aparentemente, no tienen valor alguno? Hizo matar a Banning valiéndose de una trampa canallesca, de la cual formaba parte esencial la declaración de César de Echagüe. Luego, después de haberle fallado sus ataques contra Blythe y Beach, trató de asesinar a Manoel Beach haciendo poner en su cama una serpiente de cascabel. Fui informado e impedí el crimen. Como he venido a impedir que bajo una supuesta apariencia de legalidad, sean asesinados sus compañeros.

—¿Piensa matarme?

—No; pero usted, señor Bauer, ha sembrado mucha cizaña, y ahora la cizaña le mata el trigo. Usted merece la muerte y no me importaría matarle en este mismo sitio; pero existe una persona inocente que pagaría sus culpas sin merecerlo. Me refiero a su hijo. ¿Quiere que le digamos la verdad acerca de su padre?

—¡Philip!

Jacob Bauer palideció mortalmente.

—Por él quise ser rico… Para que no le faltase nada.

—No justifica usted su comportamiento, señor Bauer. Pero lo hecho ya no tiene remedio y, además, está en juego otra felicidad. La de Lucy Banning. Ella y su hijo se aman… Cuando se sepa la verdad acerca de usted, los dos serán desgraciados porque la vergüenza impedirá a su hijo a volver a acercarse a la mujer a quien ama. Y entonces, mientras viva, le maldecirá a usted.

—¡No!

—Sí, Bauer. Su hijo le maldecirá porque, por su culpa, no podrá ser feliz. Es lo que ocurre cuando un padre quiere hallar medios demasiado sencillos para ofrecer la felicidad a sus hijos. Ellos no entienden de esas cosas y no hay nadie más severo para juzgar los defectos de un padre que su propio hijo. Yo podría perdonar y excusar; pero su hijo, cuando sepa la verdad, no le perdonará; porque él tiene fe en usted, le cree honrado, considera que no ha habido jamás un padre más bueno y más honrado que usted, y cuando se dé cuenta de la verdad, se sentirá engañado. Y engañado por el hombre en quien depositó toda su confianza.

—¿Cuánto quiere por su silencio?

—Mi silencio significaría que todos los crímenes de que es usted culpable quedarían impunes. ¿Quién devolverá la vida a César de Echagüe, asesinado con el exclusivo objeto de ofrecer una prueba contra sus propios amigos?… ¿Quién resucitará a Banning? ¿Quién devolverá la vida a los hombres que fueron asesinados para robarles sus tierras? No, no hay precio para mi silencio. A no ser…

—¿Qué? —le preguntó anhelante Bauer.

—A no ser que me entregara las pruebas que usted posee contra Carr. Si me entrega esas pruebas callaré en lo que hace referencia a su pasado. Nadie sabrá jamás quién ha sido usted.

—¿De veras?

—De veras.

—Le traeré las pruebas…

—Sí, pero antes de ir a buscarlas, dígame dónde están. Podría ocurrirle algo y quiero estar prevenido para que Carr no escape a su castigo.

—Están en mi despacho, detrás de un cuadro que representa una playa y unas barcas.

—Bien. Vaya a buscarlas. No, no se lleve el revólver. Déjelo como prenda.

Jacob Bauer se puso en pie y dirigióse hacia la puerta. Antes de que llegara a ella, Calex Ripley la abrió desde fuera y le dejó salir, luego el centinela entró en la biblioteca.

—¿Le deja marchar, jefe? —preguntó al
Coyote
.

—Sí. ¿Estás seguro de la orden que dio Carr?

—Sí. Nos dijo que disparásemos sobre Bauer si trataba de salir de la casa.

—Entonces… su suerte está echada.

—Pero usted sabía… y le ha dejado marchar.

El Coyote
no replicó. Parecía abstraído en sus meditaciones. De pronto, al oír el galope de un caballo, levantó la cabeza y escuchó con nerviosa atención. De súbito, un disparo resonó en la noche, seguido por una descarga cerrada. Luego, varios disparos más de revólver y, por fin, un ominoso silencio.

—Dicté sentencia… y se ha cumplido —murmuró
El Coyote
—. Él creía, acaso, ir hacia la vida. Creo que así es mejor.

—¿Cómo pudo dejar que marchara a la muerte?

—Debiste ver con qué indiferencia permitió que se asesinara a Banning; pero tú estabas allí y lo sabes mejor que yo. Ahora tenemos que dictar sentencia contra Esley Carr. Dictarla y ejecutarla.

—¿Cómo saldrá del rancho? Está vigilado…

—Este rancho tiene más entradas y salidas secretas que todas las que están visibles. Ni el propio Bolders las conoce. Vamos.

El Coyote
apretó un resorte oculto y un trozo rectangular de pared giró suavemente sobre unos invisibles goznes, dejando al descubierto el principio de una escalera que se perdía en las profundidades de la casa.

Capítulo X: Ésta es mi última lucha

Esley Carr rebuscaba afanosamente por el despacho de Bauer. Necesitaba hallar las pruebas que el estanciero había reunido contra él, y con las cuales le tenía en sus manos, en tanto que él, perdidos los documentos que le arrebató El Coyote, no tenía defensa contra su jefe.

Llevaba dos horas y media buscando y ya desesperaba de encontrar lo que tanto necesitaba cuando, de pronto, su mirada se posó en un cuadro cuya descolorida tela representaba una playa. Al apartar la vista de él, diciéndose que jamás se le ocurriría buscar allí, cuando este mismo pensamiento le dio la idea de que por el hecho preciso de que nadie creería que allí se guardaran unos documentos importantes era muy posible que el cuadro fuera el escondite elegido.

Dirigióse a él y disponíase ya a descolgar el cuadro, cuando una voz que nunca olvidaría, a pesar de haberla oído sólo una vez, le dijo:

—No le aconsejo que toque ese cuadro,
sheriff
.

Esley Carr no se volvió. No necesitó volverse para saber que detrás de él estaba
El Coyote
. Permaneció con las manos tendidas hacia el cuadro, e inmóvil, como convertido en piedra.

—Vuélvase, Carr —exclamó, viendo ante él a Echagüe.

—¿Cómo…? ¿Entonces…?

—Sí, entonces Bolders, Blythe, Baker y Beach me vieron de verdad. Fui a prevenirles de lo que les iba a ocurrir… No, Carr, no trate de empuñar su revólver. Caería muerto antes de poder desenfundarlo. Además de César de Echagüe soy
El Coyote
y si hace usted memoria recordará a un viejo minero que fumaba una pipa de mazorca. Sí, fue el día del incendio. Necesitaba estar cerca de usted, y adopté un disfraz tan bueno que le engañó perfectamente.

—Pero… usted ha muerto…

—No, no soy un fantasma. No morí. Su hombre de confianza era más hombre de confianza del
Coyote
y no disparó sobre mí. Al contrarío, nos pusimos de acuerdo para fingir mi muerte. Y la fingimos tan bien que ahora hay cuatro hombres prácticamente condenados por haberme asesinado.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Esley Carr.

—¿Qué se merece usted?

Carr permaneció callado y César, siguió:

—Bauer ha muerto. Venía hacia aquí para entregarme unos documentos acerca de usted; pero sus hombres dispararon cumpliendo órdenes de usted y le mataron. De asesinos se valió Bauer para llegar a rico y asesinos le han matado. Es la vieja ley del talión. Mató a hierro y a hierro ha muerto. Usted… Usted sabe quién es
El Coyote
y, por eso sólo, aunque no hubiera nada peor, tendría que morir.

—¿Me asesinará?

—¿Le asusta la idea de morir asesinado? Es curioso que siempre sean los asesinos los que mueren con más cobardía. Cuando hizo ahorcar a Banning y a aquellos cuatro mejicanos, usted reía alegremente, como viendo un espectáculo. Lástima que ellos no puedan verle ahora.

—¿Me asesinará? —repitió, incrédulamente, Carr.

—No, no le asesinaré. Lleva usted un revólver y le concedo la oportunidad de empuñarlo. Yo no dispararé hasta que su revólver esté fuera de la funda. Es más de lo que usted ha ofrecido a los que han caído en sus manos.

—No me defenderé.

—Como quiera. También yo tengo servidores que le ahorcarán con mucho gusto.

—Podríamos llegar a un acuerdo…


El Coyote
no acepta condiciones de ningún criminal. Veo en su pecho una estrella de
sheriff
. Es la más indignamente llevada que he conocido. Procuraré metérsela dentro del corazón para que así, cuando le recojan, no vean que
El Coyote
ha tenido que matar a un representante de la ley.

En este momento César de Echagüe volvió la cabeza a un lado, como atraído por un ruido.

Esley Carr no vaciló en aprovechar aquella oportunidad. Su mano derecha saltó hacia la culata del revólver y lo empuñó frenéticamente; pero en el momento en que levantaba el percusor, el revólver de César de Echagüe disparó una vez. En seguida disparó tres veces más y, antes de que el
sheriff
del Valle de la Grana cayera sin vida a sus pies, las cuatro balas habían destrozado la estrella de plata, distintivo del cargo que tan canallescamente desempeñó en vida Esley Carr.

César de Echagüe contempló un momento el cadáver; luego, de encima de la mesa de trabajo de Bauer tomó una hoja de papel y escribió:

MI SENTENCIA FUE DE MUERTE. ADJUNTO LAS PRUEBAS.

Luego sacó de detrás del cuadro los documentos que probaban los delitos que sobre su conciencia tenía Esley Carr, y los dejó, junto con la nota, prendidos con un alfiler, en el cadáver del
sheriff
.

Por fin, apagando la luz, César de Echagüe regresó hacia el rancho de Bolders, e introduciéndose por entre unos matorrales, entró en una estrecha cueva que, poco a poco, se fue ensanchando hasta convertirse en un pasadizo que le llevó a una cámara subterránea de la cual partían varias escaleras ascendentes. El joven subió por una de ellas y, a los pocos momentos, los asombrados ganaderos que llenos de tristes pensamientos aguardaban en el salón del rancho el nacimiento del nuevo día, vieron, por segunda vez, aparecer a César de Echagüe, que penetró por una puerta secreta que se abría en el fondo de la gran chimenea.

—Esta vez no quiero hacer el fantasma —sonrió el joven—. Al contrario, vengo a ayudarles a escapar. Síganme.

Como nada podía ser peor que lo pronosticado para el día siguiente, los cuatro hombres siguieron a César, que los guió hasta fuera del rancho.

—Es la primera noticia que tengo de la existencia de este pasadizo —declaró, asombrado, Bolders.

—Fue construido por los españoles —explicó César—. Y en unos tiempos en que convenía tener salidas secretas por si acaso los indios sitiaban el rancho. Cierta persona me indicó el camino. Por eso me aparecí ante ustedes, utilizando el camino que conducía a la puerta secreta de la chimenea.

—¿Pero no estaba usted muerto? —preguntó Beach, mientras se dirigían hacia Grana, dejando el rancho inútilmente vigilado por los hombres de Carr.

—No. Esley Carr dio orden de matarme; pero un amigo me ayudó y me hizo ver la conveniencia de permanecer oculto y dejar creer en mi muerte.

—Carr nos la cargó a nosotros —dijo Baker—. Quería acabar con todos.

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