Read Imago Online

Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

Imago (24 page)

—No lo sé —le dije. Me tendí junto a mi compañero de camada, y vi que me estaba mirando. Tampoco sus ojos reconstruidos eran lo que deberían de ser: eran demasiado pequeños y sobresalían demasiado, pero podía ver con ellos. Estaba mirando mis brazos sensoriales.

Los enrosqué, ambos, alrededor de él, y también le abracé con mis brazos de fuerza.

Estaba profunda y dolorosamente atemorizado, desesperadamente solitario, y hambriento de un contacto que no podía tener.

—Échate detrás mío, Tomás —dije, y vi con mis tentáculos sensoriales cómo dudaba, cómo se agitaba su garganta mientras tragaba saliva. Y, sin embargo, se tendió tras de mí, se acercó, y me dejó compartirlo con Aaor, del mismo modo como ya lo había compartido con Jesusa.

A pesar de mis esfuerzos, no hubo placer en este ejercicio. Tal y como había dicho Nikanj, algo había fallado, gravemente, en el cuerpo de Aaor. No dejaba de escapárseme simplificando su cuerpo. No tenía control de sí mismo…, pero, como una roca que rueda ladera abajo, tenía inercia: su cuerpo «quería» ser cada vez menos complejo. Si se hubiera quedado algún tiempo más en el agua, sin ayuda, hubiera empezado a disgregarse por completo…, en células individuales, cada una de ellas con su propia simiente de vida, su propia organela. Éstas podrían haber vivido por un tiempo como organismos unicelulares, o haber invadido de inmediato los cuerpos de seres más grandes; pero Aaor, como individuo, habría desaparecido. Así pues, de algún modo, el cuerpo de Aaor estaba intentando suicidarse. Nunca había oído de ningún portador del organismo oankali que hubiese hecho tal cosa; nosotros atesorábamos la vida. En mis peores momentos, antes de que hallase a Tomás y Jesusa, ni se me había ocurrido esa idea de disolución. No dudaba que, finalmente, podría haberme sucedido…, no como algo deseable, pero sí como algo inevitable. No en vano llamábamos hambre a esta necesidad de contacto con otros, a nuestra necesidad de cónyuges. El término no había sido elegido de un modo frívolo: uno que pasaba hambre podía llegar a morir de ello.

La gente que me había querido ver a buen recaudo, encerrado en Chkahichdahk, había temido no sólo lo que mi inestabilidad podía obligarme a hacer, sino también aquello a lo que mi hambre podía conducirme a hacer. La disolución había sido una posibilidad no mencionada. Y una disolución en el río hubiera afectado indefectiblemente, hubiera infectado, a plantas y animales. Y esos animales infectados hubieran visto atraídos hacia zonas como la ocupada por Lo, donde crecían organismos-nave. Además, las células viviendo libremente se verían atraídas hacia un tal lugar. Aunque sólo unas pocas células acabarían causando problemas…, por ejemplo, provocando enfermedades o mutaciones en las plantas.

Aaor quería seguir viviendo como Aaor. Trató de ayudarme a devolverle a una metamorfosis normal, pero todo eso sin decir palabra. Yo no le alenté en sus esfuerzos: ni siquiera tenía aún el suficiente control para ayudar a su propia restauración.

Tomás deseaba, desesperadamente, apartarse de mí y de Aaor. Lo puse a dormir y lo mantuve conmigo. Su presencia ayudaría a Aaor, estuviera consciente o no.

Durante día y medio los tres yacimos juntos, obligando al cuerpo de Aaor a hacer lo que no quería. Al fin, cuando Tomás y yo nos levantamos, para bañarnos y comer, Aaor casi parecía tal cual era antes de marcharse de casa: suave piel marrón, un brote de brazo sensorial en cada axila, una mata de cabello negro en la cabeza, dedos sin palmear, capacidad de hablar…

—¿Qué es lo que voy a hacer? —nos preguntó, justo antes de que lo dejásemos con Nikanj.

—Cuidaremos de ti —le prometí.

Sin decirnos palabra el uno al otro, Tomás y yo fuimos al río y nos frotamos vigorosamente.

—No deseo volver a tener que hacer esto —me dijo mientras emergíamos del agua.

No respondí. Al día siguiente, cuando el cuerpo de Aaor comenzó a cambiar hacia una forma errada, Tomás y yo lo volvimos a hacer. Él no lo deseaba, pero miró a Aaor y luego me miró a mí y, a desgana, se echó a mi lado.

La siguiente vez que sucedió, llamé a Jesusa. Después, en el río, ella comentó:

—¡Me siento como si un montón de babosas hubieran reptado por encima de todo mi cuerpo!

El cuerpo de Aaor no aprendió estabilidad. Una y otra vez había que ser traído de vuelta de su deriva hacia la disolución. Trabajando con Tomás o Jesusa, yo siempre conseguía traerlo de vuelta, pero no podía retenerlo. Nuestro trabajo jamás se acababa.

—¿Por qué siempre parece algo tan repugnante? —me preguntó Jesusa tras una larga sesión. Nos habíamos lavado y ahora estábamos los tres compartiendo una comida…, algo que no podíamos hacer demasiado a menudo.

—Por dos razones —le expliqué—. En primer lugar, Aaor no es yo. La gente atriada no quiere ese tipo de contacto con ooloi que no sean su cónyuge. Las razones son bioquímicas.

Me detuve.

—Para vosotros, Aaor huele de un modo incorrecto, sabe raro. Me gustaría poder enmascarar todo eso para que no os molestara, pero no puedo.

—Nunca lo tocamos y, sin embargo, yo lo siento —afirmó Jesusa.

—Porque él necesita sentiros a vosotros. Os hago dormir porque él no debe notar vuestra repulsión. No podéis dejar de sentir repulsión, pero Ahajas no debe de compartirla.

—¿Y cuál es la segunda razón? —me preguntó Tomás.

Me abracé a mí mismo con mis brazos de fuerza.

—Aaor está enfermo. No debería de seguir deslizándose del modo en que lo hace. Debería estabilizarse, como yo me estabilizaba cuando me ayudaban a ello mis compañeros de camada. Pero no puede. —Miré su rostro, que era más delgado de lo que debería ser…, pese a que comía abundantemente; los efectos de las sesiones con Aaor estaban empezando a dejarse sentir. Y Jesusa parecía mayor de lo que era: las líneas verticales entre sus ojos se habían hecho más profundas y permanentes. Cuando todo hubiese acabado, las borraría.

Ella y Tomás se miraron el uno al otro, desabridamente.

—¿Qué sucede? —les pregunté.

Jesusa se agitó, incómoda.

—¿Y qué le pasará a Aaor? —me preguntó—. ¿Cuánto tiempo tendremos que seguir ayudándole? —Se recostó contra la pared de la cabaña—. No sé cuánto tiempo podré seguir resistiéndolo —concluyó.

—Si podemos hacerlo pasar por su metamorfosis quizá se estabilice, porque su cuerpo ya será maduro.

—¿Crees que tú lo hubieras hecho sin nosotros? —me preguntó Jesusa.

No le contesté. Al cabo de un momento, no fue necesaria una respuesta.

—¿Qué es lo que le sucederá? —insistió.

—Probablemente lo exiliarán a la nave. Lo llevaremos de vuelta a Lo, y será mandado a Chkahichdahk. Allá quizás encuentre compañeros oankali o construidos que le ayuden a estabilizarse. O tal vez finalmente se le permita… disolverse. Ahora su vida es terrible y, si no tiene nada mejor en lo que confiar…

Se volvieron simultáneamente y se miraron de nuevo el uno al otro. Después de todo, eran compañeros de camada emparejados, aunque ellos no pensasen en sí mismos en esos términos. Eran como Aaor y yo. Y, entre ellos, una mirada decía mucho. Esa misma mirada me excluía.

Jesusa tomó uno de mis brazos sensoriales entre sus manos y animó a la mano sensorial a que saliese. Parecía hacer esto de un modo natural, del mismo modo que mis padres, machos y hembras, hacían con Nikanj. Ahora que me habían crecido los brazos sensoriales, apenas nunca tocaba mis manos de fuerza.

—Nikanj nos habló de Aaor —me dijo con suavidad.

Enfoqué estrechamente en ella.

—¿Nikanj?

—Nos dijo lo mismo que tú acabas de decirnos. Nos dijo que, probablemente, Aaor se disolvería. Moriría.

—No es exactamente morir…

—¡Sí! Morir, sí. Ya no será Aaor, y no importará cuántas de sus células sigan vivas. ¡Aaor habrá desaparecido!

Me sentí sobresaltado por su repentina vehemencia. Resistí el impulso de calmarla por métodos químicos, porque estaba claro que no deseaba ser calmada.

—Sabemos más sobre la muerte que tú —me dijo amargamente—. Y, te lo aseguro, reconozco a la muerte cuando la veo.

Coloqué mi brazo de fuerza sobre sus hombros, pero no se me ocurrió nada que decir.

Finalmente, Tomás dijo:

—En nuestro pueblo hacían que Jesusa ayudase con los enfermos y los moribundos. Era algo que odiaba hacer, pero la gente confiaba en ella. Sabían que haría lo que fuese necesario, sin importarle cómo se sintiese. Igual que ocurre contigo, supongo. —Suspiró—. Debo de tener algo que no me funciona bien…, ¡mira que enamorarme sólo de gente seria y totalmente dedicada al cumplimiento de su deber!

Sonreí, y tendí hacia él mi brazo sensorial libre.

Vino a sentarse con nosotros y aceptó el brazo. Ahora no había intensidad, sólo la satisfacción de estar juntos. De esto habíamos tenido poco últimamente.

—Si Aaor tuviera la posibilidad de atriarse con una pareja de humanos, ¿sobreviviría?

Se sentía asustada, y las nauseas le atenazaban el estómago. Habló como si le hubieran sacado las palabras a palos. Tanto Tomás como yo nos la quedamos mirando.

—¿Y bien, Khodahs? ¿Lo lograría?

—Sí —le contesté—, casi con toda seguridad.

Ella asintió con la cabeza.

—Estaba pensando que, si pudieran arreglarnos las caras para que tuviesen el aspecto de antes, podríamos volvernos a casa. Se me ocurre alguna gente que podría estar dispuesta a unirse a nosotros si supiese lo que hemos hallado…, de lo que nos hemos enterado.

—¡Nos encerrarían y nos pondrían a criar! —protestó Tomás.

—No creo que nos fueran a ver ni los ancianos ni ningún padre. Tú siempre fuiste muy bueno en entrar y salir sin que te vieran, cuando pensabas que iban a ponerte a trabajar.

—Eso eran trucos infantiles. Esto es serio. —Hizo una pausa—. Y, con un nombre como el tuyo, éste es un juego al que no deberías de jugar, hermanita.

Ella apartó la mirada de él, descansó su cabeza sobre mi hombro.

—No quiero hacerlo —dijo—. Pero, ¿por qué tiene que morir Aaor?

—Sabemos que nuestra gente será capturada y trasladada, o absorbida o esterilizada. Es ya demasiado tarde para evitar eso. Pero, ¿cómo podemos estar viendo sufrir a Aaor y, sabiendo que probablemente morirá, no hacer nada? Es cierto que nuestra gente no pensará demasiado bien de nosotros cuando sepan que nos hemos unido a los oankali, pero…, eso es algo que acabarán por descubrir, hagamos lo que hagamos.

—Nos matarán, si les es posible —afirmó Tomás. Jesusa negó con la cabeza.

—No, si tenemos el mismo aspecto que antes teníamos. Khodahs nos lo tendrá que volver a cambiar, pero del todo. Incluso tú deberás tener otra vez el cuello rígido. Eso nos dará una oportunidad de volver a salir de allí otra vez, más tarde o más temprano, si nos apresan. —Pensó por un instante—. Aún no pueden saber lo que hemos hecho, ¿verdad, Khodahs?

—Aún no —admití—. Nikanj ha evitado mandar la información a la nave o a ninguna de las poblaciones.

—Porque esperaba que hiciésemos, justamente, lo que estamos haciendo.

Asentí con la cabeza.

—No se atrevía a pedíroslo a ninguno de los dos. Sólo podía esperar que lo decidieseis por vosotros mismos.

—¿Y tú?

—Yo tampoco podía pedíroslo. Ya os habíais negado a hacerlo. Y comprendíamos vuestra negativa.

Ella no dijo nada durante un tiempo. Permaneció sentada, totalmente quieta, mirando al suelo. La adrenalina fluía por su sistema; empezó a estremecerse.

—¿Jesusa? —dije.

—No sé si podré hacerlo —me dijo—. Crees que lo entiendes, pero no es así. No puedes entenderlo.

La abracé y la toqué hasta que dejó de temblar. Tomás le acarició el cabello, tendiendo el brazo por encima de mí para hacerlo, y yo sentí el impulso de agarrarle la mano e impedírselo. Los machos y las hembras oankali no tenían necesidad de hacer aquello. Pero yo tenía que aprender a soportarlo en mis cónyuges humanos.

—¿Debemos hacerlo? —le preguntó repentinamente la hermana al hermano.

Él se apartó de ella, miró de uno de nosotros al otro, y luego también apartó la vista.

Ella me miró a mí.

—¿Debemos hacerlo? —me preguntó.

Abrí la boca para decir que sí, que naturalmente que debían. Pero la cerré sin decir palabra.

—No quiero que te autodestruyas —le dije al cabo de un rato—. No quiero cambiar la vida de mi compañero de camada por la tuya.

Yo sentía lo que ella sentía. Ella no podía darme ilusiones multisensoriales, los humanos no tenían aquel tipo de control, pero yo podía notar lo muy tensa que se mantenía, cómo le dolía el estómago, cómo le hacían daño los músculos. Y tenía que impedirme a mí mismo no correr a darle alivio: ahora no lo necesitaba, ni quería aquello de mí. Tanto mi madre como Nikanj me habían advertido de que no todo dolor tenía que ser curado de inmediato. Su lenguaje corporal me advertiría de cuando ella deseara alivio.

—No moriré —susurró—. No soy tan frágil. O, quizá…, no sea tan afortunada. Si puedo salvar a tu compañero de camada, lo haré. Pero creo que me resultaría más fácil romperme yo misma varios huesos.

Ahora, tanto ella como yo miramos a Tomás.

Él agitó la cabeza.

—Odio aquel lugar —dijo con voz suave—. Está lleno de dolor y enfermedad, sentido del deber y falsas esperanzas. Yo esperaba morirme antes que tenerlo que volver a ver. Ambos lo sabéis.

Asentí. Jesusa no hizo el menor movimiento. Lo contempló.

—Y, sin embargo, amo a esa gente —dijo—. No quiero hacerles esto. ¿No hay otra manera?

—Ninguna que se nos haya ocurrido a nadie —le contesté—. Si podéis hacerlo, salvaréis a Aaor. Si no podéis, lo llevaremos a la nave…, y esperaremos que las cosas funcionen bien.

—Ya hemos traicionado a nuestra gente —dijo Jesusa suavemente—. Eso lo hicimos contigo, Khodahs. Y lo único que estamos haciendo ahora es discutir sobre si ir a sacar a un par de los nuestros de allí antes de tiempo, o dejar que se queden hasta que lleguen los oankali.

—¿Eso es todo? —preguntó Tomás con amarga ironía.

—¿Vendrás conmigo? —le preguntó ella.

Él suspiró.

—¿No te prometí que te volvería a llevar allí? —Se pasó una mano por su propio cabello. Y, al cabo de un instante, se alzó y salió fuera.

4

Hubo complicaciones.

No podíamos partir hasta que terminase la metamorfosis de Aaor. Jesusa y Tomás pensaron que yo les devolvería sus deformaciones y que partirían, solos, hacia las montañas. Pero, aunque hubiesen estado dispuestos a intentarlo, no les hubiera resultado posible: ahora ya no podían dejarme.

Other books

SexedUp by Sally Painter
Look After You by Matthews, Elena
Lost Republic by Paul B. Thompson
Kidnap by Tommy Donbavand
La borra del café by Mario Benedetti