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Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

Imago (27 page)

Los humanos habían construido su poblado muy por encima del río, extendiéndolo a lo largo de una repisa plana que se abría entre dos montañas. No podíamos verlo desde donde nos hallábamos, pero podíamos divisar signos del mismo: muchas más terrazas en lo alto. A esas terrazas no se podía llegar desde donde estábamos, pero probablemente habría un camino hacia ellas desde más arriba. Lo único que podíamos ver entre el suelo del cañón y las terrazas era una gran extensión de roca vertical, buena parte de ella cubierta con vegetación. No era un sitio por el que me hubiese gustado tener que escalar.

El olor de los humanos era ahora muy fuerte. Aaor, posiblemente atrapado por el mismo, tropezó y, mientras recuperaba el equilibrio perdido, pisó una rama seca. El seco crujir de la madera al partirse resultó estrepitoso en la callada noche. Todos nos quedamos helados. Los que nos venían siguiendo los pasos no lo hicieron…, o no lo hicieron con la suficiente premura.

—¡Humanos tras nosotros! —susurré.

—¿Vienen aquí? —inquirió Tomás.

—Sí. Varios de ellos.

—La guardia —dijo Tomás—. Irán armados con rifles.

—¡Vosotros dos, marchaos! —nos ordenó Jesusa—. Tenemos mejores posibilidades si no os encuentran. Esperadnos en la caverna por la que pasamos hace dos días. ¡Fuera!

La guardia había querido acorralarnos contra sus montañas. En realidad, ya estábamos atrapados. Si corríamos al río, tendríamos que ir o por entre ellos o alrededor de ellos, y probablemente nos dispararían. No había lugar alguno por el que ir, excepto pared vertical arriba. O aplastarnos contra el suelo, como si fuéramos insectos, para ocultarnos entre la espesa vegetación. No podíamos escapar, pero sí podíamos escondernos. Y si la guardia hallaba a Jesusa y Tomás, podría ser que no nos buscase a nosotros.

Tiré de Aaor hacia abajo, derribándolo al suelo conmigo, temiendo por él más de lo que temía por ninguno de los demás. Probablemente tenía razón al sospechar que no sobreviviría a que le pegasen un tiro.

En la oscuridad, los humanos pasaron a ambos lados de donde estábamos ocultos. Conocían el terreno, pero no podían ver muy bien en la noche. Y Tomás y Jesusa los atrajeron a una corta distancia de donde nos encontrábamos. Lo hicieron, simplemente, siguiendo su caminar ladera abajo hacia el río, hasta que se metieron entre los brazos de sus aprehensores.

Entonces se oyeron gritos: Jesusa gritando su nombre, Tomás exigiéndoles que lo soltasen, que soltasen a Jesusa, y los guardias gritando que habían atrapado a los intrusos.

—¿Dónde están los demás? —dijo una voz masculina—. Erais más de dos.

—Prende una luz, Luis —dijo Jesusa con deliberado fastidio—. Míranos bien, y luego dime cuándo ha habido más de una Jesusa y más de un Tomás.

Hubo silencio por un tiempo. Jesusa y Tomás fueron llevados algo más lejos…, quizás a un lugar en el que la luz de la Luna mostrase bien sus rostros. Sus tumores tenían exactamente el mismo aspecto que habían tenido cuando me los había encontrado, así que no me preocupaba el que no los fueran a reconocer. Pero, aun así, ellos mismos habían dicho que serían separados, aprisionados, interrogados.

¿Cuánto tiempo estarían presos? Si eran separados, no se podrían ayudar el uno al otro a escapar. ¿Y qué les harían si daban respuestas que su pueblo no se creía? A pesar de su obvio disgusto al tener que mentir, habían urdido una historia de haber sido capturados por un pequeño grupo de resistentes y mantenidos en hogares distintos, de modo que uno no sabía todos los detalles del cautiverio del otro. En realidad, era cierto que los resistentes hacían tales cosas, pese a que en la mayoría de los casos sólo mantenían cautivas a las mujeres. Tomás diría que sus captores le habían hecho trabajar: había plantado, recolectado, acarreado, edificado, cortado madera…, todo lo que le habían mandado. Y, dado que había hecho todas esas cosas mientras estaba con nosotros, podría dar unas descripciones correctas de las mismas. Diría que habían mantenido a su hermana como rehén, para asegurarse de su buen comportamiento, mientras que a ella la mantenían a raya teniéndolo a él prisionero. Finalmente, ambos habían podido reunirse y escapar de sus carceleros.

Esto podría haber sucedido. Si Jesusa y Tomás podían decirlo de un modo convincente, quizá no los tuvieran presos por mucho tiempo.

Ahora ya los habían reconocido a los dos. No hubo más gritos hostiles…, sólo la angustiada súplica de Jesusa:

—¡Por favor, Hugo, suéltame! ¡Te lo suplico, no me escaparé! ¡He venido todo el camino de vuelta a casa corriendo, Hugo!

Esta última palabra fue un alarido. Ese Hugo la estaba tocando. Ella había sabido que la tocarían; pero hasta entonces no había sabido lo difícil que le iba a ser soportar que la tocasen. Sólo podía tocar sin problemas a otras mujeres, igual que Tomás sólo podía hacerlo con otros hombres. Tendrían que protegerse el uno al otro lo mejor que pudiesen.

—¡Déjala en paz! —dijo Tomás—. ¡No sabéis por lo que ha pasado!

Su tono decía que ya la habían soltado y que él sólo les estaba advirtiendo.

—Todo el mundo afirmó que estabais muertos los dos —dijo uno de los guardias.

—Algunos esperamos que realmente estuvierais muertos —dijo suavemente otra voz—. Mejor vosotros que todos nosotros.

—Nadie morirá a causa de nosotros —afirmó Tomás.

—No hemos vuelto a casa para morir —dijo Jesusa—. Estamos cansados, llevadnos arriba.

—¿Los reconoce todo el mundo? —inquirió la voz más suave. Casi sonaba como la voz de un ooloi—. ¿Alguien disputa su identidad?

—Podríamos desnudarlos aquí mismo —sugirió alguien—. Sólo para asegurarnos.

—Baja a tu hermana, Hugo —dijo Tomás—, que también la desnudaremos…

—¡Mi hermana se queda en casa, que es donde debe estar!

—Y si no lo hiciese, ¿cómo te gustaría que la tratasen? ¿Con justicia y decencia, o te gustaría que la desnudasen entre siete hombres?

Silencio.

—Vamos arriba —intervino Jesusa—. Hugo, ¿te acuerdas de ese recipiente grande de agua, de color amarillo, en el que acostumbrábamos a escondernos?

Más silencio.

—Me conoces —siguió ella—. Teníamos diez años de edad cuando rompimos aquella vasija, a mí me atraparon y a ti no, y yo no me chivé de que tú también habías sido. Me conoces.

Hubo una pausa, y luego la voz de Hugo dijo:

—Vamos a llevarlos arriba. Posiblemente a alguien le quede algo de cena.

Se los llevaron.

Aaor y yo los seguimos, para ver el camino que tomaban y averiguar tanto como pudiéramos de los guardias.

De los siete, era obvio que cuatro estaban muy distorsionados por su problema genético. Tenían grandes tumores en sus cabezas y brazos. Se les veía lo bastante monstruosos como para que los resistentes de las tierras bajas les hubieran disparado a simple vista.

Los seguimos mientras tuvimos la cobertura del bosque, luego miramos, de lejos, cómo subían por un sendero que era, casi todo él, burdos escalones tallados en la piedra, que ascendían por la empinada cuesta hasta el poblado.

Cuando ya no los pudimos escuchar, Aaor me acercó a él y me señaló silenciosamente:

—¡No podemos ir a esperarlos a la caverna! ¡Tenemos que liberarlos!

—Dales tiempo —dije—. Tratarán de hallar una pareja de humanos para ti.

—¿Y cómo van a poder? ¡Estarán encerrados y vigilados!

—La mayor parte de esos guardias eran jóvenes y fértiles. Y quizá a Jesusa le pongan guardianas. ¿Y qué son los guardias, sino unos pueblerinos normales, haciendo un cansado trabajo temporal?

Aaor trató de relajarse, pero su cuerpo seguía tenso contra el mío.

—El verlos irse de ese modo fue como empezar a disolverme. Me pareció como si una parte de mí se hubiera marchado con ellos.

No dije nada. Una parte de mí se había ido con ellos. Tanto ellos como yo sabíamos lo que era estar separados por un tiempo…, peor aún, ser separados por una gente que haría todo lo que le fuera posible por interponerse entre nosotros. No empezaría a echarlos en falta, físicamente, hasta al cabo de unos días, pero con mi incertidumbre, al darme cuenta de que quizá no fuera a recuperarlos, apenas si podía controlarme. De modo que me senté en el suelo, con el cuerpo temblándome.

Aaor se sentó a mi lado y trató de calmarme, pero no podía infundirme una tranquilidad que él estaba muy lejos de sentir. En ese momento los humanos nos habrían podido atrapar con toda facilidad: dos ooloi sentados en el suelo, estremeciéndose impotentes.

Nos recuperamos con lentitud. Ya estábamos de nuevo al control de nuestros cuerpos, cuando Aaor me dijo en silencio:

—No podemos darles más de dos días para llevar a cabo su trabajo…, y puede que con eso no tengan tiempo para nada.

Yo podía sobrevivir más de dos días, pero Aaor no.

—Les daremos ese tiempo —le dije—. Nos acercaremos a ellos tanto como podamos, y descansaremos alertas durante dos días.

—Luego tendremos que ir a por ellos, si no pueden escapar por sí solos.

—No me gustaría tener que hacer eso —le dije—. Cuando decía que nadie moriría por Jesusa y por él, Tomás se refería tanto a nosotros como a ellos. Pero, si tratamos de sacarlos por la fuerza, quizá nos veamos precisados a matar.

—Es por eso por lo que es mejor que hagamos lo que tengamos de hacer mientras aún estemos al control de nuestros cuerpos. Eso lo sabes tan bien como yo, Khodahs.

—Lo sé —susurré con voz audible.

7

Subimos por una ladera empinada, muy arbolada, a gatas, agarrándonos como ciempiés. Nunca me había parecido tan práctico el tener seis miembros.

Subimos hasta el nivel de las terrazas, y pasamos el siguiente día tumbados, escondidos cerca de ellas. Cuando llegó la noche exploramos las terrazas y, compulsivamente, probamos trozos de los nuevos alimentos que hallamos creciendo allí. Por aquel entonces, nuestra piel se había hecho más oscura y resultaba más difícil de ver para los humanos…, mientras que, en cambio, nosotros lo podíamos ver todo.

Subimos más arriba, por una de las montañas que formaba uno de los ángulos de la población. Justo a mitad de la escalada nos topamos con el asentamiento humano, con sus casas de piedra, madera y paja. Aquél era un lugar de anteguerra. Tenía que serlo: partes del mismo se veían antiguas. Pero no tenía aspecto de ruina: todos los edificios estaban bien conservados y por todas partes había terrazas, y en la mayoría de ellas algo cultivado. Aparte del pueblo, había un cercado que contenía varios animales grandes de una especie que jamás había visto: seres peludos, de cuello largo y cabeza pequeña, de pie o recostados por todo el corral. ¿Alpacas?

Podíamos oler otros animales más pequeños, enjaulados por todo el pueblo, y también a humanos jóvenes y fértiles por todas partes. Incluso podíamos olerlos por encima de nosotros, en lo alto de la montaña. ¿Y qué podían estar haciendo allí?

¿Cuántos de ellos habría arriba? Tres, me decía mi nariz: una hembra y dos machos, todos jóvenes, todos fértiles, dos de ellos afectados por el mal genético. ¿Por qué no podían ser esos dos para Aaor? Pero, si subíamos a por ellos, ¿qué haríamos con el tercero? ¿Por qué no nos habían hablado Tomás y Jesusa de una gente que vivía en un tal aislamiento? Excepto el hecho de que había uno de más, resultaban perfectos.

—¿Arriba? —le dije a Aaor.

Asintió con la cabeza.

—Pero hay un macho de más. ¿Qué hacemos con él?

—Aún no lo sé. Intentemos darles una ojeada, antes de que ellos nos vean a nosotros. Quizá separarlos nos sea más fácil de lo que pensamos.

Subimos la ladera, fijándonos para ello en el sendero serpenteante que los humanos habían hecho, pero casi no utilizándolo. Ese mismo día habían pasado humanos por él. Quizás hubiesen humanos en él al día siguiente. Tal vez hubiera un puesto de guardia, y la guardia cambiase a diario. Cualquiera que estuviese situado en la cima tendría una excelente vista de todos los caminos que venían desde las montañas o el cañón de abajo. Quizá la gente de arriba estuviese más de un día, y les suministrasen regularmente vituallas desde abajo…, aunque había algunas terrazas cerca de la cima.

Subimos en silencio, rápidamente, comiendo las cosas más nutritivas que podíamos hallar por el camino. Cuando llegamos a las terrazas, nos detuvimos y comimos todo lo que necesitábamos. Tendríamos que estar muy a punto.

En un ancho altiplano cerca de la cima hallamos una cabaña de piedra. Más arriba había una cisterna y unas pocas terrazas más. Dentro de la cabaña dormían dos personas. ¿Dónde estaba la tercera? No nos atrevíamos a entrar hasta saber dónde estaban todos.

Me conecté a Aaor y le señalé en silencio:

—¿Has localizado al tercero?

—Arriba —me dijo—. Hay otra cabaña…, o, al menos, otra vivienda. Ve tú a ella. Yo quiero a estos dos.

Estaba absolutamente enfocado en la pareja humana.

—¿Aaor?

Enfocó en mí con un movimiento increíblemente rápido. Por dentro estaba tan tenso como un muelle.

—Aaor, ahí abajo hay centenares de otros humanos. Tienes una sola vida, así que ándate con cuidado de a quién se la das. Yo tuve mucha suerte con Jesusa y Tomás.

—Vete allá arriba y no dejes que el tercer humano me moleste.

Me separé de él y subí, en busca de la segunda choza. Ahora, Aaor no querría escuchar nada de lo que le fuese a decir yo, tal cual yo no hubiera escuchado a nadie que me hubiese aconsejado tener cuidado con Jesusa y Tomás. Y, si los humanos eran lo bastante jóvenes, probablemente podrían atriarse con éxito con cualquier ooloi saludable. ¡Si Aaor fuese saludable! Pero, desgraciadamente, no lo era. Él y los humanos que eligiese iban a tener que curarse mutuamente. Si no lo hacían, quizá ninguno de ellos sobreviviese.

No encontré otra cabaña más arriba en la montaña, sino una cueva muy pequeña, ya casi en la cúspide. Los humanos habían construido una pared de rocas, cerrando una parte de la misma. Había señales de que habían agrandado la caverna por un costado. Y, finalmente, habían colocado postes de madera contra la piedra, y de éstos habían colgado una puerta, también de madera. Ésta parecía más una barrera contra el mal tiempo que contra la gente. Esta noche el tiempo era seco y cálido, y la puerta no estaba cerrada. Se abrió apenas la empujé.

El hombre que había dentro se despertó cuando entré bajando al interior de su pequeña caverna. El calor de su cuerpo lo convertía en un destello de infrarrojos en la oscuridad. Era fácil para mí tender los brazos e impedir que sus manos hallasen lo que fuese que buscaban tanteando.

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