Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (33 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Casi tan desconcertado por la muerte del otro como por lo cerca que había estado de la suya propia, Cortés se puso en pie y paseó la mirada desde el cuerpo que yacía sobre el barro hasta su puño. Abrió la mano. La saliva había desaparecido para transformarse en un dardo letal. Una línea de decoloración trazaba una senda desde la base del pulgar hasta el otro lado de la mano. Esa era la única señal del paso del pneuma.

—La madre que me parió —dijo.

Una pequeña multitud se había reunido al final del callejón sin salida, a lo que se sumaron unas cuantas cabezas que aparecieron sobre la pared por detrás de él. Desde todos lados se escuchaba un agitado murmullo que no tardaría, o eso creía él, en llegar hasta Hammeryock y la pontífice Farrow. Sería una ingenuidad suponer que gobernaban Vanaeph con un único ejecutor entre sus tropas. Habría otros, y pronto estarían allí. Pasó por encima del cadáver sin pararse a estudiar de cerca el daño que le había causado; le había bastado un simple vistazo para darse cuenta de que era bastante considerable.

La muchedumbre, al ver que el vencedor se aproximaba, se apartó. Algunos hicieron una reverencia, otros huyeron. Uno dijo «¡bravo!» y trató de besarle la mano. Apartó a su admirador y examinó las callejuelas en todas las direcciones con la esperanza de dar con alguna señal de Pai'oh'pah. Al no encontrar ninguna, meditó sus opciones. ¿Adónde habría ido Pai? A la cima de la montaña no. A pesar de que aquel era un punto de encuentro evidente, sus enemigos podrían localizarlos en la cima. ¿Dónde si no? ¿Tal vez a las puertas de Patashoqua que el místico había señalado en cuanto llegaron? Era un lugar tan bueno como cualquier otro, así que se encaminó hacia allí y siguió el laberinto de Vanaeph hacia la gloriosa ciudad.

Sus peores expectativas (que las noticias de su crimen hubiera alcanzado los oídos de la pontífice y su séquito) se vieron confirmadas muy pronto. Se encontraba casi a las afueras del municipio, justo delante del campo abierto que se extendía entre sus límites y las murallas de Patashoqua, cuando la algarabía de las calles que había dejado atrás le anunció la presencia de una partida de caza. Con su atuendo del Quinto Dominio, vaqueros y camisa, sería fácilmente reconocible si empezaba a correr hacia las puertas; pero si trataba de permanecer en los confines de Vanaeph, solo sería cuestión de tiempo el que lo atraparan. Mejor arriesgarse a salir a la carrera en ese momento, decidió, mientras todavía tenía cierta distancia de ventaja. Aun cuando no consiguiera llegar hasta las puertas antes de que lo atrapasen, lo más probable es que no lo mataran a la vista de las resplandecientes murallas de Patashoqua.

Echó a correr a toda velocidad y consiguió salir del municipio en menos de un minuto, mientras el griterío de la muchedumbre a sus espaldas aumentaba de volumen. A pesar de que era difícil determinar la distancia que lo separaba de las puertas bajo una luz que le confería semejante iridiscencia al suelo, estaba seguro de que al menos había kilómetro y medio; quizá el doble. No había llegado muy lejos cuando el primero de sus perseguidores emergió de los aledaños de Vanaeph; era alguien que llevaba menos tiempo corriendo que él, que lo hacía más rápido y que, por lo tanto, redujo rápidamente la distancia entre ellos. Había muchos viajeros que iban de un lado para otro en el camino que conducía a las puertas: algunos peatones, la mayoría en grupo y vestidos como peregrinos; otras figuras, más elegantes, iban montadas sobre caballos que tenían la cabeza y los flancos pintados con llamativos diseños; otros montaban en peludos sucedáneos de las muías. De cualquier forma, los más envidiados y menos abundantes eran aquellos que se desplazaban en vehículos a motor que, aunque básicamente se parecían a sus equivalentes del Quinto (un chasis que se desplazaba sobre ruedas), en todo lo demás eran artilugios totalmente innovadores. Algunos eran tan recargados como retablos barrocos, y cada centímetro de carrocería estaba tallado y adornado con filigranas. Otros, cuyas frágiles ruedas tenían una altura dos veces superior a la de sus capotas, poseían la descabellada delicadeza de los insectos tropicales. Además, había otros que, encaramados sobre una docena de ruedas más pequeñas y con tubos de escape que soltaban un humo denso y amargo, parecían escombros móviles: unos asimétricos fárragos de cristal y herraje carentes de toda elegancia. Arriesgándose a una muerte entre cascos y ruedas, Cortés se unió al tráfico y dio un nuevo acelerón mientras se escurría entre los vehículos. Los líderes de la jauría que lo perseguía también llegaron a la carretera. Estaban armados, según pudo comprobar, y no mostraron el menor reparo a la hora de enseñar sus armas. La idea de que no lo matarían en presencia de tantos testigos le pareció de pronto una estupidez. Quizá la ley de Vanaeph también era válida a las puertas de Patashoqua. En ese caso, era hombre muerto. Lo alcanzarían mucho antes de que llegara a un lugar seguro.

Sin embargo, en aquel momento, escuchó otro sonido sobre el estrépito de la vía y se atrevió a echar una mirada a su izquierda, para ver un pequeño y sencillo vehículo con el motor mal afinado que se dirigía hacia él. No tenía capota, de modo que su conductor era bien visible: Pai'oh'pah (¡bendito fuera!), que conducía como un hombre —o un místico— poseído. Cortés cambió de dirección al instante; salió de la carretera y pasó entre un grupo de peregrinos para lanzarse a la carrera hacia el ruidoso carruaje de Pai.

Un coro de alaridos a su espalda le avisó de que sus perseguidores también habían cambiado de dirección, pero ver a Pai había dado alas a sus piernas. Su cambio de aceleración fue un desperdicio, no obstante. En lugar de aminorar la velocidad para permitir que Cortés se subiera, Pai pasó de largo y se dirigió hacia los cazadores. Los líderes se dispersaron cuando el vehículo se lanzó contra ellos, pero el verdadero objetivo del místico era una figura subida en una silla de manos que Cortés no había visto hasta entonces. Hammeryock, sentado en lo alto para ver la ejecución, se convirtió a su vez en la víctima. Gritó a sus portadores que se retiraran, pero con el pánico los hombres no se pusieron de acuerdo sobre la dirección hacia la que girar. Dos tiraron hacia la izquierda, mientras que los otros dos lo hicieron hacia la derecha. Uno de los brazos de la silla se rompió, con lo que Hammeryock salió despedido y golpeó con fuerza el suelo. No se levantó. La silla de manos quedó inutilizada y sus portadores huyeron, dejando que Pai girara para dirigirse hacia Cortés. Una vez que su líder hubo caído, los dispersos perseguidores (la mayoría de los cuales, para empezar, se habían visto obligados a alistarse para servir a la pontífice), abandonaron su propósito. No se sentían lo bastante motivados como para arriesgarse a sufrir el destino de Hammeryock, de modo que mantuvieron las distancias mientras Pai giraba y recogía a su jadeante pasajero.

—Pensé que habías vuelto con Acaro Bronco —dijo Cortés una vez que hubo subido.

—No me habría aceptado —replicó Pai—. Estoy relacionado con un asesino.

—¿Quién?

—¡Tú, amigo mío! ¡Tú! Ahora ambos somos asesinos.

—Supongo que es cierto.

—Y me temo que no seremos muy bien recibidos en esta región.

—¿Dónde encontraste el vehículo?

—Hay unos cuantos aparcados en las afueras. Dentro de poco los habrán cogido y estarán pisándonos los talones.

—En ese caso, cuanto antes lleguemos a la ciudad, mejor.

—No creo que estemos a salvo allí por mucho tiempo —replicó el místico.

Había maniobrado con el vehículo de forma que el morro agudo apuntaba hacia la carretera. La elección se presentaba ante ellos. A la izquierda, las puertas de Patashoqua; a la derecha, seguirían carretera abajo por el camino que se abría paso a través del Monte de Ola Bayak en dirección a un horizonte que se elevaba, por lo menos hasta donde alcanzaba la vista, hacia una cordillera de montañas.

—Tú decides —dijo Pai.

Cortés miró con anhelo hacia la ciudad, tentado por sus chapiteles. Pero sabía que había algo de razón en la advertencia de Pai.

—Volveremos algún día, ¿verdad? —preguntó.

—Desde luego, si eso es lo que quieres.

—Entonces vayamos por el otro camino.

El místico giró el vehículo sobre la carretera en sentido contrario a la mayor parte del tráfico y, con la ciudad a sus espaldas, empezaron a ganar velocidad.

—Adiós a mis ilusiones de ver Patashoqua —dijo Cortés cuando las murallas se convirtieron en un espejismo.

—No te has perdido mucho —señaló Pai.

—Pero yo quería ver Merrow Ti' Ti'… —dijo Cortés.

—No hubiera sido posible —replicó Pai.

—¿Por qué?

—Porque no era más que una invención —le explicó Pai—. Como todas mis cosas favoritas, incluyéndome a mí. ¡Pura invención!

Capítulo 19
1

A
pesar de que Jude había hecho una promesa con toda seriedad, la de seguir a Cortés allí donde fuera, sus planes de persecución se vieron obstaculizados por una serie de demandas que requerían su atención, y la mayor parte de ellas procedía de Clem. Este necesitaba de sus consejos, su consuelo y su habilidad para la organización en esos días aciagos y lluviosos que siguieron al Año Nuevo y, a pesar de lo apretado de su agenda, no podía volverle la espalda. El funeral de Taylor tuvo lugar el 9 de enero, con una misa que a Clem le costó un enorme esfuerzo perfeccionar. Fue un éxito melancólico: un momento para que los amigos y los parientes de Taylor se relacionaran y expresaran su afecto por el hombre fallecido. Jude se encontró con personas a quienes no había visto desde hacía años y muy pocos, si es que alguno lo hizo, pasaron por alto una ausencia obvia: Cortés. Ella le dijo a todo el mundo lo que le había dicho a Clem: que Cortés estaba pasando por un mal momento y que las últimas noticias que tenía de él eran que estaba planeando salir de vacaciones. Clem, por supuesto, no se dejó embaucar por una excusa tan vaga. Cortés se había ido sabiendo que Taylor estaba muerto, y Clem consideraba su partida como algo parecido a la cobardía. Jude no trató de defender al vagabundo. Se limitó a nombrar a Cortés lo menos posible en presencia de Clem.

Sin embargo, el tema siguió surgiendo de una forma u otra. Al ordenar las pertenencias de Taylor después del funeral, Clem se encontró con tres acuarelas pintadas por Cortés al estilo de Samuel Palmer, pero firmadas con su propio nombre y dedicadas a Taylor. Eran pinturas sobre paisajes idealizados, y lo único que lograron fue que Clem volviera a pensar en el amor no correspondido que sentía Taylor por el hombre desaparecido, así como que Jude se preguntara dónde se encontraba. Estaban entre las pocas cosas que Clem, tal vez como represalia, quería destruir; pero Jude le convenció de que no lo hiciera. Al final, el hombre se quedaría una en recuerdo de Taylor; le daría otra a Klein y la tercera a Jude.

Su deber para con Clem no solo le llevó bastante tiempo, sino también gran parte de su concentración. Cuando, a mitad de mes, Clem anunció de pronto que salía al día siguiente hacia Tenerife, donde se broncearía para olvidar sus problemas durante quince días, Jude se alegró de verse liberada de sus obligaciones diarias como amiga y consoladora, pero descubrió que era incapaz de reavivar el ardor de la ambición que había sentido a principios de mes. No obstante, tenía un punto de referencia que antes no había considerado: el perro. Lo único que tenía que hacer era mirar al chucho y recordaba, como si hubiese sucedido una hora antes, haber estado de pie ante la puerta del apartamento de Cortés, viendo cómo los dos hombres se disolvían ante sus atónitos ojos. Y, al hilo de semejantes recuerdos, llegaban otras ideas acerca de las noticias que llevaba a Cortés esa lejana noche: el viaje onírico inducido por la piedra que ahora estaba envuelta y escondida en su armario. No era una gran amante de los perros, pero se había llevado al chucho a casa aquella noche a sabiendas de que moriría si no lo hacía. Se había convertido rápidamente en un adulador: movía la cola con frenesí para darle la bienvenida cuando regresaba a casa cada noche después de visitar a Clem; se colaba en su dormitorio muy temprano y se acurrucaba entre su ropa sucia. Lo había llamado
Piel
porque tenía muy poco pelo y, a pesar de que no le tenía el mismo cariño que el animal a ella, le agradaba su compañía. Más de una vez se había sorprendido hablándole durante mucho rato mientras él se lamía las patas o las pelotas, y esos monólogos la ayudaban a reenfocar sus ideas sin preocuparse por estar perdiendo la cabeza. Tres días después de la partida de Clem hacia climas más cálidos, mientras discutía con
Piel
cuál sería la mejor opción, salió a relucir el nombre de Estabrook.

—No conoces a Estabrook —le dijo a
Piel
—, pero te garantizo que no te gustaría. Trató de matarme, ¿sabes?

El perro dejó de acicalarse por un momento y levantó la mirada.

—Sí, yo también me quedé asombrada —siguió Jude—. Me refiero a que eso es ser algo mucho peor que un animal, ¿verdad? No te lo tomes a mal, pero es así. Yo era su esposa. Soy su esposa, a decir verdad, y aun así trató de matarme. ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar? Sí, lo sé, debería ir a verlo. Tenía el ojo azul en su caja fuerte. ¡Y ese libro! Recuérdame que te hable de ese libro alguna vez. No, tal vez no debería hacerlo. Podría darte malas ideas.

Piel
apoyó la cabeza sobre sus patas cruzadas, lanzó un pequeño suspiro de alegría y se dispuso a echar un sueñecito.

—Eres una gran ayuda —dijo Jude—. Necesitaba un consejo a ese respecto. ¿Qué le dirías a un hombre que ha contratado a alguien para que te mate?

Los ojos de
Piel
estaban cerrados, de modo que se vio obligada a proporcionarse su propia respuesta:

—Yo le diría: «Hola, Charlie, ¿por qué no me cuentas la historia de tu vida?».

2

Llamó a Lewis Leader al día siguiente para saber si Estabrook seguía hospitalizado. El abogado le dijo que sí, pero que lo habían trasladado a una clínica privada de Hampstead. Leader le proporcionó los detalles de su paradero y Jude telefoneó para interesarse por el estado de Estabrook y por el horario de visitas. Le informaron de que todavía estaba en observación, pero que parecía tener mejor ánimo que antes, y la instaron a visitarlo siempre que quisiera. No tenía sentido retrasar el encuentro. Condujo hasta Hampstead esa misma noche a través de otra tumultuosa tormenta y fue recibida por el enfermero de Psiquiatría encargado de cuidar a Estabrook, un joven parlanchín llamado Maurice cuyo labio superior desaparecía al sonreír, cosa que sucedía a menudo, y que habló con un entusiasmo que resultaba casi indiscreto sobre el estado mental de su paciente.

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