Efrit se rió en la oscuridad, tras ellos.
—Si así fuera, no hablaría de ello —replicó Pai.
—¿De qué se trata entonces?
—He llegado hasta aquí con un amigo desde… una distancia considerable, y nuestro vehículo está a punto de capitular. Necesitamos cambiarlo por unos animales.
—¿Hacia dónde os dirigís?
—Hacia las montañas.
—¿Estáis preparados para semejante viaje?
—No, pero debemos hacerlo.
—Cuanto más rápido dejéis el valle, más seguros estaréis, o eso creo. Los extranjeros atinen a otros extranjeros.
—¿Nos ayudará?
—Esta es mi oferta, místico —expuso Tasko—: si dejáis Beatrix ahora mismo, me encargaré de que os den provisiones y dos doekis. Pero tenéis que daros prisa. —Entiendo. —Si os vais ahora, tal vez las máquinas pasen de largo.
Sin nadie que le sirviera de guía, Cortés no tardó en perderse en la oscura colina. Sin embargo, en lugar de dar la vuelta y regresar a Beatrix para esperar a Pai, siguió con la subida, atraído por la promesa de una magnífica vista desde las alturas y de aire fresco que despejara su cabeza. Ambas cosas le robaron el aliento: el viento porque era helado y la vista panorámica porque era impresionante. Delante de él, una cordillera tras otra desaparecían entre la neblina y la distancia; y las cimas más lejanas eran tan vastas que dudaba que tuvieran réplica en el Quinto Dominio. Detrás de él, apenas visibles entre las siluetas más suaves de los pies de las colinas, se encontraban los bosques a través de los que habían viajado.
Una vez más, deseó tener un mapa de la región, de forma que pudiera tomar alguna conciencia de la importancia del viaje en el que se hallaban inmersos. Como si estuviera trazando el bosquejo para un cuadro, intentó plasmar el paisaje en una página en su mente, con aquella vista de las montañas, colinas y planicies como modelo. Sin embargo, la realidad de la escena que se desarrollaba ante él se imponía a sus intentos por simbolizarla, por reducirla y atraparla. Se desentendió del asunto y dejó vagar su vista por la cordillera del Jokalaylau. Antes de que su mirada llegara a su destino, se detuvo a las cimas de las colinas que estaban justo enfrente de él. De repente, se dio cuenta de la perfecta simetría del valle, con las colinas que se alzaban a la misma altura a izquierda y derecha. Estudió las cimas que se enfrentaban. Tratar de descubrir cualquier signo de vida a semejante distancia era una búsqueda sin sentido, pero cuanto más oteaba la colina, más seguro estaba de que se trataba de un espejo oscuro y de que alguien a quien aún no veía escudriñaba las sombras que rodeaban a Cortés en busca de alguna señal de su persona, de la misma forma en que Cortés lo hacía. Aquella idea lo intrigó al principio, pero después comenzó a asustarlo. El frío de su piel se fue filtrando hacia sus entrañas. Empezó a temblar, temeroso de moverse por miedo a que aquel ser, quien quiera que fuese, pudiera verlo y, por tanto, atrajera sobre él algún desastre. Permaneció inmóvil largo rato, y las gélidas rachas de viento le trajeron sonidos que hasta entonces no había percibido: el fragor de la maquinaria, el quejido de animales que no habían sido alimentados, sollozos. Los sonidos llegaban de la mano del ser que buscaba en la colina de enfrente, estaba seguro. Ese ser no había llegado solo: traía motores y bestias. Traía lágrimas.
Cuando el frío lo caló hasta la médula, escuchó a Pai'oh'pah gritar su nombre mientras bajaba la colina. Rezó para que el viento no cambiara y transportara la llamada, y por lanío su localización, hacia el observador. Pai continuó llamándolo, su voz se acercaba a medida que el místico se abría paso en la oscuridad. Soportó aquello cinco horribles minutos, con el cuerpo desgarrado por deseos contradictorios: una parte de él quería tener a Pai junto a sí, que lo abrazara y le dijera que el miedo que sentía era ridículo; la otra parte se consumía por el pánico al pensar que Pai lo encontraría y revelaría así su localización a la criatura de la otra colina.
Al final, el místico abandonó la búsqueda y volvió sobre sus pasos hacia las seguras calles de Beatrix. No obstante, Cortés no dejó su escondite. Esperó otro cuarto de hora hasta que sus ojos, ya doloridos, descubrieron movimiento en el cerro de enfrente. Al parecer, el observador abandonaba su puesto y regresaba al otro lado de la colina. Cortés atisbó su figura cuando desaparecía por la cima, lo justo para confirmar que era humano, al menos de forma si bien no de espíritu. Esperó otro minuto antes de comenzar a descender la colina. No sentía las extremidades, sus dientes castañeaban y tenía el torso rígido por el frío, pero bajó muy deprisa, lo que lo hizo caer y descender varios metros sobre el trasero, para asombro de un grupo de adormilados doekis. Pai estaba un poco más abajo, lo esperaba en la puerta de la casa de mamá Espléndido. Había dos bestias ensilladas en la calle, una de las cuales comía pienso de las manos de Efrit.
—¿Dónde te has metido? —quiso saber Pai—. Te estuve buscando.
—Luego te cuento —dijo Cortés—. Tengo que entrar en calor.
—No hay tiempo —replicó Pai—. El trato consiste en marcharnos de inmediato a cambio de los doekis, comida y abrigos.
—Parece que de repente estén deseosos de deshacerse de nosotros.
—Desde luego que sí —dijo una voz que provenía de los árboles al otro lado de la casa. Apareció un hombre negro, con pálidos e hipnóticos ojos—. ¿Usted es Zacharias?
—Sí, así es.
—Yo soy Coaxial Tasko, me llaman Miserable. Los doekis son suyos. Le he dado al místico provisiones para que puedan ponerse en marcha, pero, por favor, no le cuenten a nadie que han estado aquí.
—Cree que traemos mala suerte —explicó Pai.
—Puede que tenga razón —contestó Cortés—. ¿Me permite estrecharle la mano, señor Tasko, o también le daría mala suerte?
—Puede estrecharme la mano —replicó el hombre.
—Le agradezco el transporte. Juro que no le revelaremos a nadie que estuvimos aquí. Aunque tal vez quiera mencionarlo en mis memorias.
Una sonrisa se dibujó en las facciones austeras de Tasko.
—Tiene mi permiso para eso también —le dijo al tiempo que le daba la mano a Cortés—. Pero no antes de que muera, ¿de acuerdo? No me gustan los curiosos.
—Me parece justo.
—Y ahora, por favor, cuanto antes se vayan, antes podremos fingir que nunca les hemos puesto la vista encima.
Efrit se adelantó con un abrigo entre las manos y Cortés se lo puso. Le llegaba hasta las pantorrillas y olía tan fuerte como los animales a partir de los cuales había sido creado, pero se agradecía.
—Madre les envía sus saludos —le dijo el muchacho a Cortés—. No saldrá para despedirse. —El chico bajó la voz hasta convertirla en un murmullo avergonzado—. Está llorando mucho.
Cortés hizo ademán de dirigirse a la puerta, pero Tasko se lo impidió.
—Por favor, señor Zacharias, nada de retrasos —le dijo—. Váyanse ahora con nuestra bendición, o no se irán nunca.
—Habla en serio —intervino Pai al tiempo que montaba en su doeki. El animal le dirigió una mirada a su jinete cuando lo montó—. Tenemos que irnos.
—¿Ni siquiera vamos a discutir la ruta?
—Tasko me ha dado una brújula y algunas indicaciones. —El místico señaló un estrecho sendero que partía de la aldea—. Tomaremos ese camino.
A regañadientes, Cortés metió el pie en el estribo de piel del doeki y se impulsó hacia la silla. Solo Efrit consiguió decirles adiós, desafiando la ira de Tasko para estrecharle la mano a Cortés.
—Nos veremos en Patashoqua algún día —le dijo.
—Eso espero —replicó Cortés.
Con aquello como única despedida, Cortés tuvo la sensación de haber dejado un discurso a la mitad y, desde aquel momento, inacabado para siempre. Al menos, se alejaban de la aldea mejor equipados para el terreno que los aguardaba de lo que habían estado al entrar en ella.
—¿De qué iba eso? —le preguntó Cortés a Pai una vez que llegaron al cerro que se alzaba sobre Beatrix, donde el sendero trazaba una curva que ocultaba las tranquilas e iluminadas calles.
—Un batallón del ejército del Autarca se abre paso a través de las colinas de camino a Patashoqua. Tasko temía que la presencia de extranjeros en la aldea les proporcionara a los soldados una excusa para saquearla.
—Así que eso fue lo que escuché en la colina.
—Eso fue lo que escuchaste, sí.
—También vi a alguien en la colina opuesta. Juro que me buscaba. No, eso no es verdad. No me buscaba a mí, buscaba a alguien. Por eso no respondí cuando fuiste a buscarme.
—¿Tienes idea de quién podía ser?
Cortés negó con la cabeza.
—Solo sentí su mirada. Después lo atisbé al trasponer el pico. ¿Quién sabe? Ahora que lo digo en voz alta, suena absurdo.
—No había nada absurdo en los ruidos que escuché. Lo mejor que podemos hacer es abandonar esta región lo antes posible.
—De acuerdo.
—Tasko me habló de un lugar al nordeste de aquí, donde la frontera del Tercer Dominio se adentra un buen trecho en éste…, puede que más de mil quinientos kilómetros. Acortaríamos el viaje si atajamos por ahí.
—Tiene buena pinta.
—Pero eso significa atravesar el Paso Alto.
—Eso no pinta bien.
—Será más rápido.
—Será mortal —replicó Cortés—. Quiero ver Yzordderrex, no morir congelado en la cordillera del Jokalaylau.
—¿Tomamos entonces el camino más largo?
—Voto por esa opción.
—Eso alargará el viaje dos o tres semanas.
—Y también nuestras vidas unos cuantos años —contestó Cortés.
—Como si no hubiéramos vivido bastante —comentó Pai.
—Siempre he sido de los que creen que uno nunca puede vivir demasiado ni amar a demasiadas mujeres —concluyó Cortés.
Los doeki eran monturas obedientes y con patas firmes; se adaptaban al camino tanto si era de pringoso fango como si consistía en polvo y piedras, indiferentes al parecer a los precipicios que se abrían a escasos centímetros de sus pezuñas en un momento, o a las blancas aguas que resonaban bajo ellas al siguiente. Todo esto sucedía en la oscuridad, ya que a pesar de que pasaban las horas y daba la sensación de que el amanecer ya debería haber hecho su aparición sobre las colinas, el cielo escondía su colorida gloria en una penumbra sin estrellas.
—¿Es posible que las noches sean más largas aquí arriba que en la carretera? —se preguntó Cortés.
—Eso parece —contestó Pai—. Algo en mis tripas me dice que el sol debería haber salido hace horas.
—¿Siempre calculas el paso del tiempo por lo que te dicen las tripas?
—Son más fiables que tu barba —replicó Pai.
—¿Desde qué dirección vendrá la luz cuando se digne aparecer? —inquirió Cortés, que se giró en la silla para otear el horizonte.
Cuando estiró el cuello para mirar el camino por donde habían venido, se escapó de sus labios un murmullo de angustia.
—¿Qué pasa? —preguntó el místico, que detuvo su montura para seguir la mirada de Cortés.
No necesitó decírselo. Una columna de humo negro se alzaba desde el valle que se extendía entre las colinas; la parte más baja estaba formada por una lengua de fuego. Cortés ya se había apeado de la silla y en aquel momento trepaba por la roca que había a junto a ellos para conseguir localizar mejor el foco del incendio. Se demoró apenas unos segundos allí arriba antes de descender, sudoroso y con la respiración agitada.
—Tenernos que volver —anunció.
—¿Por qué?
—Beatrix está en llamas.
—¿Cómo puedes estar seguro desde tan lejos? —preguntó Pai.
—¡Porque lo sé, joder! ¡Beatrix está en llamas! Tenemos que volver. —Montó en su doeki y comenzó a azuzarlo para que diera la vuelta en el estrecho sendero.
—Espera —le pidió Pai—. ¡Por el amor de Dios, espera!
—Tenemos que ayudarlos —dijo Cortés contra la pared de piedra—. Se portaron bien con nosotros.
—¡Solo porque querían que nos fuéramos! —replicó Pai.
—Bueno, pues ahora ha sucedido lo peor y tenemos que hacer lo que podamos.
—Antes eras más razonable.
—¿Qué quieres decir con eso de «antes»? No sabes nada sobre mí, así que no empieces a juzgarme. Si no vienes conmigo, ya te puedes ir a la mierda.
El doeki se había girado por completo, de modo que Cortés le clavó los talones en los flancos para que se lanzara al galope. Solo habían pasado por tres o cuatro lugares en los que el sendero se bifurcaba; estaba convencido de que podría seguir sus pasos de vuelta a Beatrix sin ningún problema. Y si estaba en lo cierto y era la ciudad lo que ardía a lo lejos, la columna de humo sería una especie de guía grotesca.
Pasado un tiempo, el místico lo siguió, tal y como Cortés sabía que haría. A Pai le hacía feliz que lo consideraran un amigo, pero, en algún lugar de su alma, el místico era un esclavo.
No pronunciaron palabra alguna durante el trayecto, algo nada sorprendente dada la última conversación. Solo en una ocasión, mientras subían un cerro desde el que se divisaba el pie de las colinas, con el valle en el que yacía Beatrix oculto pero señalado sin posibilidad de error como el foco del humo, Pai'oh'pah murmuró:
—¿Por qué siempre se trata de fuego?
En este momento, Cortés se dio cuenta de lo insensible que se había mostrado con la renuencia de su compañero a regresar. La devastación que sin duda se extendía ante ellos era una repetición del fuego en el que se había consumido su familia adoptiva, un asunto que no habían vuelto a tratar desde entonces.
—¿Sigo desde aquí solo? —le preguntó.
El místico negó con la cabeza.
—Si no vamos juntos, ninguno irá.
A partir de ese punto, la ruta se hizo más fácil de seguir. Las cuestas eran menos pronunciadas y el sendero estaba mejor cuidado; además, había luz en el cielo, ya que el amanecer tan largamente retrasado llegaba por fin. Para cuando posaron sus ojos en lo que quedaba de Beatrix, la gloria radiante que admirara por primera vez en los cielos que cubrían Patashoqua se alzaba sobre ellos, y su elegancia hacía que la escena de más abajo fuera todavía más horrenda. Beatrix aún tenía focos de llamas, pero el fuego ya había consumido la mayoría de las casas y sus emparrados de abedules y bambú. Detuvo a su doeki y escrutó el lugar desde aquel otero. No había indicios de los asoladores de Beatrix.
—¿Seguimos a pie desde aquí? —preguntó Cortés.
—Será lo mejor.