Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (43 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—¿Quiénes son? —preguntó Cortés—. ¿Tienes alguna idea?

Aunque estaban muertas, no le parecía apropiado utilizar el pasado para referirse a unos cuerpos tan bien conservados.

—Cuando el Invisible atravesó los Dominios, derrocó a los demás cultos que se antojaron indignos a sus ojos. La mayoría de ellos estaban consagrados a las Diosas. Sus oráculos y adeptos eran mujeres.

—¿Crees que Hapexamendios hizo esto?

—Si no Él, sí sus enviados, sus
justicieros
. Aunque, pensándolo bien, se supone que llegó aquí solo, así que es posible que esto sea obra suya.

—En ese caso, quien quiera que sea —dijo Cortés con la mirada fija en la niña del hielo—, es un asesino. No es mejor que tú o que yo.

—Yo que tú no lo diría muy alto —le advirtió Pai.

—¿Por qué no? No está aquí.

—Si esto es obra suya, bien puede haber dejado a seres para que lo vigilen.

Cortés miró a su alrededor. El aire no podía ser más diáfano. No había señales de movimiento en las cimas ni en los campos nevados que brillaban por debajo de estas.

—Pues si están aquí, yo no los veo.

—Esos son los peores, los que no puedes ver —replicó Pai—. ¿Regresamos a la hoguera?

2

Con el ánimo por los suelos después de lo que habían visto, el viaje de regreso les llevó más que el de ida. Para cuando llegaron a la seguridad de la gruta entre las rocas y escucharon los gruñidos de bienvenida del doeki que había sobrevivido, el cielo ya perdía su brillo dorado y se acercaba el anochecer. Discutieron la posibilidad de reemprender la marcha de noche, pero decidieron no hacerlo. A pesar de que el viento había amainado por el momento, sabían por experiencia que las condiciones meteorológicas a esa altura eran impredecibles. Si intentaban viajar de noche y bajaba una tormenta desde la cumbre, se verían cegados por partida doble y correrían el riesgo de desviarse de su camino. Con la proximidad del Paso Alto y la esperanza de que el viaje fuese mucho más fácil una vez lo atravesaran, no merecía la pena correr el riesgo.

Dado que habían gastado las provisiones de leña que recogieran antes de llegar a la zona cubierta de nieve, se vieron forzados a alimentar el fuego con la silla y el arnés del doeki muerto, que ardió con una llama vacilante y un humo espeso, si bien era mejor que nada. Cocinaron un poco de la carne fresca y, mientras masticaba, Cortés se dio cuenta de que comer algo a lo que había puesto nombre no le resultaba tan difícil como creyera en un principio. Preparó una pequeña cantidad del brebaje de meado de los pastores y, entre sorbo y sobro, hizo que la conversación volviera a las mujeres congeladas.

—¿Por qué un dios tan poderoso como Hapexamendios masacraría a unas mujeres indefensas?

—¿Quién dijo que estuvieran indefensas? —replicó Pai—. En realidad, creo que es muy posible que fuesen extremadamente poderosas. Sus oráculos debieron de presentir lo que se avecinaba, por lo que alistarían a sus ejércitos…

—¿Ejércitos de mujeres?

—Sin duda. Cientos de miles de guerreras. Hay lugares al norte de la Vía Crucis en los que la tierra solía temblar cada cincuenta años y descubrir una de sus tumbas de guerra.

—¿Todas fueron masacradas? Los ejércitos, los oráculos…

—O se escondieron tan a conciencia que olvidaron quiénes eran pasadas unas pocas generaciones. No te sorprendas tanto. Sucede a veces.

—¿Un solo dios puede derrotar a tantas diosas? Diez, veinte…

—Incontables.

—¿Cómo?

—Era único, y estaba solo. Ellas eran muchas y diferentes.

—La singularidad es fuerza…

—Al menos, a corto plazo. ¿Quién te lo dijo?

—Intento recordarlo. Alguien que no me gustaba mucho, tal vez Klein.

—Quien quiera que fuese, tenía razón. Hapexamendios llegó a los Dominios con una idea muy atractiva: fueras donde fueses, sin importar la naturaleza de los infortunios que te hubieran sucedido, solo necesitabas pronunciar un nombre, rezar una plegaria, arrodillarte ante un altar, y estarías bajo su cuidado. Y así trajo consigo a una especie para mantener el orden una vez que lo hubo establecido: la tuya.

—Esas mujeres me parecían bastante humanas.

—También lo parezco yo —le recordó Pai—, pero no lo soy.

—No…, tú eres muy heterogéneo, ¿no es así?

—Una vez lo fui…

—Eso te pone de lado de las Diosas, ¿no? —susurró Cortés.

El místico lo acalló con un dedo en los labios.

Cortés musitó una palabra en respuesta:

»Hereje.

La noche había caído por completo y ambos se dedicaron a observar el fuego, cuya intensidad disminuía a medida que se iba consumiendo la silla de
Chester.

—Tal vez debamos quemar un poco de piel —sugirió Cortés.

—No —respondió Pai—. Dejemos que se consuma, pero sigue mirando.

—¿A qué?

—A cualquier cosa.

—Solo puedo mirarte a ti.

—Entonces mírame.

Así lo hizo. Las privaciones de los últimos días no parecían haber hecho mella en el místico. Carecía de vello facial que desfigurara la simetría de sus facciones; además, la dieta espartana no había hundido sus mejillas ni había creado bolsas bajo sus ojos. Estudiar sus facciones era como volver a contemplar el cuadro preferido que colgara en un museo. De eso se trataba: algo que hablaba de tranquilidad y belleza. No obstante, a diferencia de un cuadro, el rostro que había ante él, que en apariencia era tan sólido, tenía una capacidad infinita para cambiar. Habían pasado meses desde la noche en que presenciara por primera vez aquel fenómeno. Sin embargo, en ese momento, mientras el fuego se consumía y las sombras se espesaban a su alrededor, se dio cuenta de que el mismo milagro estaba a punto de producirse. El parpadeo de la llama que se apagaba hizo que la simetría cambiara; la carne que estaba delante de él pareció perder su fijeza mientras la miraba con atención, y el místico comenzaba a excitarse.

—Quiero mirar —murmuró.

—Pues mira.

—Pero el fuego se está apagando…

—No necesitamos luz para vernos —susurró el místico—. Aférrate a la visión.

Cortés se concentró y estudió el rostro que tenía enfrente. Los ojos comenzaron a dolerle cuando intentó clavar la mirada en él, pero no podían competir con la creciente oscuridad.

—Deja de mirar —le indicó Pai con un tono de voz que parecía proceder del corazón de las ascuas—. Deja de mirar para así poder ver.

Cortés luchó por comprender el significado de sus palabras, pero estas eran tan poco proclives a ser analizadas como la oscuridad que se abría ante él. Le fallaban dos sentidos, el físico y el lingüístico, dos formas de abrazar ese mundo que se le escapaba en el mismo instante. Era como morir un poco, y el pánico comenzó a apoderarse de él, un miedo muy similar al que sentía algunas noches, cuando se despertaba en su cama y en su cuerpo sin reconocer ninguna de las dos cosas: sus huesos eran una celda; su sangre, espesa; la única certeza era su disolución. En esos momentos, solía encender todas las luces tan solo por el consuelo que le proporcionaban. Pero no había luces allí, solo cuerpos que se enfriaban cada vez más a medida que el fuego moría.

—Ayúdame —le pidió.

El místico no respondió.

—¿Estás ahí, Pai? Tengo miedo. Tócame. ¿Lo harás? ¿Pai?

El místico no se movió. Cortés comenzó a buscar en la oscuridad y recordó la imagen de Taylor recostado contra una almohada de la que ambos sabían que no se iba a volver a levantar, mientras le pedía a Cortés que le sostuviera la mano. Con ese recuerdo, el pánico se transformó en pesar: por Taylor, por Clem, por cada una de las almas unidas a sus seres queridos por unos sentidos destinados a fallar, y también por él mismo. Cortés deseaba lo mismo que un niño: la certeza de que había otro ser cerca y que el tacto lo pudiera confirmar. A pesar de todo, sabía que no había una solución real. Podría encontrar al místico en la oscuridad, pero no podría aferrarse a su cuerpo para siempre, de la misma manera que no podría aferrarse a los sentidos que ya había perdido. Con los nervios destrozados, al final sus dedos rozaron otros dedos.

A sabiendas de que aquel pequeño solaz albergaba tan poca esperanza como cualquier otro, retiró la mano y dijo:

—Te quiero.

¿O se limitó a pensarlo? Quizá fue solo un pensamiento, porque fue la idea, más que las sílabas, lo que se formó delante de él; la iridiscencia que recordaba de la transformación de Pai brillaba en la oscuridad que no era, si bien no acababa de comprenderlo, la oscuridad propia de una noche sin estrellas, sino la oscuridad de su mente; de la misma forma que aquella súbita visión no era producto de sus ojos, sino de un interludio con la criatura a la que amaba y que, a su vez, lo amaba a él.

Dejó que sus sentimientos se encaminaran hasta Pai, si es que había un camino, cosa que dudaba. El espacio, al igual que el tiempo, pertenecía a otro mundo: a la tragedia de la separación que habían dejado atrás. Despojado de sus sentidos y de las necesidades de ambos, como si hubiera vuelto al momento antes de nacer, conoció el consuelo del místico tan bien como el propio, como también fue consciente de que la disolución que lo había despertado lleno de pavor tantas veces se revelaba como el comienzo del éxtasis.

Una ráfaga de aire que sopló entre las rocas rozó las ascuas y consiguió que su brillo se convirtiera en llama durante un momento. La luz iluminó el rostro que tenía ante él y la visión lo hizo abandonar su estado nonato. No le costó trabajo volver. El lugar que habían encontrado juntos estaba fuera del tiempo y no podía corromperse; además, la cara que tenía ante él, a pesar de su fragilidad (o, tal vez, gracias a ella), era una belleza digna de contemplarse. Pai le sonrió, pero no dijo nada.

—Deberíamos dormir —dijo Cortés—. Mañana nos espera un largo camino por delante.

Sopló otra ráfaga de aire, acompañada por unos copos de nieve que golpearon el rostro de Cortés. Se echó la capucha del abrigo por encima de la cabeza y fue a comprobar si el doeki se encontraba bien. El animal estaba semienterrado en la nieve, pero estaba dormido. Cuando regresó junto al fuego, que había encontrado un poco de combustible y lo consumía con avidez, el místico también se había dormido, con la capucha del abrigo cubriéndole la cabeza. Mientras contemplaba la media luna visible del rostro de Pai, se le ocurrió algo muy simple: que a pesar de que el viento rugía contra las rocas dispuesto a enterrarlos, de que había un valle de muerte detrás de ellos y de que había una ciudad llena de atrocidades por delante, era feliz. Se acostó en la dura tierra junto al místico. Su último pensamiento antes de dormirse fue para Taylor, que yacía sobre una almohada que se convertía en un campo nevado mientras exhalaba su último aliento; su rostro se hizo cada vez más translúcido hasta que acabó desapareciendo; así que cuando Cortés se sumió en la inconsciencia no cayó en la oscuridad, sino en la blancura de ese lecho de muerte que se convirtió en nieve virgen.

Capítulo 23
1

C
ortés soñó que el viento soplaba con más fuerza y que traía nieve recién caída desde las cumbres. De todos modos, se levantó de la relativa comodidad de su lugar junto a las brasas; se quitó el abrigo y la camisa; las botas y los calcetines; los pantalones y la ropa interior y se introdujo desnudo en el estrecho pasillo de piedra, más allá del doeki dormido, para enfrentarse a las ráfagas de viento. Incluso en sus sueños, el viento amenazó con congelarle hasta la médula de los huesos, pero había puesto la mira en el glaciar y tenía que acercarse con toda humildad, desnudo de la cabeza a los pies, para mostrar el debido respeto a las almas que habían sufrido allí. Habían soportado siglos de dolor y el crimen que se había cometido contra ellas permanecía sin venganza. Al lado del suyo, el sufrimiento de Cortés era una minucia.

Había suficiente luz en el enorme cielo para mostrarle el camino, pero los páramos parecían interminables; las ráfagas de viento empeoraban a medida que avanzaba y, en varias ocasiones, lo arrojaron sobre la nieve. Tenía calambres musculares y se le cortaba el aliento, que salía de entre sus labios insensibles en densas y pequeñas nubes. Quería echarse a llorar de dolor, pero las lágrimas se cristalizaban en la comisura de los ojos y no caían.

Se detuvo en dos ocasiones porque tenía la sensación de que había algo más que nieve detrás de la tormenta. Recordaba lo que había dicho Pai sobre los agentes que habían dejado en aquel territorio para que vigilaran el lugar del asesinato y, aunque solo estaba soñando y era consciente de ello, tenía miedo. Si esas entidades estaban al cargo de mantener a los testigos apartados del glaciar, no se limitarían sencillamente a alejar a los despiertos, sino también a los dormidos; y aquellos que llegaran como lo había hecho él, con profundo respeto, conseguirían despertar su ira todavía más. Examinó el aire cargado de humedad en busca de alguna señal de ellos y creyó atisbar fugazmente una silueta a lo lejos, que habría resultado invisible de no haber desplazado la nieve que caía: un cuerpo de anguila con una diminuta cabeza en forma de bola. Sin embargo, apareció y desapareció demasiado rápido como para que Cortés tuviese la certeza de haberla visto en realidad. No obstante, el glaciar estaba a la vista y sus miembros se movieron a fuerza de voluntad para trasladarlo hasta el borde. Se llevó las manos a la cara y retiró la nieve de su frente y sus mejillas para, después, dar un paso hacia el hielo. Las mujeres alzaron la mirada de la misma forma en que lo hicieran cuando estuvo allí con Pai'oh'pah, pero en aquel momento, a través de la nieve en polvo que flotaba sobre el hielo, lo veían desnudo, con su virilidad encogida y el cuerpo tembloroso; sobre su rostro y labios había reflejada una pregunta a la que él mismo casi había respondido. ¿Por qué, si de verdad aquello era obra de Hapexamendios, no había erradicado el Invisible, con sus inmensos poderes de destrucción, todo rastro de sus víctimas? ¿Tal vez porque eran mujeres o, mejor dicho, mujeres poderosas? ¿Había hecho todo lo posible por destrozarlas mediante la asolación de sus altares y desubicando sus templos para, al final, ser incapaz de hacerlas desaparecer? Y si eso fuera cierto, ¿sería aquel hielo una tumba o una simple prisión?

Se dejó caer de rodillas y apoyó las palmas de las manos sobre el glaciar. En aquel momento escuchó sin lugar a dudas un sonido en el viento, un aullido desgarrado que procedía de algún lugar en lo alto. Los invisibles ya habían tolerado su presencia onírica durante demasiado tiempo. Se daban cuenta de lo que quería hacer y volaban en círculos con el fin de prepararse para el descenso. Cortés sopló contra su palma y formó un puño antes de que el aliento pudiera escaparse; a continuación, alzó el brazo, batió la mano contra el hielo y este se abrió.

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