Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (44 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El pneuma se extendió como un trueno. Antes de que las vibraciones se hubieran apagado, tomó un segundo aliento y lo lanzó contra el hielo; después un tercero y un cuarto en rápida sucesión, que golpearon la superficie con una fuerza tal que si el pneuma no hubiese amortiguado el golpe, se habría roto todos los huesos desde la muñeca a la punta de los dedos. Pero sus esfuerzos surtieron efecto. Había grietas del grosor de un cabello que se extendían a partir del punto de impacto.

Alentado por el éxito, comenzó una segunda ronda de golpes, pero solo había conseguido asestar tres cuando sintió que algo lo agarraba del pelo y le echaba la cabeza hacia atrás. De inmediato, también lo agarraron del brazo. Tuvo tiempo de sentir cómo el hielo se hacía añicos bajo sus piernas antes de que lo alejaran del glaciar, arrastrándolo por la muñeca y el cabello. Forcejeó para soltarse a sabiendas de que si sus asaltantes lo llevaban demasiado alto, su muerte sería algo seguro; se limitarían a tirar de él hasta descuartizarlo o, sencillamente, lo dejarían caer. Aquel que lo sujetaba por la cabeza no lo había agarrado con bastante firmeza y sus giros fueron suficientes para soltarse, aunque la sangre le chorreaba por la frente. Una vez libre, contempló a aquellos seres. Había dos: medían un metro ochenta de altura y sus cuerpos no eran más que unas enjutas columnas vertebrales de las que surgían innumerables costillas, con doce miembros carentes de huesos y una cabeza rudimentaria. Solo sus movimientos reflejaban alguna belleza: un sinuoso anudamiento que se deshacía una y otra vez. Cortés alzó el brazo y trató de alcanzar la más cercana de las dos cabezas. Aunque no tenía rasgos discernibles parecía tierna, y su propia mano conservaba suficientes reminiscencias de los pneumas que había descargado como para infligir daño. Hundió los dedos en la carne de esa cosa y, al instante, la criatura comenzó a retorcerse y a enrollarse todo lo larga que era alrededor de su compañero, en busca de apoyo, mientras sus miembros se sacudían salvajemente. Cortés giró su cuerpo a derecha e izquierda, y el movimiento fue lo bastante violento como para liberarse. En ese momento, cayó; la altura apenas llegaba a los dos metros, pero el impacto sobre el hielo agrietado fue bastante fuerte. Se quedó sin aliento cuando llegó el dolor. Tuvo tiempo de ver cómo los agentes descendían sobre él, que no así para escapar. Dormido o despierto, aquel sería su final, no le cabía duda; una muerte a manos de aquellos miembros larguiruchos tenía jurisdicción en ambos estados de conciencia.

Sin embargo, antes de que pudiesen alcanzar su carne para cegarlo y castrarlo, sintió cómo temblaba el agrietado glaciar bajo su cuerpo y, con un rugido, el hielo se alzó y lo arrojó de espaldas a la nieve. Le cayó encima una lluvia de esquirlas, pero pudo atisbar entre el pedrisco cómo las mujeres emergían de sus tumbas con atuendos de hielo. Consiguió ponerse en pie mientras las sacudidas se incrementaban y el tintineo de los temblores resonaba a lo largo y ancho de las montañas. A continuación, se dio la vuelta y echó a correr.

A pesar de que la tormenta no fue muy fuerte, derramó rápidamente su velo sobre la resurrección, de modo que Cortés huyó sin saber cómo terminaban los acontecimientos que había iniciado. A decir verdad, los agentes de Hapexamendios no lo persiguieron; o, si lo hicieron, no lograron encontrarlo. Su ausencia solo lo reconfortó un poco. Sus proezas le habían hecho daño, y la distancia que tenía que cubrir para regresar al campamento era sustancial. Su carrera pronto se convirtió en tropezones y tambaleos, mientras la sangre dejaba huella de su paso. Había llegado el momento de terminar aquel sueño y de abrir los ojos, pensó; de girarse y colocar los brazos alrededor de Pai'oh'pah; de besar la mejilla del místico y compartir su visión con él. No obstante, sus pensamientos eran demasiado confusos como para permitirle aferrarse al estado de vigilia el tiempo necesario para excitarse, y no se atrevía a tumbarse en la nieve por miedo a que la muerte lo visitara en sueños antes de despertarse por la mañana. Lo único que podía hacer era obligarse a seguir adelante, más débil a cada paso, y sacar de su cabeza la posibilidad de perderse y de que el campamento no estuviese más adelante, sino en una dirección completamente distinta.

Estaba contemplando sus pies cuando escuchó el grito, y su primer impulso fue levantar la mirada hacia la nieve que caía sobre él, esperando ver a una de las criaturas del Invisible. Pero antes de que los ojos alcanzaran su cénit, descubrieron una silueta que se acercaba por la izquierda. Se detuvo y estudió la figura. Parecía peluda y encapuchada, pero sus brazos estaban abiertos a modo de invitación. No malgastó las pocas energías que le quedaban pronunciando el nombre de Pai. Sin más, cambió de dirección y se dirigió hacia el místico, que a su vez se acercaba a él. Pai fue el más rápido de los dos y, según se aproximaba, se quitó el abrigo y lo sostuvo abierto, de forma que Cortés pudo encontrarse de lleno con su calor. No podía sentirlo; de hecho, no sentía casi nada excepto alivio. Apoyado sobre el místico, dejó que todo pensamiento consciente se dispersara y el resto del viaje se convirtió en un borrón de nieve y más nieve que en ocasiones se sumaba a la voz de Pai, a su lado, diciéndole que todo acabaría pronto.

—¿Estoy despierto? —Abrió los ojos y se sentó mientras se aferraba al abrigo de Pai—. ¿Estoy despierto?

—Sí.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! Creí que iba a morir congelado.

Dejó que su cabeza cayera hacia atrás. El fuego ardía en la hoguera, alimentado con pieles, y podía sentir su calor sobre el rostro y el cuerpo. Le llevó unos segundos darse cuenta de lo que eso significaba. Entonces, se sentó de nuevo y se dio cuenta de que estaba desnudo; desnudo y cubierto de cortes.

—No estoy despierto —dijo—. ¡Mierda! ¡No estoy despierto!

Pai retiró la cazuela con el brebaje de los pastores del fuego y llenó una taza.

—No lo has soñado —explicó el místico. Le pasó la taza a Cortés—. Fuiste al glaciar y por poco no lo cuentas.

Cortés cogió la taza con los dedos en carne viva.

—Debo de haberme vuelto loco —dijo—. Recuerdo que pensaba: «estoy soñando esto», y después me quité el abrigo y la ropa… ¿Por qué coño haría algo así?

Aún podía recordar lo que sintió al luchar contra la nieve para llegar al glaciar. Recordaba el dolor y el hielo hecho añicos, pero el resto se había alejado tanto que no podía recordarlo. Pai se dio cuenta de su expresión perpleja.

—No trates de recordar ahora —dijo el místico—. Lo harás cuando llegue el momento adecuado. Si te presionas demasiado, te romperás el corazón. Debes dormir un rato.

—No me hace gracia la idea de dormirme —dijo—. Se parece demasiado a la muerte.

—Yo estaré a tu lado —le dijo Pai—. Tu cuerpo necesita descansar. Dejemos que haga lo que precisa.

El místico había estado entibiando la camisa de Cortés frente al fuego y en aquel momento le ayudó a ponérsela, lo que fue una tarea delicada. Las articulaciones de Cortés todavía estaban rígidas. Sin embargo, se puso los pantalones sin la ayuda de Pai, aunque sus piernas eran un amasijo de cardenales y quemaduras.

—Fuera lo que fuese lo que hiciera allí, he acabado hecho una mierda —señaló.

—Tú te curas rápido —dijo Pai. Era cierto, si bien Cortés no recordaba habérselo dicho al místico—. Túmbate. Te despertaré cuando haya luz.

Cortés apoyó la cabeza sobre el pequeño montón de pieles que Pai había colocado como almohada y dejó que el místico lo arropara con el abrigo.

—Sueña que duermes —dijo Pai al tiempo que posaba una mano sobre el rostro de Cortés—. Y despierta de una pieza.

2

Cuando Pai lo sacudió para despertarlo, cosa que pareció ocurrir pocos minutos después, el cielo visible entre las rocas aún estaba oscuro, pero se parecía más a la oscuridad de una nube cargada de nieve que al negro violáceo de la noche jokalaylauriana. Se sentó y se sintió hecho polvo; le dolían todos los huesos.

—Mataría por un café —dijo mientras trataba de no torturar sus articulaciones al desperezarse—. Y por un
paine au chocolat
tibio.

—Si no lo tienen en Yzordderrex, lo inventaremos —dijo Pai.

—¿Has preparado algo?

—No quedaba nada para quemar.

—¿Y cómo se presenta el tiempo?

—No preguntes.

—¿Tan malo es?

—Deberíamos emprender la marcha. Cuanta más nieve caiga, más difícil será encontrar el camino.

Despertaron al doeki, que dejó claro su descontento por tener que desayunar palabras de aliento en lugar de heno, y, una vez que hubieron cargado la comida que Pai había preparado el día anterior, abandonaron el refugio de roca y se dirigieron hacia la nieve. Habían tenido una pequeña discusión antes de salir acerca de si debían cabalgar o no; Pai insistía en que Cortés debía hacerlo, dado su presente estado de debilidad, pero Cortés arguyó que podrían necesitar la fuerza del doeki para llevarlos a ambos si se veían en mayores dificultades, y que deberían preservar sus energías todo lo posible en caso de que surgiera semejante emergencia. Sin embargo, pronto comenzó a tambalearse en la nieve, que en algunos lugares le llegaba hasta la cintura, y su cuerpo, si bien algo recuperado gracias al sueño, dejó patente que no se encontraba a la altura de las circunstancias.

—Avanzaríamos más rápido si cabalgaras —le dijo Pai.

No necesitó mucha persuasión, de modo que montó en el doeki; su cansancio era tal que apenas podía mantenerse erguido debido a la ferocidad del viento, así que decidió agacharse sobre el cuello del animal. Solo se incorporaba de vez en cuando y, cada vez que lo hacía los alrededores apenas habían variado.

—¿No deberíamos haber llegado ya al paso? —le susurró a Pai una vez, y la mirada del místico fue respuesta suficiente.

Estaban perdidos.

Cortés luchó por incorporarse y, con los ojos entrecerrados para poder ver algo a través de la ventisca, estudió el terreno en busca de algún refugio, por pequeño que fuera. El mundo era blanco en todas las direcciones salvo por sus propias figuras; e incluso ellos estaban comenzando a fundirse con el ambiente a medida que el hielo cubría las pieles de sus abrigos y la capa de nieve sobre la que caminaban se hacía más profunda. Hasta ese momento, por arduo que se hubiera vuelto el viaje, no había contemplado la posibilidad de fracasar. Él mismo se había erigido como el mejor predicador de su invulnerabilidad. Sin embargo, en aquel instante dicha confianza le parecía un engaño. El mundo blanco podría arrebatarles todo rastro de color, llegar hasta la médula de sus huesos.

Estiró el brazo para aferrarse al hombro de Pai, pero calculó mal la distancia y se cayó del lomo del doeki. Aliviado de la carga, la bestia se desplomó sobre el suelo; estaba claro que las patas no la sostenían. Si Pai no hubiese apartado rápidamente a Cortés, bien podría haber quedado aplastado bajo el peso del animal. Se echó hacia atrás la capucha y se quitó la nieve de la nuca para ponerse en pie y descubrir la mirada exhausta de Pai.

—Creí que estábamos siguiendo el camino correcto —dijo el místico.

—No me cabe duda.

—Pero, de alguna forma, hemos pasado por alto el paso. La pendiente se está volviendo más pronunciada. No sé dónde coño estamos, Cortés.

—Estamos metidos en un buen lío, ahí es donde estamos; y demasiado cansados como para pensar en una forma de salir de él. Tenemos que descansar.

—¿Dónde?

—Aquí —dijo Cortés—. Esta ventisca no puede durar siempre. Solo cabe cierta cantidad de nieve en el cielo, y la mayoría ya ha caído, ¿verdad? ¿No es cierto? De modo que si podemos aguantar hasta que amaine la tormenta, cuando podamos ver dónde nos encontramos…

—¿Y si para entonces es de noche otra vez? Nos congelaremos, amigo mío.

—¿Nos queda alguna otra opción? —inquirió Cortés—. Si seguimos adelante mataremos al animal y, probablemente, también moriremos nosotros. Podríamos caminar directamente hacia un desfiladero y no saberlo nunca. Pero si nos quedamos aquí… juntos… puede que tengamos alguna oportunidad.

—Creí que conocía el camino.

—Puede que lo conocieras. Puede que la tormenta lo haya hecho desaparecer y que nos encontremos al otro lado de la montaña. —Cortés colocó sus manos sobre los hombros de Pai y los deslizó hasta la nuca del místico—. No nos queda otro remedio —dijo con lentitud.

Pai asintió y juntos se establecieron lo mejor que pudieron en el relativo refugio que proporcionaba el cuerpo del doeki. La bestia aún respiraba, pero no continuaría haciéndolo durante mucho más tiempo, pensó Cortés. Trató de desterrar de su mente lo que ocurriría si el animal muriera y la tormenta no amainara, pero, ¿por qué dejar esos planes para el final? Si la muerte era inevitable, ¿no sería mejor para Pai y para él mismo enfrentarla juntos, abrirse las muñecas y desangrarse uno al lado del otro, que congelarse lentamente y fingir hasta el final que sería posible sobrevivir? Estaba a punto de expresar en alto esa sugerencia, mientras aún le quedaran fuerzas para concentrarse y hacerlo, cuando se giró hacia el místico y sintió un temblor que no se debía a la invectiva del viento, sino a una voz que subyacía bajo su arenga y que lo instaba a levantarse. Así lo hizo.

Las ráfagas de viento podrían haberlo arrojado al suelo si Pai no se hubiera puesto en pie con él, y sus ojos habrían pasado por alto las figuras que había más allá si el místico no lo hubiera agarrado del brazo y, acercando su cabeza a la de Cortés, le hubiera dicho:

—¿Cómo coño han logrado salir?

Las mujeres permanecían a unos cien metros de donde ellos estaban. Sus pies tocaban la nieve, pero no dejaban huellas sobre ella. Sus cuerpos estaban envueltos en ropas de hielo, que se hinchaban a su alrededor cuando el viento las impulsaba. Algunas portaban tesoros arrancados del glaciar: trozos de su templo, un arca y un altar. Una de ellas, la joven cuyo cadáver había conmovido tanto a Cortés, llevaba en brazos la cabeza de una diosa esculpida en una piedra azul. Había sido saqueada de malas maneras. Tenía grietas en las mejillas, y parte de su nariz y sus ojos habían desaparecido. Pero, de alguna forma, conseguía reflejar la luz y transmitir una especie de resplandor sereno.

—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Cortés.

—¿A ti, quizá? —aventuró Pai.

La mujer que se encontraba más cerca de ellos, con el cabello alzado sobre su cabeza debido al viento, los llamó por señas.

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