Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (55 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El recuerdo no pareció más que una simple distracción hasta que se dio cuenta de que eso era precisamente el reflejo de su situación actual. El deseo era su única defensa contra una extinción prematura. Concentró sus pensamientos en los pequeños detalles que siempre habían supuesto un estímulo para su imaginación erótica: una nuca descubierta por rizos alzados; labios humedecidos por los movimientos lentos de la lengua; miradas; caricias; gestos atrevidos. Pero Tánatos tenía a Eros cogido por el cuello. El terror eclipsaba el deseo. ¿Cómo podría mantener pensamientos sexuales en su cabeza el tiempo suficiente para influenciar a Pai cuando las llamas o la tumba yacían a sus pies? No estaba preparado para ninguna de las dos cosas. Una era demasiado caliente, la otra demasiado fría; una demasiado brillante, la otra demasiado oscura. Lo que deseaba eran unas cuantas semanas más, unos días… Horas, incluso; se sentiría agradecido por vinas cuantas horas en la distancia que separaba esos dos polos. Allí donde se encontraba la carne; donde se encontraba el amor. A sabiendas de que no podría controlar las ideas sobre la muerte, trató de llevar a cabo una estratagema final: acogerlas, envolverlas con la textura de sus fantasías sexuales.

¿Llamas? Serían el calor del cuerpo del místico mientras lo apretaba contra él; y el frío, el sudor en su espalda mientras follaban. La oscuridad sería la noche que ocultaba sus excesos; y el resplandor de la hoguera, su mutua consunción.

Notó que el truco funcionaba cuanto más lo pensaba. ¿Por qué la muerte debía resultar algo tan poco erótico? Si ardían o se pudrían juntos, ¿no les mostraría su disolución nuevas formas de amor, descubriéndolos capa a capa y uniendo sus fluidos y médulas hasta quedar fundidos por completo?

La propuesta de matrimonio que le había hecho a Pai había sido aceptada. La criatura era suya para siempre, suya para cambiarla una y otra vez según la imagen de sus más profundos y prohibidos deseos. Y así lo hizo en aquel momento. Vio a la criatura desnuda y a horcajadas sobre él, cambiando mientras la acariciaba, quitándose la piel como si de ropa se tratase. Jude era una de esas pieles; Vanessa otra; y Marline, otra más. Todas lo estaban montando: la belleza del mundo empalada en su polla.

Perdido en sus fantasías, ni siquiera era consciente de que las plegarias se hubieran acallado hasta que las andas se detuvieron una vez más. Los susurros llegaban desde todas partes y, en mitad de los susurros, se escuchó una risa suave y asombrada. Le arrancaron el sudario de un tirón y su amado lo observó con una sonrisa dibujada en unos rasgos borrosos por las lágrimas y la influencia de Cortés.

—¡Está vivo! ¡Dios, está vivo!

Se alzaron voces que expresaban sus dudas, pero el místico se rió de todas ellas.

—¡Puedo sentirlo en mi interior! —exclamó—. ¡Os lo juro! Todavía está con nosotros. ¡Bajadlo! ¡Bajadlo ahora mismo!

Los anderos hicieron lo que les habían solicitado y Cortés vio por primera vez a los desconocidos que casi lo habían enterrado. No parecía una panda muy feliz, ni siquiera en esos momentos. Contemplaban el cuerpo aún con incredulidad. Pero el peligro había pasado, al menos por lo pronto. El místico se inclinó sobre Cortés y lo besó en los labios. Sus rasgos se habían fijado una vez más y resultaban exquisitos en su felicidad.

—Te amo —le susurró a Cortés—. Te amaré hasta que el amor perezca.

2

Estaba vivo, sí, pero no curado. Lo trasladaron a una pequeña habitación de ladrillo gris y lo tumbaron sobre una cama que apenas era más cómoda que el tablero sobre el que había yacido como cadáver. Había una ventana, pero como era incapaz de moverse tuvo que permitir que Pai'oh'pah lo levantara y le mostrara lo que se veía a través de ella, que no era mucho más interesante que las paredes: una simple extensión de mar (sólida una vez más) bajo un cielo nublado.

—El mar solo cambia cuando sale el sol —le explicó Pai—, cosa que no sucede muy a menudo. Tuvimos muy mala suerte. Sin embargo, todo el mundo está atónito ante el hecho de que hayas sobrevivido. Nadie había sobrevivido con anterioridad tras caer a la Cuna.

Que era algo así como una curiosidad resultaba evidente por el número de visitantes que tenía, tanto guardianes como prisioneros. El régimen parecía ser bastante laxo, por lo poco que podía ver. Había barrotes en las ventanas y la puerta se abría y se cerraba de nuevo cuando alguien entraba o salía, pero los oficiales, sobre todo el oethac que regentaba el manicomio, llamado Vigor N'ashap, y su segundo (un pavo real militar llamado Aping, cuyas botas y botones brillaban mucho más que sus ojos y cuyos rasgos se arrugaban sobre su rostro como si estuviesen abotargados de agua), eran bastante educados.

—No tienen noticias de fuera —explicó Pai—. Se limitan a vigilar a los prisioneros que les envían. N'ashap está al tanto de que hubo una conspiración contra el Autarca, pero no creo que sepa si tuvo éxito o no. Me han interrogado durante horas, pero en realidad no han preguntado nada sobre nosotros. Lo único que les dije es que éramos amigos de Scopique, que nos habíamos enterado de que había perdido la cordura y por eso vinimos a hacerle una visita. Todo inocencia, en otras palabras. Al parecer, se lo han tragado. Sin embargo, les envían suministros de comida, revistas y periódicos cada ocho o nueve días, siempre atrasados, según Aping, así que nuestra suerte no durará mucho. Entretanto, hago lo que puedo para mantenerlos felices. Se encuentran muy solos.

A Cortés no se le pasó por alto el significado de ese último comentario, pero lo único que pudo hacer fue escuchar y abrigar la esperanza de que su curación no se prolongara demasiado. Sus músculos se habían relajado ligeramente, de modo que podía abrir y cerrar los ojos, tragar e incluso mover un poco las manos, pero su torso estaba aún inmóvil por completo.

Otro de sus visitantes asiduos, y de lejos el más entretenido de todos los que venían a curiosear, era Scopique, que tenía una opinión sobre todo, incluyendo la rigidez del paciente. Era un hombre diminuto, con el perpetuo ceño fruncido de un relojero y la nariz tan respingona y minúscula que sus fosas nasales eran casi dos agujeros en medio del rostro, el cual estaba marcado por unas arrugas tan profundas que habrían servido para sembrar. Cada día venía y se sentaba al borde de la cama de Cortés, con su atuendo gris del asilo tan arrugado como su cara y con su brillante peluca negra cambiando de lugar sobre su cabeza a cada hora. Sentado, mientras le daba sorbos a su café, pontificaba: sobre política y las psicosis varias que sufrían sus compañeros internos; sobre la subyugación de L'Himby por el comercio; sobre las muertes de sus amigos, especialmente debido a lo que él llamaba «la lenta espada de la desesperación»; y, por supuesto, sobre el estado de Cortés. Afirmaba haber visto gente igual de rígida en otras ocasiones. La razón no era fisiológica, sino psicológica; una teoría que parecía compartir con Pai. En una ocasión, cuando Scopique se hubo marchado después de una sesión de teorías, dejando a Pai y a Cortés a solas, el místico confesó su culpa. Nada de aquello habría ocurrido, dijo, si se hubiera mostrado más sensible con la situación de Cortés desde el principio. En cambio, había sido grosero y cruel. El incidente del andén de Mai-Ké era un buen ejemplo. ¿Podría perdonarlo? ¿Llegaría a creer alguna vez que sus actos habían sido producto de la ineptitud y no de la crueldad? Durante años se había preguntado qué ocurriría si alguna vez iniciaban el viaje que llevaban a cabo en aquel momento, se había esforzado por prever las posibles respuestas, pero había estado sin compañía en el Quinto Dominio, incapaz de confesar sus miedos y de compartir sus esperanzas, y las circunstancias de su encuentro y su separación habían sido tan fortuitas que aquellas pocas normas que se había propuesto habían sido arrastradas por el viento.

—Perdóname —dijo una y otra vez—. Te amo y te he hecho daño, pero, por favor, perdóname.

Cortés expresó lo poco que podía con sus ojos, y deseó que sus dedos tuvieran la fuerza suficiente para sostener un bolígrafo, de manera que pudiera escribir «te perdono», pero las pequeñas mejoras que había hecho desde su resurrección parecían ser el límite de su curación y, a pesar de que Pai lo bañaba y lo alimentaba y de que masajeaba sus músculos, no había síntoma de avance en su mejoría. A pesar de las constantes palabras de aliento del místico, no cabía duda de que la muerte aún lo tenía agarrado. Los tenía agarrados a ambos, de hecho, ya que la devoción que Pai le profesaba parecía haber hecho mella en él, y más de una vez Cortés se preguntaba si el apocamiento del místico se debía solo a la fatiga o si se habían unido de forma simbiótica después del tiempo que habían pasado juntos. Si ese era el caso, su fallecimiento los enviaría a ambos al olvido.

Estaba solo en su celda el día que el sol salió de nuevo, pero Pai lo había dejado sentado para que contemplara la vista a través de los barrotes, de modo que fue capaz de observar el lento despliegue de las nubes y la aparición del más sutil de los rayos, que se deslizó hasta el mar sólido. Era la primera vez que el sol aparecía sobre el Chzercemit desde su llegada; este fenómeno le trajo un coro de bienvenida que procedía de las demás celdas, seguido por el sonido de los pies de los guardias, mientras corrían hacia el parapeto para observar la transformación. Podía ver la superficie de la Cuna desde donde estaba sentado, y sintió una especie de euforia ante el inminente espectáculo; sin embargo, mientras los rayos brillaban, también sintió un estremecimiento que se extendía por su cuerpo desde la punta de los pies; una sacudida que iba reuniendo fuerza a lo largo del trayecto, de modo que, cuando le llegó a la cabeza, tuvo la energía suficiente para arrancar los sentidos de su cráneo. Al principio creyó que se había levantado y había corrido hacia la ventana (estaba mirando a través de los barrotes el mar que había debajo), pero un sonido en la puerta atrajo su mirada y descubrió a Scopique, con Aping a su lado, que atravesaban la celda hacia el pálido y barbudo derrelicto que estaba sentado con mirada vidriosa junto a la pared del fondo. Él era ese hombre.

—¡Tienes que venir a ver esto, Zacharias! —Scopique estaba tan entusiasmado que colocó un brazo alrededor del derrelicto y tiró de él para levantarlo.

Aping le echó una mano y, juntos, comenzaron a llevar a Cortés hasta la ventana de la que su mente ya se estaba alejando. Los dejó con sus amabilidades, la euforia que sentía en su interior era como un motor. Fue mucho más allá del lúgubre corredor y dejó atrás las celdas en las que los prisioneros clamaban por ser liberados para poder ver el sol. No tenía información sobre la distribución del edificio, así que, por unos instantes, su alma veloz se perdió en el laberinto de paredes de ladrillo gris hasta que encontró a dos guardias que corrían en dirección a un tramo de escaleras de piedra y los acompañó, como una mente invisible, hasta un conjunto de habitaciones mejor iluminadas. Allí había más guardias, que habían abandonado el juego de cartas para dirigirse al exterior.

—¿Dónde está el capitán N'ashap? —preguntó uno de ellos.

—Iré a avisarlo —dijo otro, y se apartó de sus camaradas para dirigirse a una puerta cerrada.

Otro lo detuvo al decirle:

—Está en una conferencia… con el místico. —La respuesta fue seguida por el coro de carcajadas de sus compañeros.

Cortés volvió a girar su espíritu en el aire y flotó hacia la puerta, que atravesó sin vacilación y sin sufrir daño alguno. La habitación que había más allá no era, como había esperado, la oficina de N'ashap, sino una antecámara ocupada por dos sillas vacías y una mesa desnuda. En la pared que se alzaba junto a la mesa había colgado un cuadro de un niño, tan pobremente representado que resultaba imposible determinar el género. A la izquierda de la pintura, que estaba firmada por Aping, había otra puerta igual de cerrada que la que acababa de atravesar. Pero se escuchaba una voz al otro lado: la de Vigor N'ashap en pleno éxtasis.

»¡Otra vez! ¡Otra vez!», decía y, a continuación, soltó una retahíla de términos en una lengua desconocida para finalizar con gritos de «¡sí!» y «¡eso es, eso es!»

La rapidez con la que Cortés se acercó a la puerta le impidió prepararse para lo que había al otro lado. Incluso si lo hubiera hecho (incluso si hubiera conjurado la imagen de N'ashap con las calzas bajadas y su morada polla oethac) no habría podido imaginarse el estado de Pai'oh'pah, dado que en todos los meses que habían pasado juntos no había visto nunca al místico desnudo. Lo vio en aquel momento, y el asombro que le produjo su belleza solo fue eclipsado por el de la humillación que estaba sufriendo. Tenía un cuerpo tan plácido como su rostro, e igual de ambiguo incluso a plena vista. No tenía vello por ningún sitio; ni pezones; ni ombligo. Entre sus piernas, sin embargo, que en aquel momento tenía separadas al estar de rodillas delante de N'ashap, se encontraba la fuente de su transformación, el núcleo que sus compañeros de cama alcanzaban con el pensamiento. No era ni fálico ni vaginal, sino un tercer tipo de genitales completamente diferente que revoloteaba en su entrepierna como una paloma nerviosa y, con cada aleteo, reconfiguraba su núcleo brillante de tal modo que Cortés, hipnotizado, descubrió un nuevo eco en cada movimiento. Allí estaba reflejada su propia carne, desplegándose a medida que pasaba entre los Dominios. Y también el cielo sobre Patashoqua y el mar más allá de la ventana cerrada, perdiendo su solidez para convertirse en agua de nuevo. Y el aliento, soplado dentro de un puño cerrado; y su poder para destruir: todo estaba allí, allí mismo.

N'ashap no prestaba atención a semejante imagen. Quizá, en su ardor, ni siquiera lo había visto. Tenía la cabeza del místico atrapada entre sus manos llenas de cicatrices y empujaba el puntiagudo extremo de su verga en la boca de Pai. El místico no ponía objeciones. Tenía los brazos colgando a los costados hasta que N'ashap exigió que colocara las manos sobre su miembro. Cortés no pudo soportar verlo por más tiempo. Lanzó su mente a través de la habitación hacia la espalda del oethac. ¿No decía Scopique que el pensamiento era poder?
Si eso es cierto,
pensó Cortés,
soy una molécula dura como el diamante.
Escuchó cómo N'ashap jadeaba de placer mientras embestía la garganta del místico y, en aquel momento, golpeó el cráneo del oethac. La habitación desapareció y la carne cálida lo presionó desde todos lados; sin embargo, la inercia lo llevó hasta el otro lado y se giró para ver que las manos de N'ashap se apartaban de la cabeza del místico para dirigirse a la propia y que su boca sin labios emitía un alarido de dolor.

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