Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (58 page)

Read Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Oscar no contestó.

»Quiero ver Yzordderrex, Oscar —dijo—, y si tú no me llevas, buscaré a un mago que lo haga.

—No te atrevas a bromear con esto.

—Lo digo en serio —le contestó con ferocidad—. No creo que seas el único que conoce el camino.

—No, pero casi.

—Habrá otros. Los encontraré si es necesario.

—Todos están locos —dijo él—. O muertos.

—¿Los han asesinado? —quiso saber, antes de comprender por completo las implicaciones de su pregunta.

La expresión del rostro de Oscar (o más bien la falta de esta) fue suficiente para confirmar las sospechas de Jude. Había visto en el noticiario cómo retiraban los cadáveres del escenario de sus macabros juegos; pero esos cuerpos no pertenecían ni a un grupo de
hippies
incinerados ni a unos adoradores del diablo enloquecidos por el sexo. En realidad, eran los poseedores de un poder verdadero, hombres y mujeres que quizá hubieran caminado hacia donde ella anhelaba ir: Imajica.

—¿Quién está detrás, Oscar? Es alguien que tú conoces, ¿verdad?

Él se puso en pie y cruzó la estancia hasta llegar a su lado. Sus movimientos fueron tan rápidos que Judith pensó por un instante que tenía intención de golpearla. Pero, en lugar de hacer eso, cayó de rodillas frente a ella, le sostuvo las manos con fuerza y la miró a los ojos con una intensidad casi hipnótica.

—Escúchame bien —le pidió—. Tengo ciertas obligaciones familiares de las cuales desearía que Dios me librara. Ellos me exigen ciertas cosas que yo me negaría a hacer de buena gana si pudiera…

—Todo esto está relacionado con la torre, ¿verdad?

—Preferiría no hablar del tema.

—Pero es que ya lo estamos haciendo, Oscar.

—Es un asunto privado y muy espinoso. Trato con individuos que carecen de moralidad alguna. Si supieran que estoy hablando contigo de esto, tanto tu vida como la mía correrían peligro. Te lo ruego, no vuelvas a hablar de este tema con nadie. No debería haberte llevado a la torre.

Si de verdad sus ocupantes eran la mitad de peligrosos de lo que Oscar aseguraba, ¿qué harían si supieran la cantidad de secretos que había contemplado cuando estuvo en la torre?

»Prométeme que no hablarás de esto con nadie —insistió él.

—Quiero ver Yzordderrex, Oscar.

—Prométemelo. No más conversaciones sobre la torre, ni en esta casa ni fuera de ella. Prométemelo, Judith.

—Muy bien. No hablaré sobre la torre.

—En esta casa…

—… ni fuera de ella. Pero, Oscar…

—¿Qué, cariño?

—Todavía quiero ver Yzordderrex.

2

La mañana posterior a esa conversación, Judith se acercó a Highgate. Era otro día lluvioso y, como resultaba imposible encontrar un taxi libre, se decidió por coger el metro. Fue un error. Nunca le había gustado viajar en el suburbano ni en el mejor de los casos (sacaba a la luz su latente claustrofobia); además, mientras estaba allí recordó que dos de los asesinatos ocurridos en la última oleada de crímenes habían tenido lugar en esos túneles: una persona había sido arrojada a la vía al paso de un tren cargado de pasajeros en la estación de Piccadilly, y a la otra la habían apuñalado hasta morir en algún lugar de Jubilee Line, a medianoche. Aquel no era el método de transporte más seguro para alguien que había contemplado indicios de los prodigios ocultos a los ojos del mundo; y ella era una de esas escasas personas. Por tanto, cuando salió al aire libre en la estación de Archway sintió algo más que alivio. El cielo se había despejado y decidió ir a Highgate Hill a pie. No le resultó difícil dar con la torre, si bien su aspecto corriente, sumado al escudo de árboles cargados de hojas que crecían delante del edificio, conseguía que muy pocos ojos repararan en ella.

A pesar de las claras advertencias de Oscar, era difícil sentirse amenazada por el lugar: brillaba un cálido sol primaveral que la obligó a quitarse la chaqueta, y el césped estaba cubierto de gorriones que se esforzaban por atrapar las lombrices que habían salido con la lluvia. Judith inspeccionó las ventanas en busca de algún indicio que le mostrara que el lugar estaba ocupado, pero no vio nada. Evitó la puerta principal, con la cámara colocada en el escalón de entrada, y se dirigió hacia uno de los laterales del edificio sin que nada la detuviese, ni muros ni alambradas. Estaba claro que los dueños habían decidido que la mejor defensa de la torre radicaba en su capacidad de pasar desapercibida y que, cuantas menos medidas tomaran para evitar la entrada de intrusos, menos atención despertaría el lugar. Desde la parte de atrás no se veía nada en absoluto que resultara interesante. La mayoría de las ventanas tenía las persianas bajadas, y las pocas que estaban sin cubrir pertenecían a habitaciones vacías. Dio una vuelta completa a la torre en busca de otra vía de entrada, pero no localizó ninguna.

De camino a la fachada principal intentó imaginarse los pasadizos enterrados bajo sus pies, los libros apilados en la penumbra y el alma que yacía aprisionada en una oscuridad aún más absoluta, con la esperanza de que su mente fuera capaz de ir allí donde su cuerpo no podía. Sin embargo, el ejercicio resultó ser tan infructuoso como la inspección de las ventanas. El mundo real era implacable: no movería ni una sola partícula de tierra para dejarla pasar. Desalentada, rodeó el edificio por última vez antes de desistir en el empeño. Tal vez debiera regresar por la noche, pensó, cuando el asalto de la realidad no fuese tan brutal. O, tal vez, debiera decidirse por hacer otro viaje inducido por el ojo azul, por mucho que esa opción la pusiera un poco nerviosa. A decir verdad, no tenía control sobre el mecanismo gracias al cual el ojo provocaba semejante vuelo, y temía que la piedra adquiriera poder sobre ella. Ya tenía suficiente con Oscar en ese sentido.

Volvió a ponerse la chaqueta y comenzó a alejarse de la torre. A juzgar por la ausencia de vehículos en Hornsey Lane, la colina, que había estado congestionada a causa del tráfico, todavía debía de estar bloqueada, lo que evitaba que los conductores pasaran por el lugar. De todos modos, el silencio provocado por la ausencia de los coches no estaba vacío. El sonido de unos pasos que se acercaban la alertó de que había alguien tras ella antes de que escuchara la voz.

—¿Quién eres?

Judith se dio la vuelta, no muy convencida de que la pregunta estuviera dirigida a ella, pero descubrió que la mujer que había hablado (de unos sesenta años y aspecto andrajoso y enfermizo) y ella misma eran las únicas personas a la vista. Además, la desconocida la observaba con una expresión casi demente. Volvió a hacerle la misma pregunta de nuevo y, al fijarse en sus labios, Jude descubrió que sufrían de una cierta asimetría y que estaban cubiertos de saliva, lo que indicaba que la desconocida había sufrido una apoplejía en el pasado.

—¿Quién eres?

Aún irritada por su fracaso en la torre, Judith no estaba de humor para aguantar a la que, sin duda alguna, era la esquizofrénica del vecindario; estaba a punto de darse la vuelta para seguir caminando cuando la mujer habló de nuevo.

—¿No sabes que te harán daño?

—¿Quiénes? —le preguntó ella.

—La gente de la torre. La Tabula Rasa. ¿Qué estabas buscando?

—Nada.

—Pues parecías observar todo con demasiado interés para no estar buscando algo.

—¿Usted espía para ellos?

La desconocida dejó escapar un horrible sonido que Judith interpretó como una carcajada.

—Ni siquiera saben que estoy viva —contestó. Y, entonces, por tercera vez volvió a preguntar—; ¿Quién eres?

— Me llamo Judith.

—Yo soy Clara Leash —dijo la señora, al tiempo que echaba un vistazo a la torre por encima del hombro—. Sigue andando —le ordenó—. Hay una iglesia de camino a la colina. Nos encontraremos allí.

—¿De qué va todo esto?

—Aquí no, en la iglesia.

Y dicho esto, la mujer le dio la espalda y se alejó visiblemente agitada, lo que la disuadió de seguirla. Dos de las palabras de la breve conversación que se había producido entre ellas la convencieron de que debía esperarla en la iglesia y descubrir qué tenía que decir Clara Leash. Las palabras eran «Tabula Rasa». No había vuelto a escucharlas desde que hablara con Charlie en la casa de los Godolphin, cuando este le contó que lo habían pasado por alto en favor de Oscar. Él no le había dado mucha importancia y ella no recordaba los detalles de la conversación, dado que la violencia y las revelaciones que siguieron habían ocupado su mente. En ese momento se afanó por extraer de la memoria lo que Charlie le había contado sobre la organización. Había comentado algo acerca de la contaminación del suelo de Inglaterra y ella le había preguntado a qué contaminación se refería; pero Charlie había contestado medio en broma. No obstante, ya sabía qué era la «contaminación»: la magia. En esa insulsa torre, la vida de los hombres y mujeres cuyos cuerpos se habían hallado semienterrados o aplastados en las vías del metro de Piccadilly Line habían sido juzgadas y tachadas de corruptas. No era de extrañar que Oscar estuviera perdiendo peso y que llorara en sueños. Formaba parte de una Sociedad fundada con el firme propósito de erradicar una segunda sociedad, cada vez más exigua, de la que también era miembro. A pesar de todo su carácter, no era más que el sirviente de dos amos: la magia y sus detractores. Sobre ella recaía la responsabilidad de ayudarlo, fuera como fuese. Era su amante y, sin su ayuda, Oscar acabaría aplastado entre esas dos voluntades enfrentadas. Y, a cambio, él sería su billete a Yzordderrex, sin el cual jamás podría contemplarlas maravillas de Imajica. Se necesitaban el uno al otro, sanos y salvos.

Aguardó a las puertas de la iglesia durante media hora, antes de que Clara Leash apareciera con aspecto nervioso.

—Aquí fuera no —le dijo—. Dentro.

Se adentraron en el sombrío interior del edificio y tomaron asiento cerca del altar, con el fin de no ser escuchadas por las personas que rezaban sus oraciones de mediodía en la parte de atrás. No era el lugar más apropiado para mantener una conversación entre susurros; el eco de la nave transportaba el sonido de sus palabras, aunque no su significado, y las paredes desnudas las traían de vuelta. Y tampoco es que hubiera demasiada confianza entre ellas, para empezar. Con el fin de evitar la mirada fría de Clara, Judith le dio la espalda parcialmente al inicio de su conversación, y solo la miró cara a cara cuando hubieron acabado con los rodeos preliminares y se sintió lo bastante segura como para formular la pregunta que rondaba su mente.

—¿Qué sabe sobre la Tabula Rasa?

—Todo lo que hay que saber —respondió Clara—. Fui miembro de la Sociedad durante muchos años.

—¿Y creen que está muerta?

—No están muy desencaminados. Solo me quedan un par de meses de vida, y esa es la razón de que sea tan importante que deje constancia de lo que sé.

—¿A mí?

—Depende —contestó—. Antes tengo que saber lo que estabas haciendo en la torre.

—Estaba buscando el modo de entrar.

—¿Alguna vez has estado dentro?

—Sí y no.

—¿Y eso qué significa?

—Mi mente ha estado dentro, aunque no mi cuerpo —le explicó Judith, a la espera de volver a escuchar la extraña risa de la mujer en respuesta.

En lugar de reírse, le contestó:

—La noche del 31 de diciembre.

—¿Cómo coño lo sabe?

Clara acarició con sus manos la cara de Judith. La mujer tenía los dedos helados.

—Antes de nada, deberías saber cómo abandoné la Tabula Rasa.

Aunque le relató la historia sin florituras, le llevó bastante tiempo, puesto que muchas de las cosas que contaba requerían ciertas explicaciones para que Judith las comprendiera a fondo. Clara, al igual que Oscar, era la descendiente de uno de los miembros fundadores de la Sociedad y había sido educada para creer en sus principios básicos: Inglaterra, que en una ocasión había sido corrompida por la magia casi hasta el borde de la destrucción, necesitaba ser protegida de cualquier culto o individuo cuyo fin fuera el de educar a las futuras generaciones en la práctica de sus enseñanzas depravadas. Cuando Judith preguntó qué había sucedido para que el país quedara al borde de la destrucción, obtuvo una respuesta que era la historia en sí misma. El próximo solsticio de verano se cumplirían doscientos años de la puesta en práctica de un ritual que había acabado siendo un trágico desastre, explicó la mujer. Su fin había sido el de reconciliar la realidad de la Tierra con la de las restantes cuatro dimensiones.

—Los Dominios —dedujo Judith, bajando la voz que ya era apenas un murmullo.

—Dilo en voz alta —la reprendió Clara—. ¡Dominios! ¡Dominios! —No alzó el volumen en exceso pero, como llevaban un buen rato hablando en susurros, ambas quedaron sorprendidas por la exclamación—. Ha permanecido en secreto demasiado tiempo —dijo—. Y eso le da poder al enemigo.

—¿Quién es el enemigo?

—Hay muchos —explicó—. En este Dominio, son la Tabula Rasa y sus sirvientes. Y tienen muchos, créeme, y con cargos de la mayor importancia.

—¿Cómo es posible?

—No es difícil cuando los miembros de tu sociedad son los descendientes de aquellos que proclamaban a los reyes de antaño. Y, si la influencia falla, siempre puedes abrirte camino en la democracia con dinero. Sucede muy a menudo.

—¿Y en el resto de los Dominios?

—Cada vez resulta más difícil obtener información, sobre todo ahora. Conozco a dos mujeres que viajaban cada cierto tiempo a los Dominios reconciliados. Una de ellas fue encontrada muerta hace una semana. La otra ha desaparecido. Es posible que también la hayan asesinado…

—… por orden de la Tabula Rasa.

—Sabes muchas cosas, ¿no es cierto? ¿Quién es tu fuente?

Judith sabía desde un principio que Clara acabaría formulando esa pregunta, y llevaba un buen rato tratando de decidir el modo de contestarla. Su confianza en la integridad de Clara Leash crecía a pasos agigantados, pero ¿no sería de algún modo precipitado compartir con una mujer a la que había tomado por una mendiga tan solo un par de horas antes, un secreto que podría condenar a Oscar a muerte si llegara a oídos de la Tabula Rasa?

—No puedo decírselo —contestó—. Esta persona ya corre un grave peligro.

—Y no confías en mí —dijo, y alzó las manos para acallar cualquier posible protesta—. ¡No me vengas con zalamerías! —exclamó—. No confías en mí, ¿por qué iba a culparte? Pero déjame que te diga algo: ¿se trata de un hombre?

Other books

Chicken Soup for the Recovering Soul Daily Inspirations (Chicken Soup for the Soul) by Jack Canfield, Mark Victor Hansen, Peter Vegso, Gary Seidler, Theresa Peluso, Tian Dayton, Rokelle Lerner, Robert Ackerman
Wildfire Run by Dee Garretson
Sea Breeze by Jennifer Senhaji, Patricia D. Eddy
Neurotica by Sue Margolis
Fatal Tide by Iris Johansen
Ice Whale by Jean Craighead George