Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (62 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—¿Qué oyes? —le preguntó Cortés.

—Ya no está en mis sueños, señor Zacharias —le respondió, pronunciando su nombre con total precisión, como si nombrar correctamente a las fuerzas que tenía a su alrededor le confiriera cierto poder sobre ellas.

—¿Dónde está? —inquirió Cortés.

—Está fuera. Puedo oírla. Escuche.

Él acercó la cabeza a la pared. En efecto, se escuchaba un murmullo a través de la piedra, aunque supuso que su origen se encontraba en el generador del asilo o en el horno, y no en la Dama de la Cuna.

»¿La oye?

—Sí, la oigo.

—Quiere entrar —dijo Hurra—. Intentaba entrar a través de mis sueños pero, como no ha podido, ahora viene a través de la pared.

—Entonces… tal vez debamos apartarnos —propuso Cortés, que alargó la mano hasta ponerla sobre el hombro de la niña. Estaba helada—. Vamos, déjame que te lleve otra vez a la cama. Estás helada.

—Estaba en el mar —le confesó a Cortés, tras permitirle que la rodeara con los brazos y la pusiera en pie.

Cortés miró a Aping y murmuró la palabra «Scopique». Al ver la fragilidad de su hija, el sargento salió por la puerta con la misma obediencia que un buen perro y dejó que Hurra se aferrara a Cortés. Este la depositó en la cama y la arropó con una manta.

»La Dama de la Cuna sabe que estás aquí —le dijo la niña, dejando a un lado las formalidades.

—¿De veras?

—Me dijo que estuvo a punto de ahogarte, pero que no se lo permitiste.

—¿Por qué querría hacer eso?

—No lo sé. Tendrás que preguntárselo cuando venga.

—¿Le tienes miedo?

—Claro que no. ¿Y tú?

—Bueno, si trató de ahogarme…

—No volverá a hacerlo si te quedas conmigo. A ella le gusto, y si sabe que tú me gustas, no te hará daño.

—Me alegro de saberlo —le dijo Cortés—. ¿Y qué pensaría si tuviéramos que irnos de aquí esta noche?

—No podemos hacer eso.

—¿Por qué no?

—No quiero subir —le respondió—. No me gusta.

—Todos están durmiendo —le explicó Cortés—. Podríamos huir a hurtadillas. Tú, yo y mis amigos. No sería tan malo, ¿verdad? —La niña no parecía muy convencida—. Creo que a tu papá le gustaría que fuéramos a Yzordderrex. ¿Has estado alguna vez allí?

—Cuando era muy pequeña.

—Podríamos ir de nuevo.

Hurra negó con la cabeza.

—La Dama de la Cuna no nos dejará —respondió.

—Lo haría si supiera que eso es lo que tú quieres. ¿Por qué no subimos y echamos un vistazo?

Hurra miró de soslayo la pared, como si esperara que la marea de Tishalullé la derribara en aquel preciso instante. Al ver que no sucedía nada, dijo:

—Yzordderrex está muy lejos de aquí, ¿verdad?

—Sí, es un viaje muy largo.

—Lo leí en mis libros.

—¿Por qué no te pones otra ropa más abrigada? —le pidió Cortés.

Las dudas de la niña se desvanecieron gracias a la aprobación tácita de la Diosa, así que Hurra se levantó para escoger algunas prendas de su exiguo vestuario, que colgaba de unas perchas situadas en la pared opuesta. Cortés aprovechó la ocasión para echarle un vistazo a la pequeña colección de libros que había a los pies de la cama. Varios eran cuentos para niños, tal vez recuerdos de tiempos más felices; otro era una voluminosa enciclopedia escrita por una tal Maybellome, que habría podido resultar una lectura educativa en otras circunstancias, pero cuya escritura resultaba demasiado densa como para hojearla, y que pesaba demasiado como para llevársela. Había un tomo de poesía con rimas sin sentido, además de lo que tenía el aspecto de ser una novela con una hoja de papel que marcaba el punto de lectura de Hurra. Se la metió en el bolsillo mientras ella le daba la espalda, tanto por el bien de la niña como por el suyo propio, y después se acercó a la puerta con la esperanza de que Aping y Scopique estuvieran a la vista. No había ni rastro de ellos y, entretanto, Hurra ya había terminado de vestirse.

—Estoy lista —anunció—. ¿Nos vamos? Papá nos encontrará.

—Eso espero —replicó Cortés.

Con toda seguridad, quedarse en la celda les haría perder un tiempo precioso. Hurra le preguntó a Cortés si podía cogerle la mano, a lo que él respondió que por supuesto que sí; y así, juntos, comenzaron su recorrido por unos pasillos que en la penumbra resultaban asombrosamente parecidos. Se detuvieron en varias ocasiones, cada vez que el sonido de las botas contra el suelo anunciaba la cercanía de los guardias, pero Hurra estaba tan alerta ante el peligro como Cortés y los salvó de ser descubiertos en dos ocasiones.

En un momento dado, mientras subían el último tramo de escaleras que los llevaría a cielo abierto, se produjo un estrépito no lejos de ellos. Ambos se quedaron paralizados y retrocedieron hacia las sombras, pero no habían sido ellos los causantes de la conmoción. Era la voz de N'ashap la que reverberaba por el corredor, acompañada por un martilleo espeluznante. El primer pensamiento de Cortés fue para Pai y, antes de que el sentido común se impusiera, ya había abandonado su escondite y se dirigía hacia la fuente del sonido; miró hacia atrás para indicarle a Hurra que debía quedarse donde estaba, pero la niña ya estaba pegada a sus talones. Cortés reconoció el pasillo que tenía delante. La puerta que se encontraba abierta a unos veinte metros de distancia era la de la celda en la que había dejado a Pai. Y de allí provenía el sonido de la voz de N'ashap, un confuso torrente de insultos y acusaciones que había atraído a los guardias de inmediato. Cortés inspiró con fuerza, preparándose para la violencia que ya era inevitable.

—No sigas —le dijo a Hurra para luego correr hacia la puerta abierta.

Tres guardias, dos de ellos oethaques, se acercaban desde el lado contrario, pero solo uno de ellos miraba a Cortés. El hombre le gritó una orden que Cortés no pudo entender debido a la cacofonía de ruidos de N'ashap, aunque, de todas formas, levantó los brazos con las manos abiertas por temor a que fuera de los que apretaban el gatillo con facilidad; al mismo tiempo, dejó de correr y continuó caminando. Estaba a unos diez pasos de la puerta, pero los guardias llegaron antes que él. Se produjo una breve conversación con N'ashap, durante la cual Cortés tuvo tiempo de reducir la distancia que lo separaba de la puerta; sin embargo, una segunda orden, en esta ocasión una orden muy explícita de que se quedara quieto, respaldada por el arma del guardia que apuntaba directamente a su corazón, lo detuvo en el acto.

Tan pronto como se quedó inmóvil, N'ashap salió de la celda arrastrando del pelo a Pai con una mano, mientras que con la otra empuñaba su espada, una brillante extensión de acero, contra el abdomen del místico. Las cicatrices de la enorme cabeza de N'ashap estaban inflamadas por el alcohol que había ingerido; el resto de su piel tenía una palidez cadavérica, como si estuviera hecho de cera. Al llegar al umbral de la puerta se tambaleó, algo mucho más peligroso debido a su incapacidad para mantener el equilibrio. El místico ya había demostrado en Nueva York que podía sobrevivir a traumatismos que hubieran causado la muerte instantánea a cualquier humano. No obstante, la espada de N'ashap estaba preparada para ensartarlo como a un pescado, y no había forma de que sobreviviera a eso. Los ojillos del comandante estaban clavados en Cortés, si bien le costaba trabajo mantener la mirada fija.

—Tu místico se ha vuelto muy fiel de repente —le dijo entre jadeos—. ¿A qué se debe? Primero viene a buscarme y después no deja que me acerque. Tal vez necesite tu permiso, ¿se trata de eso? Pues dáselo. —Apretó la hoja contra el abdomen de Pai—. Vamos. Ordénale que sea amable, o dalo por muerto.

Cortés bajó las manos un poco, muy despacio, como si tratara de atraer la atención de Pai.

—No creo que tengamos otra opción —le dijo.

Su mirada vagó del rostro inexpresivo del místico hasta la espada que apuntaba a su vientre, mientras calculaba las probabilidades que tendría de volarle la cabeza a N'ashap con un pneuma antes de que este pudiera utilizar su espada.

Claro que N'ashap no era el único factor a tener en cuenta. Había tres guardias más, todos armados, y sin duda habría más refuerzos en camino.

—Será mejor que hagas lo que quiere —le indicó Cortés, que inspiró con fuerza cuando terminó de hablar.

N'ashap vio cómo cogía aire y se dio cuenta de que también se llevaba la mano a la boca. Incluso borracho, presintió el peligro y dejó escapar un grito para alertar a los hombres que permanecían tras él en el pasillo, al tiempo que se apartaba de su línea de fuego y de la de Cortés.

Al verse privado de un objetivo, Cortés dirigió su aliento contra los que restaban. El pneuma voló hacia los guardias cuando los dedos de estos se disponían a apretar el gatillo, y golpeó al más cercano con tanta fuerza que reventó su pecho. El tremendo impacto arrojó el cuerpo contra los otros dos guardias. Uno cayó en el acto y el arma se le escapó de entre las manos. El otro se vio cegado un momento por la sangre y los restos de órganos, pero se recuperó con prontitud y le hubiera volado la cabeza a Cortés si este no se hubiera movido para abalanzarse sobre el cadáver. El guardia disparó una vez de modo indiscriminado, pero antes de que pudiera volver a hacerlo de nuevo, Cortés cogió el arma que habían dejado caer y abrió fuego. El guardia poseía la suficiente sangre de oethac como para ser inmune a las balas que le llovían, hasta que una de ellas lo alcanzó en el ojo, que aún tenía la visión borrosa, y se lo destrozó. El oethac dejó escapar un alarido y retrocedió, soltando el arma para así poder llevarse las manos a la herida.

Sin hacer caso del tercer hombre, que aún gemía en el suelo, Cortés se dirigió a la puerta de la celda. Dentro, el capitán N'ashap permanecía cara a cara con Pai'oh'pah. La mano del místico agarraba la espada y la sangre se deslizaba por su palma, pero el comandante no parecía pretender causarle más daño. Miraba fijamente el rostro de Pai y tenía una expresión de perplejidad.

Cortés se detuvo, a sabiendas de que cualquier acción por su parte provocaría que N'ashap despertara de su estado de estupor. Fuera quien fuese la persona que veía en lugar de Pai (¿tal vez la puta que se parecía a su madre? ¿Otra reminiscencia de Tishalullé en aquel sitio lleno de madres perdidas?), era más que suficiente para evitar que la espada cercenase los dedos del místico.

Los ojos de N'ashap se llenaron de lágrimas. El místico no se movió, de la misma forma que su mirada no abandonó nunca el rostro del capitán. Parecía estar ganando la batalla entre el deseo de N'ashap y sus intenciones asesinas. Los dedos del oethac se relajaron alrededor de la espada. El místico soltó la hoja, que cayó por su propio peso desde la mano del capitán al suelo. No obstante, el ruido que provocó al chocar contra el suelo no pasó desapercibido para N'ashap a pesar del trance en el que se encontraba; el oethac sacudió la cabeza con violencia y su vista pasó rápidamente del rostro de Pai al arma que había caído entre ambos.

El místico se movió con rapidez y alcanzó la puerta en dos zancadas. Cortés cogió aire, pero cuando se disponía a llevarse la mano a la boca escuchó gritar a Hurra. Desvió la vista por el pasillo hacia la niña, que huía de dos guardias oethaques; uno de ellos intentaba atraparla al vuelo, mientras que el otro tenía la vista clavada en Cortés. Pai estiró el brazo y lo apartó del vano de la puerta, ya que N'ashap, que se había incorporado mientras avanzaba, corría hacia ellos espada en mano. La oportunidad de deshacerse de él con un pneuma había pasado. Cortés solo tuvo tiempo de agarrar el pomo de la puerta y cerrarla de un portazo. La llave se encontraba en la cerradura. La giró al tiempo que el enorme cuerpo de N'ashap se estrellaba contra la hoja desde el otro lado.

En ese momento, Hurra corría con su perseguidor pegado a los talones, justo por delante del segundo guardia. Cortés le lanzó el arma a Pai y se adelantó para coger a Hurra antes de que el oethac la atrapara. La pequeña se lanzó a sus brazos sin pensarlo y Cortés se echó a un lado para proporcionar a Pai un campo de tiro limpio. El oethac que la perseguía se dio cuenta del peligro e hizo ademán de coger su arma. Cortés echó la vista atrás, en dirección a Pai.

—¡Mata a esos cabrones! —le gritó, pero el místico miraba el arma que sostenía como si no supiera qué hacía allí—. ¡Pai! ¡Por el amor de Dios! ¡Mátalos!

El místico ya había levantado el arma, pero todavía no parecía capaz de apretar el gatillo.

»¡Hazlo de una vez! —aulló Cortés.

Sin embargo, Pai negó con la cabeza, y hubiera dejado que los mataran a todos si dos disparos limpios no hubieran atravesado la nuca de los guardias y los hubieran derribado.

—¡Papá! —gritó Hurra.

Era el sargento, desde luego, seguido por Scopique, quien apareció a través del humo. No miró a su hija, a la que acababa de salvar la vida, sino a los soldados a los que había matado. Parecía traumatizado por el suceso. Incluso cuando Hurra se acercó a él, sollozando por el alivio y el miedo, el sargento apenas si se percató. No fue hasta que Cortés lo hizo emerger de la neblina de culpabilidad que lo envolvía, al comentar que deberían salir de allí mientras tuvieran una mínima posibilidad de escapar, que el sargento habló:

—Eran mis hombres —dijo.

—Y esta es su hija —replicó Cortés—. Tomó la decisión correcta.

N'ashap aporreaba la puerta de la celda y gritaba pidiendo ayuda. No pasaría mucho tiempo antes de que esta llegara.

—¿Cuál es el camino más rápido para salir de aquí? —le preguntó Cortés a Scopique.

—Antes de eso, me gustaría sacar a los demás —respondió Scopique—. Al padre Atanasio, Izaak, Squalling…

—No tenemos tiempo —le dijo Cortés—. ¡Díselo, Pai! O nos vamos ahora o nunca lo haremos. ¿Pai? ¿Estás con nosotros?

—Sí…

—Pues deja de soñar y pongámonos en marcha.

Scopique condujo al quinteto por un camino lateral hacia el aire de la noche, aunque no dejaba de protestar acerca de dejar a los demás bajo arresto. Cuando salieron a la superficie, no lo hicieron en el parapeto, sino en plena roca.

—Y ahora, ¿en qué dirección? —preguntó Cortés.

Más abajo se escuchaba una serie de gritos. Sin duda, N'ashap ya habría sido liberado y estaría ordenando un estado de alerta máxima.

—Tenemos que dirigirnos al puerto más cercano.

—Entonces, a la península —respondió Scopique, e hizo un gesto para que Cortés mirara hacia un brazo de tierra, apenas visible en la oscuridad de la noche, que se extendía más allá de la Cuna.

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