Sin embargo, en días como ese en los que el frío aire de la Vía Crucis silbaba a través de los chapiteles del palacio de Kwem, sentía el deseo de poder enviar el espejo que miraba por las mañanas a Yzordderrex para que su reflejo pudiera gobernar en su lugar. Así podría permanecer en ese sitio y pensar en su pasado distante: Inglaterra en pleno verano. Las calles de Londres que brillaban por la lluvia cuando se despertaba, los campos a las afueras de la ciudad donde la tranquilidad solo era interrumpida por el zumbido de las abejas… Imágenes que conjuraba con anhelo cuando se encontraba de humor elegiaco. No obstante, ese estado de ánimo rara vez duraba mucho. Era demasiado realista y exigía recuerdos fieles. Sí, había lluvia, pero caía con tanta fuerza que destrozaba cualquier fruta que no hubiera sido arrancada ya de las ramas. Y el rumor de esos campos era el de los campos de batalla; el murmullo no provenía de los árboles, sino de las moscas que buscaban un lugar en el que posarse.
Su vida comenzó aquel verano; sus primeros años no habían estado llenos de amor y bienestar, sino de Apocalipsis. No había predicador en el parque que no hubiera tenido una revelación aquel año, como tampoco quedaba puta en Drury Lane que no hubiera visto al Diablo bailar sobre los tejados a medianoche. ¿Cómo no iban a influir esos años en él, a llenarlo de tal pavor ante la inminente destrucción, a otorgarle el ansia de ordenar, regir y construir su propio Imperio?
Era un hijo de su tiempo, y si este lo había vuelto cruel a la hora de perseguir sus fines, ¿era culpa suya o de la época?
La tragedia no radicaba en el sufrimiento que causaba, inevitablemente, cualquier movimiento social, sino en el hecho de que sus logros se veían amenazados en esos momentos por fuerzas que, si salían victoriosas, llevarían de vuelta a Imajica el caos del que él la había sacado, deshaciendo su trabajo en muchísimo menos tiempo del que le había costado llevarlo a cabo. Si tenía que eliminar esas fuerzas subversivas, se le presentaba un número muy limitado de alternativas y, tras los sucesos de Patashoqua y el descubrimiento de los planes en su contra, se había retirado a la quietud del palacio de Kwem para escoger la más adecuada. Podía seguir tratando las rebeliones, las revueltas y los levantamientos como molestias menores, limitando sus represalias a pequeñas pero elocuentes muestras de represión, como fue el caso del incendio de aquella aldea, Beatrix, y el de los juicios y ejecuciones de Vanaeph. Esa opción presentaba dos grandes desventajas. El atentado más reciente contra su vida, a pesar de que fue fallido, se acercó demasiado al éxito para su tranquilidad y, hasta que se silenciara a todos y cada uno de los radicales y revolucionaros, seguiría en peligro. Más aún: ya que todo su reino se había visto salpicado de episodios que habían requerido de algún tipo de brutalidad deliberada, ¿supondría esa nueva oleada de purificaciones y represiones alguna diferencia? Quizá hubiera llegado el momento de tener una visión más ambiciosa: declarar la ley marcial en las ciudades; encarcelar a los Tetrarcas, de manera que su corrupción quedase expuesta en nombre de una Yzordderrex justa; derribar los gobiernos; y hacer que la resistencia se enfrentara a los ejércitos del Segundo Dominio al completo. Quizá Patashoqua debiera arder como Beatrix. O tal vez L'Himby y sus maltrechos templos.
En el caso de que esa posibilidad se llevara a cabo con éxito, cortaría el problema de raíz. Si no fuera así, si sus consejeros habían subestimado la magnitud del problema o la calidad de los líderes de esa chusma, podría cerrarse el cerco y el Apocalipsis en el que había nacido aquel lejano verano volvería a rodearlo allí, en el corazón de su tierra prometida.
¿Qué ocurriría si ardía Yzordderrex en lugar de Patashoqua? ¿Dónde podría ir en busca de consuelo? ¿A Inglaterra, quizá? Se preguntó si la casa de Clerkenwell seguiría en pie y, en ese caso, si sus habitaciones seguirían consagradas al placer o si la destrucción del maestro las habría derrumbado. Las preguntas lo atormentaban. Mientras se sentaba para meditar sobre ellas, descubrió que sentía en lo más profundo cierta curiosidad (no, no era curiosidad, era deseo) por descubrir el aspecto del Dominio no reconciliado casi doscientos años después de su propia creación.
Su meditación quedó interrumpida por Rosengarten
[2]
; le había dado ese nombre con toda ironía, ya que era el ser más yermo que jamás hubiese existido. Con manchas blancas y negras causadas por una enfermedad que había contraído en los pantanos de Loquiot, y cuyos delirios lo habían llevado a castrarse, Rosengarten vivía para cumplir con su deber. De entre los generales, era el único que no llevaba ningún exceso a la austeridad de aquellas habitaciones. Hablaba y se movía con tranquilidad; no apestaba a perfume; nunca bebía; nunca consumía kreauchee. Era el vacío perfecto y el único hombre en el que el Autarca confiaba plenamente.
Le llevaba noticias que transmitió sin adornos. El manicomio de la Cuna del Chzercemit había sido el escenario de una rebelión. Casi toda la guarnición había sido asesinada en circunstancias que todavía se investigaban, y el grueso de los prisioneros había escapado, liderados por un individuo llamado Scopique.
—¿Cuántos eran? —preguntó el Autarca.
—Tengo una lista, señor —replicó Rosengarten, abriendo la carpeta que llevaba consigo—. Faltaban cincuenta y un individuos a la hora de hacer el cómputo, aunque la mayoría eran disidentes religiosos.
—¿Alguna mujer?
—Ninguna.
—Deberíamos haberlos ejecutado en lugar de encarcelarlos.
—Algunos hubieran recibido con agrado el martirio, señor. La decisión de encarcelarlos se tomó con esa consideración en mente.
—Así que ahora regresan a sus rebaños para predicar de nuevo la revolución. Debemos evitar eso. ¿Cuántos operaban en Yzordderrex?
—Nueve. Entre ellos, el padre Atanasio.
—¿Atanasio? ¿Quién es?
—El careste que proclamaba ser Cristo. Su congregación está cerca del puerto.
—En ese caso, es probable que sea allí donde regrese.
—Eso parece.
—Tarde o temprano, todos regresarán a sus congregaciones. Debemos prepararnos para enfrentarnos a ellos. Nada de arrestos. Nada de juicios. Limitémonos a eliminarlos con el menor ruido posible.
—Sí, señor.
—No quiero que Quaisoir se entere de esto.
—Creo que ya lo sabe, señor.
—Pues entonces hay que prohibirle que haga cualquier cosa que llame la atención.
—Entendido.
—Debemos llevar este asunto con discreción.
—Me temo que hay algo más, señor.
—¿De qué se trata?
—Había dos individuos más en la isla antes de la rebelión…
—¿Qué pasa con ellos?
—Es difícil sacar conclusiones útiles a partir del informe. Al parecer, uno era un místico. La descripción del otro podría ser de interés.
Le tendió el informe al Autarca, que lo ojeó al principio para después leerlo con más atención.
—¿Podemos fiarnos de esto? —le preguntó a Rosengarten.
—En este punto, no lo sé. Las descripciones fueron corroboradas, pero no he entrevistado a los hombres en persona.
—Hazlo.
—Sí, señor.
Le devolvió el informe a Rosengarten.
—¿Cuántas personas lo han visto?
—Destruí las restantes copias en cuanto lo leí. Creo que tan solo los oficiales que llevaron a cabo el interrogatorio, su comandante y yo mismo conocemos esta información.
—Quiero que todos los supervivientes sean silenciados. Somételos a un consejo de guerra y elimínalos para siempre. Que los oficiales y su comandante sean informados de que serán castigados por cualquier indiscreción sobre este asunto, sea cual sea el origen. Las filtraciones serán penadas con la muerte.
—Sí, señor.
—Por lo que se refiere al místico y al extranjero, debemos suponer que viajan hacia el Segundo Dominio. Primero, Beatrix; ahora, la Cuna. Está claro que su destino es Yzordderrex. ¿Cuántos días han pasado desde el levantamiento?
—Once, señor.
—Entonces llegarán a Yzordderrex en cuestión de días, incluso si viajan a pie. Que les sigan la pista. Me gustaría saber todo lo posible acerca de ellos.
Contempló las ruinas de Kwem a través de la ventana.
»Lo más probable es que tomaran la Vía Crucis. Es posible que pasaran a pocos kilómetros de aquí. —En su voz se atisbaba cierto deje de agitación—. Eso querría decir que nuestros caminos han estado a punto de cruzarse en un par de ocasiones. Y ahora lo de esos testigos que lo describen con tanta exactitud… ¿Qué quiere decir eso, Rosengarten? ¿Qué sentido tiene?
Cuando el comandante se quedaba sin respuestas, como en aquel momento, solía guardar silencio: un rasgo admirable.
»Yo tampoco lo sé —le dijo el Autarca—. Quizá deba salir y tomar el fresco. Hoy me siento viejo.
Todavía podía contemplarse el agujero en el lugar de donde había sido arrancado el Eje, a pesar de que los fuertes vientos que azotaban la región casi habían cicatrizado la herida. El Autarca había descubierto que los bordes del agujero era un buen lugar donde meditar en soledad. Eso intentaba hacer en esos instantes, con la cara cubierta por un pañuelo de seda que protegía su boca y su nariz de las embestidas del viento, el largo abrigo de piel abotonado de arriba abajo y las manos hundidas en los bolsillos a pesar de que llevaba guantes. Sin embargo, la tranquilidad que siempre le reportaba esa meditación se le escapaba en esos momentos. La soledad era un buen ejercicio para el espíritu cuando la mayor de las recompensas estaba al alcance de la mano, y resultaba infinita. Pero no era así en esa ocasión. Ahora le recordaba un vacío que temía, pero que al mismo tiempo también temía llenar, como la presencia invisible que ronda junto al gemelo que ha perdido a su otra mitad en la matriz. No importaba cuán altas fueran las murallas de su fortaleza, no importaba cuán herméticamente sellara su alma, siempre habría una persona que podría entrar; y esa idea le causaba palpitaciones. Esa persona lo conocía tan bien como él mismo: sus debilidades, sus deseos, sus más secretas aspiraciones. Los asuntos que habían llevado a cabo juntos, la mayoría de ellos sangrientos, habían permanecido en secreto y sin venganza durante dos siglos, pero nunca logró convencerse de que podrían seguir de esa forma para toda la eternidad. Por fin, todo terminaría, y en cuestión de poco tiempo.
A pesar de que el frío no podía penetrar el abrigo hasta llegar a su piel, el Autarca se estremeció ante la idea. Había vivido durante demasiado tiempo como un hombre que caminara siempre bajo el sol del mediodía, cuya sombra no se proyecta ni delante ni detrás de él. Los profetas no podían predecir sus acciones, como tampoco podían los acusadores achacarle sus crímenes. Era inviolable. No obstante, eso estaba a punto de cambiar. Cuando se encontrara con su sombra, algo inevitable, el peso de un millar de profecías y acusaciones caería sobre ambos.
Se apartó la seda del rostro y dejó que el viento erosivo lo azotara. No tenía sentido quedarse allí por más tiempo. Para cuando el viento hubiera remodelado sus facciones, ya habría perdido Yzordderrex; y aunque eso parecía una minucia en aquel instante, con el paso de las horas tal vez fuese el único trofeo que pudiera salvarse de la destrucción.
Si los ingenieros divinos que habían construido la cordillera del Jokalaylau hubieran creado en una noche su cima más perfecta entre un desierto y un océano, para luego volver a la noche siguiente, y así todas las noches a lo largo de un siglo, con el fin de dar forma a humildes residencias y magníficas plazas, calles, bastiones y pabellones que se extendieran desde las laderas de sus precipicios hasta las alturas cubiertas de nubes de sus cimas; y si, después de darles forma, hubieran colocado en el centro de la montaña un fuego que calentara pero que nunca ardiera; entonces, y solo entonces, su obra maestra podría compararse con Yzordderrex, rebosante de cualquier forma de vida. Sin embargo, dado que semejante obra de artesanía jamás se había ideado siquiera, la ciudad no tenía parangón en toda Imajica.
El primer atisbo que obtenían los viajeros se vislumbraba al cruzar la calzada que serpenteaba como piedra pulida a través del delta del río Noy, que se bifurcaba en doce torrentes blancos para desembocar en el mar. Llegaron a primeras horas de la mañana. La bruma que brotaba del río conspiraba con la titubeante luz del amanecer para mantener oculta la ciudad hasta que estuvieron tan cerca que, para cuando la neblina se alzó, el cielo apenas resultaba visible, el desierto y el mar quedaban en segundo plano y el mundo se convirtió de pronto en Yzordderrex.
Mientras caminaban por la Vía Crucis y traspasaban la frontera del Tercer Dominio para entrar en el Segundo, Hurra estuvo recitando todo lo que había leído acerca de la ciudad en los libros de su padre. La niña les contó que uno de los escritores había descrito Yzordderrex como un dios, una noción que Cortés había creído ridícula hasta que contempló la ciudad. En aquel momento, comprendió lo que había querido decir el teólogo urbanista al deificar aquel termitero. Yzordderrex merecía esa adoración; y millones de personas llevaban a cabo diariamente el acto de veneración suprema: vivir sobre el cuerpo de su Señor o dentro de él. Sus moradas colgaban de las colinas que había por encima del puerto como un millón de escaladores aterrados, y parecían balancearse en los altiplanos que se extendían, terraza tras terraza, hasta la cumbre; algunos estaban tan atestados de casas que se habían visto obligados a apuntalar las más cercanas al borde desde abajo; y los propios puntales vibraban repletos de nidos, de seres alados, tal vez, o quizá con tendencias suicidas. La montaña estaba atestada por todos sitios. Sus calles escalonadas, de pendientes mortales, hacían que la vista vagara de un estante repleto a otro; desde bulevares desiertos de vegetación y decorados con hermosas mansiones, hasta las puertas que conducían a unas arcadas en penumbra; y, más allá, hacia las seis cimas de la ciudad. En la más alta se alzaba el palacio del Autarca de Imajica. En aquel lugar la abundancia era de otro tipo, ya que el palacio contaba con más cúpulas y torres que Roma, y su recargada construcción podía apreciarse incluso a aquella distancia. Por encima de todas se encontraba la Torre del Eje, tan sencilla como barrocas eran sus compañeras. Y más alto aún, colgado en el blanco cielo por encima de la ciudad, se hallaba el cometa que dictaba los largos días y los lánguidos atardeceres en el Dominio: la estrella de Yzordderrex, llamada Giess,
la Marchitadora.