Lo único que podía ver en esos momentos era el entramado de líneas con las que el traductor había representado a su compañero de viaje; como no tenía otro punto de referencia, mantuvo la vista clavada en él, a pesar de que lo aborrecía hasta lo indecible. Cualquier sensación corporal había desaparecido. No tenía ni idea de si flotaba, caía o respiraba siquiera, si bien sospechaba que nada de eso estaba sucediendo. Se había convertido en una señal que se transmitía entre los Dominios, codificada en la mente del traslado. La escena que tenía delante (el brillante pictograma de Dowd) no era captada por el sentido de la vista, sino por el pensamiento, que resultaba ser la única moneda de curso legal en aquel viaje. Y, en ese instante, cuando su poder adquisitivo comenzaba a aumentar gracias a la familiaridad, el vacío que la rodeaba empezó a llenarse de detalles. El In Ovo, así había llamado Oscar a aquel lugar. Su oscuridad se inflaba en un millar de lugares cuya superficie se estiraba al máximo y estallaba para dar lugar a una serie de formas viscosas que, a su vez, brillaban y volvían a dividirse, como frutos cuyas semillas se plantaran unas dentro de otras y se alimentaran de la corrupción nacida de los desechos de sus predecesoras. A pesar de lo repulsivo que resultaba todo aquello, no podía compararse con lo que vino a continuación: unas entidades nuevas que no eran más que los despojos de la mesa de un caníbal, descarnadas y carentes de sangre; parecían ridículos bosquejos de vida que no pudieran llevar a cabo la traducción a materia sólida alguna. Por muy primitivos que fueran, sintieron la presencia de formas de vida evolucionadas en sus dominios y se alzaron hacia los viajeros como los condenados al paso de los ángeles. Sin embargo, no se movieron con la suficiente rapidez. Los visitantes siguieron su camino y se alejaron; la oscuridad se cerró sobre sus inquilinos y retrocedió.
Jude podía ver el cuerpo de Dowd en medio de su pictograma, aún sin sustancia pero con un brillo que aumentaba por momentos. Junto con aquella visión regresó la agonía del traslado, pero no con tanta fuerza como al comienzo del viaje. Se alegraba de sentir el dolor si eso significaba que sus nervios volvían a pertenecerle; porque, con toda seguridad, eso indicaba que el viaje estaba a punto de finalizar. Los horrores del In Ovo casi habían desaparecido por completo cuando volvió a sentir un ligero calor en el rostro. Sin embargo, el aroma que aquel calor llevó a sus fosas nasales fue una prueba más evidente de que la ciudad estaba cerca: una mezcla de olores dulces y amargos que había olido por primera vez en el aire que había brotado del Retiro, meses atrás.
Vio que una sonrisa aparecía en el rostro de Dowd: una sonrisa que cuarteó la sangre que ya se le había secado; una sonrisa que se convirtió en carcajada en cuestión de segundos, y que reverberó contra las paredes del sótano del mercader Pecador a medida que la estancia se materializaba a su alrededor. Judith no quería sentir lo mismo que él, no después de los daños que Dowd había provocado, pero no pudo evitarlo. La sensación de alivio que experimentó al saber que el viaje no la había matado, y la pura euforia de estar por fin en aquel lugar después de tanto tiempo, hicieron que la risa aflorara a su rostro y que el aire del Segundo Dominio entrara en sus pulmones con cada aliento.
A
ocho kilómetros ladera arriba de la casa donde Jude y Dowd respiraban sus primeras bocanadas del aire de Yzordderrex, el Autarca de los Dominios reconciliados se sentaba en una de sus torres de vigilancia mientras escrutaba la ciudad a la que había guiado hacia tan notorios excesos. Había regresado del palacio de Kwem tan solo tres días atrás, pero, a cada hora que pasaba, alguien (por regla general Rosengarten) le traía noticias frescas sobre los actos de rebelión civil. Algunos de ellos tenían lugar en regiones tan remotas de Imajica que las noticias habían tardado semanas en llegar a sus oídos; otros, que no dejaban de ser los más inquietantes, se producían prácticamente al otro lado de los muros del palacio. Mientras meditaba masticaba un poco de kreauchee, una droga a la que era adicto desde hacía unos setenta años. Sus efectos secundarios eran graves y poco predecibles en aquellos que no estuvieran acostumbrados. Los periodos letárgicos se alternaban con ataques de priapismo y con alucinaciones psicóticas. En ocasiones, los dedos de las extremidades se hinchaban hasta alcanzar proporciones grotescas. No obstante, el organismo del Autarca llevaba tantos años empapado de kreauchee que la droga no tenía efecto alguno sobre sus facultades físicas ni mentales, por lo que podía disfrutar de la evasión del dolor que la sustancia le proporcionaba sin tener que soportar sus inconvenientes.
O, al menos, ese había sido el caso hasta poco tiempo atrás. En esos momentos la droga se negaba a proporcionarle alivio, como si se hubiera aliado con las fuerzas que se empeñaban en destruir su sueño allí abajo. Había exigido que lo reabastecieran con un suministro fresco mientras meditaba en el Eje, pero se había visto obligado a regresar a Yzordderrex para descubrir que sus proveedores del kesparate Scoriae habían sido asesinados. Supuestamente, sus asesinos eran miembros de la Carestía, una orden de shammistas renegados (adoradores de la Madona, según se rumoreaba) que llevaban años fomentando la revolución, pero que, hasta esos momentos, no habían representado amenaza alguna para el
status quo.
Por tanto, los había dejado vivir en aras del entretenimiento. Sus panfletos, una mezcla de fantasías castradoras y teología barata, no eran más que ridículos sainetes y, con su líder Atanasio en prisión, muchos de ellos se habían replegado hacia el desierto con el fin de proseguir sus cultos en los márgenes del Primer Dominio, en un lugar llamado Mácula, donde la sólida realidad del Segundo languidecía hasta desvanecerse. No obstante, Atanasio había logrado escapar de su custodia y había regresado a Yzordderrex con nuevas llamadas a las armas. Su primer acto de desafío, según los indicios, había sido el asesinato de los traficantes de kreauchee. Un hecho insignificante, si bien causaba alguna que otra inconveniencia calculada de antemano por el rebelde. Sin duda, Atanasio estaría pregonando que había sido un acto de sanación civil realizado en nombre de la Madona. El Autarca escupió la bola de kreauchee que estaba mascando y se marchó de la torre de vigilancia camino de las habitaciones de Quaisoir (para lo cual tenía que atravesar el monumental laberinto de los corredores del palacio), con la esperanza de poder sisarle a la mujer un poco de droga, por insignificante que resultara el alijo. Tanto a su derecha como a su izquierda se extendían pasillos tan inmensos que ninguna voz humana podría resonar en ellos; en cada uno se abría una hilera de habitaciones, todas rematadas con un gusto exquisito y todas exquisitamente vacías, y cuyos techos eran tan altos que bien podrían formarse nubes allá arriba. A pesar de que sus iniciativas arquitectónicas se habían considerado en su día cómo la maravilla de los Dominios, la enormidad de su ambición y sin duda también la de sus logros, se burlaba de él en esos momentos. Había malgastado sus energías con esas construcciones inútiles, cuando debería haberse volcado en las consecuencias que la creación de su imperio había causado en la inmensidad de Imajica. Los problemas a los que se enfrentaba no estaban provocados por los pogromos que él mismo había instigado, según decían los informes de sus analistas. El malestar no era más que la consecuencia de una serie de cambios menos violentos que estaban teniendo lugar en la estructura de los Dominios, de los cuales, tal vez, la construcción de Yzordderrex y del resto de las ciudades hermanadas fuese el más significativo. Todos los ojos se habían vuelto para contemplar la deslumbrante gloria de las nuevas ciudades, y se había creado un nuevo panteón para aquellas tribus y comunidades que habían dejado de creer mucho tiempo atrás en las deidades de las rocas y los árboles. Cientos de miles de campesinos habían abandonado sus polvorientos y yermos valles para reclamar su trocito de milagro, aunque habían acabado fermentando su envidia y desesperación en agujeros malsanos como Vanaeph. Ese era uno de los caldos de cultivo de los revolucionarios, en palabras de los analistas; nada que ver con la ideología, sino con la frustración y la ira. Por otra parte, estaban aquellos que habían visto la oportunidad de obtener beneficios en la anarquía, como esa nueva especie de nómadas que había hecho del todo imposible transitar por ciertos tramos de la Vía Crucis; bandidos locos e implacables que se recreaban en su propia notoriedad. Y, por último, los nuevos ricos; dinastías creadas por la explosión del consumismo que la construcción de Yzordderrex había traído consigo. Durante los primeros tiempos, habían buscado la protección del régimen para defenderse de la codicia de los pobres. El problema era que el Autarca había estado muy ocupado construyendo su palacio y no les había ayudado, por lo que las dinastías habían creado sus propios ejércitos privados para controlar sus tierras, y habían jurado lealtad al Imperio al mismo tiempo que conspiraban contra él. En esos momentos, tales conspiraciones no eran solo teóricas. Con los ejércitos preparados para defender sus propiedades, los barones de la explosión económica anunciaban su independencia tanto de Yzordderrex como de sus impuestos.
De todos modos, siempre según los analistas, no había evidencia alguna de confabulación entre todos esos elementos disidentes. ¿Cómo iba a haberla? No tenían ni un solo principio filosófico en común. Eran neofeudalistas, neocomunistas y neoanarquistas; enemigos entre ellos. El hecho de que se hubieran alzado al unísono era pura coincidencia. O, tal vez, la influencia de una conjunción astral desafortunada.
El Autarca no prestaba demasiada atención a semejantes afirmaciones. El escaso placer que le había procurado la política en los inicios de su régimen no había tardado en desvanecerse. Esa habilidad no era su fuerte; la política le resultaba tediosa e insípida. Había nombrado a sus Tetrarcas para que gobernaran los cuatro Dominios reconciliados (el Tetrarca del Quinto lo hacía
in absentia,
por supuesto), y eso le había permitido concentrarse en su obsesión por convertir Yzordderrex en la ciudad que ridiculizaría al resto de las ciudades, con el palacio como su gloriosa corona. No obstante, lo que había creado era un monumento al despropósito que, en cuanto se encontraba bajo la influencia del kreauchee, atacaba como si de algún enemigo se tratara.
Un día, sin ir más lejos, sumido en uno de sus ataques visionarios, había ordenado que destrozaran todas las ventanas del ala del palacio que daba al desierto, y que se extendieran toneladas de carne en mal estado sobre los mosaicos del suelo. Al día siguiente, unas enormes bandadas de aves carroñeras habían abandonado las ardientes corrientes de aire del desierto para comer y anidar sobre las mesas y las camas que se habían dispuesto para la realeza de los Dominios. En otro de esos episodios, había hecho traer peces desde el delta para echarlos en las bañeras. Con agua templada y abundante comida, demostraron ser tan fecundos que en pocas semanas podría haber caminado sobre sus lomos. Poco después, las bañeras acabaron superpobladas y pasó innumerables horas observando las consecuencias: parricidios, fratricidios e infanticidios. Pero la venganza más cruel que había inflingido a sus estancias era la más privada de todas. Una a una, utilizaba las altas paredes de sus habitaciones, en las que siempre caía una fina llovizna desde la capa de nubes que se formaba en sus techos, como escenarios en los que representar obras cuyos actores no fingían nada, ni siquiera la muerte; y, cuando la última escena llegaba a su fin, ordenaba sellar la puerta de cada teatro con la misma minuciosidad con la que se sellaría la cámara funeraria de un rey, para luego trasladarse a otra estancia. El glorioso palacio de Yzordderrex se convertía así, poco a poco, en un mausoleo.
La
suite
a la que entraba en esos momentos se encontraba exenta, no obstante, de ese proceso. Los baños, dormitorios, salas de estar y la capilla que conformaban los aposentos de Quaisoir eran un estado en sí mismo, y le había jurado, hacía mucho tiempo, que jamás violaría su morada. Ella había decorado las diferentes estancias con toda la exuberancia y todos los objetos lujosos que satisfacían su gusto ecléctico. Él mismo había favorecido esa estética antes de caer en su presente estado de melancolía. Había llenado los dormitorios que en esos momentos ocupaban las aves de carroña con impecables copias de muebles de estilo barroco y rococó, había ordenado que sus paredes fueran un reflejo de las de Versalles y había revestido los cuartos de baño con oro. Pero había perdido el gusto por semejantes extravagancias mucho tiempo atrás y, en esos momentos, la simple visión de las habitaciones de Quaisoir le provocaba tales náuseas que, si no se viera obligado a visitarla por necesidad, se habría dado la vuelta horrorizado ante semejante despliegue de opulencia.
Llamó a su esposa a gritos según atravesaba las distintas habitaciones. En primer lugar pasó por los vestíbulos, cubiertos con los restos de una docena de almuerzos; todos estaban vacíos. Después dejó atrás la sala de audiencias, decorada aun con más grandiosidad que los restantes salones, pero también vacía. Y, por fin, llegó al dormitorio. Nada más acercarse a la puerta, escuchó las pisadas de la sirvienta de Quaisoir,
Concupiscencia
, sobre el suelo de mármol. La criatura apareció ante él completamente desnuda, como era habitual; de su espalda surgía una multitud de extremidades multicolores que eran tan ágiles como el rabo de un mono; sus patas delanteras eran unos apéndices marchitos y carentes de huesos que habían involucionado a lo largo de las generaciones hasta quedar reducidas a un par de miembros vestigiales. Sus enormes ojos verdes lloraban constantemente y las extremidades aladas que tenía a ambos lados del rostro se veían obligadas a enjugar la humedad que descendía por sus arreboladas mejillas.
—¿Dónde está Quaisoir? —exigió saber.
Ella hizo un coqueto movimiento con uno de sus apéndices para cubrirse la parte inferior del rostro y soltó una risilla semejante a la de una
geisha.
El Autarca había dormido con ella en una ocasión, durante uno de los trances provocados por el kreauchee, y la criatura jamás dejaba pasar la oportunidad de flirtear con él.
»Ahora no, por amor de Dios —la reprendió, asqueado ante el coqueteo—. ¡Quiero ver a mi esposa! ¿Dónde está?