Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (21 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—¿Por qué no te acercas y hablas con él? —le dijo.

—No sé si debería hacerlo.

—Siempre puedes pensártelo mejor si encuentras otra oferta más interesante.

—Quizá lo haga —contestó Simone y, sin hacer esfuerzo alguno por seguir conversando, se llevó su risa a otro lado.

Durante dos segundos, Jude luchó contra la tentación de mirarla mientras se alejaba. Al final, se dio la vuelta. El tipo interesado en Simone estaba de pie junto al árbol de Navidad, dándole la bienvenida al objeto de su deseo con una sonrisa mientras ella se abría camino entre la multitud para llegar hasta él. Después de todo, no se trataba de Cortés, sino de otro hombre que le resultaba familiar; quizá fuera el hermano de Taylor. Extrañamente aliviada, e irritada consigo misma por sentirse de esa manera, se encaminó hacia la mesa de las bebidas para volver a llenarse el vaso y, una vez hecho esto, salió al pasillo en busca de un poco de aire fresco. En el descansillo de las escaleras había un violonchelista que tocaba
In the Bleak Midwinter;
la melodía se sumaba al instrumento que la interpretaba y el efecto resultaba del todo melancólico. La puerta principal se abrió y la ráfaga de aire le puso la carne de gallina. Se acercó para cerrarla y, en ese momento, otro de los invitados que también escuchaba al intérprete le susurró muy discretamente:

—Hay alguien vomitando ahí fuera.

Ella echó un vistazo al exterior. Así era, había alguien sentado en el bordillo de la acera, con esa postura de aquel que se ha resignado a ser gobernado por los dictados del estómago: la cabeza agachada y los codos sobre las rodillas en espera de la siguiente arcada. Tal vez ella hiciera ruido al acercarse. Tal vez él percibió que lo estaba mirando. El hombre alzó la cabeza y miró a sus espaldas.

—Cortés, ¿qué estás haciendo ahí fuera?

—¿A ti qué te parece?

La última vez que lo vio no gozaba de muy buen aspecto, pero en esos momentos estaba hecho un desastre: demacrado, sin afeitar y pálido a causa de las náuseas.

—Hay un cuarto de baño en la casa.

—Con una silla de ruedas —contestó Cortés con una mirada casi supersticiosa—. Prefiero vomitar aquí fuera.

Se limpió la boca con el dorso de la mano. Estaba prácticamente cubierta de pintura. Igual que la otra, según comprobó Jude, así como sus pantalones y su camisa.

—Has estado ocupado.

Él lo malinterpretó.

—No debería haber bebido nada —fue su respuesta.

—¿Quieres que te traiga un poco de agua?

—No, gracias. Me voy a casa. Despídete de Clem y Taylor por mí, ¿vale? No puedo volver a entrar ahí. Me pondría en ridículo. —Se puso en pie, tambaleándose un poco—. Parece ser que nunca nos encontramos en circunstancias agradables, ¿no es verdad? —comentó.

—Creo que debería llevarte a casa. Si conduces, acabarás matándote o matando a otra persona.

—No pasa nada —respondió, alzando las manos cubiertas de pintura—. Las carreteras están vacías. Estaré bien. —Metió la mano en el bolsillo, en busca de las llaves del coche.

—Me salvaste la vida. Déjame que te devuelva el favor.

Él levantó la mirada para observarla con los párpados medio entornados.

—Tal vez no sea una mala idea.

Jude regresó al interior para despedirse en su nombre y en el de Cortés. Taylor estaba de vuelta en su sillón. Lo vio antes de que él la viese a ella. Tenía la mirada perdida y vidriosa. Sin embargo, no era dolor lo que se leía en sus ojos, sino una extenuación tan inmensa que había borrado el resto de los sentimientos salvo, quizá, el arrepentimiento que sentía por no haber investigado esos misterios de su pasado. Se acercó a él y le explicó que acababa de encontrarse con Cortés, que estaba enfermo y que necesitaba que alguien lo llevara a casa.

—¿No va a entrar a despedirse? —preguntó Taylor.

—Creo que le da miedo vomitar en la alfombra, o encima de ti, bueno, o en los dos sitios…

—Dile que me llame. Dile que quiero verlo pronto. —Tomó la mano de Jude y la sujetó con una fuerza sorprendente—. Dile que sea pronto.

—Lo haré.

—Quiero ver esa sonrisa suya una vez más.

—Habrá muchas oportunidades —le dijo.

Él negó con la cabeza.

—Tendré que conformarme con una —contestó en voz baja.

Jude le dio un beso y prometió que lo llamaría para decirle que había llegado bien a casa. De camino hacia la puerta se encontró con Clem y, una vez más, se disculpó y se despidió.

—Llámame si necesitas cualquier cosa —se ofreció.

—Gracias, pero creo no queda más que esperar.

—En ese caso, podemos esperar juntos.

—Es mejor que solo seamos él y yo —contestó Clem—. Pero te llamaré.—Miró de soslayo a Taylor que, de nuevo, tenía la mirada perdida—. Está decidido a aguantar hasta la primavera. «Una primavera más», dice una y otra vez. En su puta vida le habían importado los crocos hasta ahora. —Sonrió—. ¿Sabes qué es lo que resulta más increíble? —le preguntó—. Que me he vuelto a enamorar de él.

—Eso es maravilloso.

—Y ahora voy a perderlo, justo cuando me he dado cuenta de lo que significa para mí. No cometas ese mismo error, ¿quieres? —Le dedicó una mirada penetrante—. Y ya sabes a lo que me refiero.

Ella asintió.

—Bien. Entonces será mejor que lo lleves a casa.

2

Las carreteras estaban tan vacías como él había predicho, por lo que no tardaron más de quince minutos en llegar al estudio de Cortés. No paraba de decir incoherencias. Durante el viaje, la conversación entre ellos había estado plagada de saltos y silencios, como si su cerebro funcionara más deprisa que su lengua o, tal vez, más despacio. La culpa no la tenía la bebida. Ella lo había visto consumir todo tipo de alcohol; según la ocasión, lo hacía gemir, lo ponía cachondo o lo convertía en un santurrón. Pero jamás lo había visto así, con la cabeza apoyada en el asiento, los ojos cerrados y hablando como si se encontrara en el fondo de una fosa. Tan pronto le daba las gracias por cuidarlo como le decía que no creyera que la pintura que le manchaba las manos era mierda. No era mierda, decía una y otra vez. Era una mezcla de pardo rojizo oscuro, con azul de Prusia y amarillo cadmio; pero, por alguna razón, cuando se mezclaban los colores, cualquier color, el resultado siempre se parecía a la mierda. El monólogo fue apagándose hasta caer en el silencio, del cual surgió otro nuevo tema un par de minutos después.

—No puedo verlo. Entiéndeme, así como está…

—¿A quién? —preguntó Jude.

—A Taylor. No puedo verlo tan enfermo. Tú sabes cómo odio las enfermedades.

Lo había olvidado. Era casi una paranoia, tal vez avivada por el hecho de que, aunque Cortés trataba su propio cuerpo con escasa consideración, no solo no enfermaba jamás, sino que tampoco parecía envejecer. Si duda, cuando llegase el colapso sería catastrófico: los excesos, las locuras y el correr de los años le pasarían factura de golpe. Pero hasta que llegara ese momento, no quería que nada le recordara su propia fragilidad física.

»Taylor va a morir, ¿verdad? —preguntó.

—Clem cree que no tardará mucho.

Cortés dejó escapar un enorme suspiro.

—Debería pasar algún tiempo con él. Hubo un tiempo en que fuimos grandes amigos.

—Despertasteis algunos rumores.

—Fue él quien los extendió, no yo.

—Pero solo fueron rumores, ¿no?

—¿Tú qué crees?

—Creo que has probado, al menos en una ocasión, todo tipo de experiencias.

—No es mi tipo —contestó Cortés, sin abrir los ojos.

—Deberías verlo de nuevo —le dijo ella—. Tienes que enfrentarte al hecho de que el cuerpo se desgasta tarde o temprano. Nos sucede a todos.

—A mí no. Cuando empiece a encontrarme mal, pienso suicidarme. Lo juro. —Apretó los puños llenos de pintura y se los llevó a la cara para frotarse las mejillas con los nudillos—. No permitiré que eso me suceda —dijo.

—Pues que tengas buena suerte —contestó ella.

El resto del camino transcurrió en silencio. La distante presencia de Cortés en el asiento del copiloto acabó por ponerla nerviosa. No dejaba de pensar en la historia que le había contado Taylor, y a cada momento esperaba que él se pusiera a hablar y dejara escapar un torrente de idioteces. No se dio cuenta de que Cortés estaba dormido hasta que anunció que habían llegado al estudio. Lo observó durante un instante: la suave curva de su frente y la delicada plenitud de sus labios. Aún sentía ganas de mimarlo, no había duda. Pero, ¿qué le esperaba al final de ese camino? Nada más que decepción y una rabia frustrante. A pesar de las palabras de ánimo de Clem, estaba totalmente segura de que lo suyo era una causa perdida.

Lo zarandeó para despertarlo y le preguntó si podía utilizar el baño antes de marcharse. Tenía pinchazos en la vejiga. Él dudó, cosa que la sorprendió. De repente, comenzó a sospechar que ya tenía compañía femenina en el estudio, algún ave de paso con la que haría un relleno en Navidad y a la que tiraría a la basura en Año Nuevo. La curiosidad ¡a obligó a insistir. Incapaz de decirle que no, Cortés accedió de mala gana. Subió las escaleras tras él, preguntándose a cada paso cuál sería el aspecto de su nueva conquista y, sin embargo, una vez arriba, descubrió que el estudio estaba vacío. La única compañía de Cortés era el cuadro con el que se había manchado tanto las manos. Pareció molestarle bastante que ella posara los ojos en el lienzo y la acompañó al cuarto de baño; aquello la desconcertó mucho más que si su primera suposición hubiese resultado acertada y una de sus conquistas hubiera estado divirtiéndose consigo misma sobre el raído sofá. Pobre Cortés. Cada día se comportaba de un modo más extraño.

Tras aliviarse, salió del aseo y descubrió que el lienzo había sido cubierto con una sábana manchada. Cortés se comportaba de un modo huidizo y nervioso, y estaba claro que se moría de ganas de que se fuera de allí. Jude no encontró razón alguna para no ser directa con él.

—¿Estás trabajando en algo nuevo?

—Bueno… —le contestó.

—Me gustaría verlo.

—No está acabado.

—Me da igual que se trate de una falsificación —dijo ella—. Sé a lo que os dedicáis Klein y tú.

—No es una falsificación —contestó con una fiereza en la voz y en el semblante que hasta ese momento no había mostrado—. Es mío.

—¿Un Zacharias original? —recalcó ella—. Esto sí que tengo que verlo.

Alargó el brazo para tirar de la sábana antes de que él pudiera impedírselo. Solo había atisbado una breve imagen del lienzo al entrar al estudio, y desde lejos. Al verlo de cerca, era patente que había trabajado en él con no poca intensidad. Había lugares con marcas, como si hubiese hundido la paleta o el pincel; mientras que, en otros sitios, la pintura había sido aplicada con un generoso abandono antes de extenderla con los dedos a su antojo. Y todo eso para plasmar… ¿qué? Al parecer, eran dos personas cara a cara, recortadas sobre un cielo salvaje; tenían la piel blanca, aunque presentaban trazos de color morado.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—¿Son, en plural? —repitió él, casi sorprendido al ver que ella había interpretado la imagen de modo tan claro; se encogió de hombros para camuflar su reacción—. Nadie —contestó—. Solo es un experimento. —Y volvió a tapar el cuadro con la sábana.

—¿Un encargo?

—Preferiría no hablar del tema —le dijo.

Su incomodidad resultaba, en cierto modo, entrañable. Era como un niño al que habían pillado haciendo un ritual secreto.

—Estás lleno de sorpresas —le dijo ella, con una sonrisa.

—Qué va.

A pesar de que el lienzo estaba cubierto, seguía pareciendo inquieto, y Jude se dio cuenta de que la conversación sobre esa pintura y lo que significaba no iba a llegar más allá.

—Me voy, entonces —le informó.

—Gracias por traerme —contestó él mientras la acompañaba a la puerta.

—¿Todavía sigue en pie lo de esa copa? —le preguntó.

—¿No vas a regresar a Nueva York?

—De momento, no. Te llamaré dentro de un par de días. No te olvides de Taylor.

—¿Qué eres, la voz de mi conciencia? —preguntó con un leve atisbo de humor para aligerar la brusquedad del comentario—. No lo olvidaré.

—Siempre dejas huella en la gente, Cortés. Y esa es una responsabilidad de la que no puedes desentenderte.

—Intentaré ser invisible de ahora en adelante —contestó.

No la acompañó hasta la puerta principal, sino que dejó que bajara las escaleras sola y cerró la puerta del estudio antes de que hubiese descendido media docena de escalones. Mientras bajaba, Jude se preguntó qué instinto espurio la había empujado a sugerir lo de las copas. Bueno, de todos modos, siempre podría cancelarlo, aun cuando Cortés recordara que habían quedado, lo cual dudaba mucho.

De nuevo en la calle, alzó la vista hacia el piso con el fin de verlo por la ventana. Para hacerlo, tuvo que cruzar la calle, pero una vez en la acera opuesta, lo vio de pie frente al lienzo que volvía a estar al descubierto. Cortés miraba la pintura fijamente, con la cabeza inclinada. No estaba segura, pero le parecía que estaba moviendo los labios, como si hablara con la imagen del cuadro. ¿Qué le estaría diciendo?, se preguntó. ¿Estaría intentando extraer alguna imagen concreta del caos de pintura? Y si fuera cierto, ¿cuál de las muchas lenguas que conocía estaría utilizando?

Capítulo 13
1

E
lla había visto dos personas donde él solo había pintado una. No un hombre ni una mujer ni un ente indefinido, sino dos personas. Jude había mirado el lienzo y había visto más allá de la intención de su propia conciencia hasta llegar al propósito subyacente; propósito que incluso se había ocultado a sí mismo. Regresó junto al cuadro y lo observó de nuevo con los ojos entrecerrados; allí estaban las dos personas que ella había visto. En su afán por captar algún rasgo de Pai'oh'pah, había plasmado al asesino mientras surgía de la oscuridad (o regresaba a ella), con una serie de sombras que ocultaban la mitad de su rostro y de su torso. Estas sombras conseguían dividir la figura de la cabeza a los pies, y los contornos, irregulares y exuberantes, describían las formas recíprocas de dos perfiles destacados en blanco en las mitades de lo que él había pretendido que fuese un solo rostro. Ambas figuras se miraban la una a la otra como si fueran amantes, con los ojos orientados al frente al estilo egipcio y la parte posterior de sus cabezas oculta en las sombras. La pregunta era: ¿quiénes eran aquellos dos?, ¿qué había querido expresar al pintar esos rostros de aquel modo, nariz con nariz?

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