Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (23 page)

Read Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

La ropa yacía en el suelo, a unos metros del lugar donde Dowd estaba sentado, pero este no hizo gesto alguno de acercarse a cogerla. Consciente de que el criado estaba comprobando hasta dónde llegaban los remordimientos de su jefe, pero dispuesto a seguirle el juego al menos por el momento, Oscar cogió la ropa y la dejó al alcance de Dowd.

—Sabía que un cuchillo no podría acabar contigo —le dijo.

—Pues ya sabía más que yo —contestó Dowd—. Pero esa no es la cuestión. Le habría seguido el juego si me hubiera informado de sus planes. De buena gana. Sumiso, de hecho. Le habría seguido el juego y habría muerto por usted. —Su tono era el de un hombre profunda e inconsolablemente agraviado—. En lugar de eso, usted conspiró contra mí. Me hizo sufrir como a un vulgar criminal.

—No podía permitir que pareciese una actuación. Si hubieran sospechado que todo estaba acordado…

—¡Vaya, ya entiendo! —contestó Dowd. De forma inconsciente, Oscar lo había agraviado en mayor medida con su justificación—. No se fiaba de mis dotes de actor. He interpretado todos los géneros que Quexos escribiera: comedias, tragedias, farsas… ¡Y usted no me creía capaz de salir airoso de una ridícula escena de muerte!

—De acuerdo. Me equivoqué.

—Pensé que lo del cuchillo ya era suficientemente doloroso. Pero esto…

—Por favor. Acepta mis disculpas. Fue un acto cruel y doloroso. ¿Qué puedo hacer para reparar el daño? Dónelo, Dowdy. Tengo la sensación de haber violado la confianza que existía entre nosotros y necesito subsanar ese error. Haré lo que quieras, solo tienes que pedirlo.

Dowd meneó la cabeza.

—No es tan sencillo.

—Lo sé, pero es un comienzo. Dilo.

Dowd reflexionó durante un minuto, con la vista clavada en la pared desnuda en lugar de en Oscar. Al final, dijo:

—Comenzaré con el asesino, Pai'oh'pah.

—¿Qué interés tienes en un místico?

—Quiero atormentarlo. Humillarlo. Y por último, matarlo.

—¿Por qué?

—Me ha ofrecido lo que quisiera. «Dilo», me ha dicho hace un momento. Pues ya lo he hecho.

—En ese caso, tienes
carte blanche
para hacer lo que desees —contestó Oscar—. ¿Eso es todo?

—Por ahora —respondió Dowd—. Estoy seguro de que se me ocurrirá algo más. La muerte me ha llenado la cabeza de unas ideas muy extrañas. Pero ya las iré exponiendo conforme llegue la hora.

Capítulo 14
1

P
or muy difícil que le resultara a Cortés sonsacarle a Estabrook los detalles del viaje nocturno que lo había conducido hasta Pai'oh'pah, no podría ser más complicado que conseguir hablar con el tipo, para empezar. Fue a su casa alrededor del mediodía y se encontró con que las cortinas de todas las ventanas estaban meticulosamente corridas. Tocó el timbre varias veces e incluso llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Supuso que Estabrook había salido a dar un paseo, de modo que abandonó el intento y fue a echarse algo al estómago que, tras haber sido vilmente despreciado la noche anterior, rugía con el eco de su vacío. Era el día posterior al de Navidad y, ya que era fiesta nacional, ni los restaurantes ni las cafeterías estaban abiertos, pero encontró un pequeño supermercado regentado por una familia paquistaní que estaba haciendo su agosto vendiendo pan duro a los cristianos. Aunque muchas de las estanterías se encontraban vacías, la tienda aún contaba con un tentador muestrario de artículos ideales para provocar caries, así que Cortés salió de allí con chocolate, galletas y un pastel que satisfarían su goloso apetito. Se sentó en un banco para saciar el hambre. El pastel resultó ser demasiado empalagoso para su gusto, así que lo troceó y se lo arrojó a las palomas que se habían acercado atraídas por su comida. No tardó en correrse la voz de que había comida a disposición, y lo que comenzara como un
picnic
privado pronto se convirtió en una reyerta callejera. A falta de panes y peces con los que contentar a la multitud, Cortés arrojó lo que quedaba de las galletas a los comensales y volvió a casa de Estabrook conformándose con el chocolate. Cuando se acercaba al lugar, un movimiento en una de las ventanas de la planta de arriba llamó su atención. En esa ocasión, no se molestó en llamar al timbre ni en golpear la puerta, sino que gritó directamente hacia la ventana.

—¡Solo quiero hablar con usted, Charlie! Sé que está ahí. ¡Abra!

Cuando se convenció de que Estabrook no estaba por la labor de darle gusto, levantó la voz un poco más. El tráfico no le hizo la competencia en demasía, puesto que era un día festivo. Su voz se alzó, clara y potente.

—¡Venga, Charlie! Abra a menos que quiera que sus vecinos se enteren de nuestro pequeño negocio.

La cortina se apartó en esa ocasión y Cortés consiguió ver por primera vez a Estabrook. Tan solo fue un vistazo, ya que la cortina volvió a su lugar un momento después. Cortés esperó; justo cuando estaba a punto de comenzar con la arenga de nuevo, escuchó que alguien abría la puerta principal. Estabrook apareció, descalzo y calvo. Esto último fue una conmoción, porque Cortés no tenía ni idea de que el hombre llevara bisoñé. Sin pelo, su rostro tenía el mismo aspecto redondo y blanco de un plato, con los rasgos dispuestos como el desayuno de un niño: un par de huevos por ojos, un tomate por nariz y un par de salchichas para los labios; todo ello, nadando en el aceite del miedo.

—Ha llegado el momento de que hablemos —le dijo Cortés, que entró en la casa sin esperar invitación alguna.

No se anduvo por las ramas con el objetivo de la entrevista y dejó claro desde el principio que no se trataba de una visita social. Necesitaba saber el paradero de Pai'oh'pah y no estaba dispuesto a dejarse engañar con una sarta de excusas. Para refrescar la memoria de Estabrook, había llevado consigo un destrozado callejero de Londres. Lo colocó en la mesa, entre ellos.

—Bien —dijo—. Vamos a estar aquí sentados hasta que me diga adónde fue esa noche. Y si me miente, le juro que volveré y le romperé el cuello.

Estabrook no fingió confusión alguna. Su comportamiento era el de un hombre que se hubiera pasado muchos días temiendo escuchar el más mínimo ruido y que se sentía aliviado al descubrir que, una vez llegado dicho ruido, su causante fuera simplemente un humano. Los huevos que tenía por ojos estaban a punto de reventar y le temblaban las manos al pasar las páginas del callejero, mientras murmuraba que no estaba seguro de nada, pero que intentaría recordar. Cortés no lo presionó demasiado y dejó que el hombre recreara el recorrido en su memoria al tiempo que movía el dedo sobre el mapa.

Habían pasado por Lambeth, dijo, Kennington y Stockwell. No recordaba haber visto Clapham Common, por lo que asumía que se habían alejado por el este, en dirección a Streatham Hill. Recordaba haber visto una iglesia, de modo que buscó en el mapa hasta localizar el lugar.

Había varias, pero solo una que quedase lo bastante cerca del otro punto de referencia que recordaba: la estación del ferrocarril. Llegados a ese punto, afirmó no poder ofrecer nada más en lo que a direcciones se refería, solo una descripción del lugar en sí mismo: una valla de hierro ondulado, las caravanas y las hogueras.

—Lo encontrará —le dijo.

—Eso espero —contestó Cortés.

Hasta el entonces, no le había contado nada sobre las circunstancias que lo habían llevado de vuelta, si bien el hombre le había preguntado en varias ocasiones si Judith estaba sana y salva. En aquel momento, volvió a preguntárselo.

—Por favor, dígamelo —le pidió—. He sido sincero, lo juro. ¿No me va a decir cómo está, por favor?

—Está vivita y coleando —contestó Cortés.

—¿Le ha hablado a Jude de mí? Debe de haberlo hecho. ¿Qué le ha dicho? ¿Le ha dicho que todavía la amo?

—Yo no soy su recadero —replicó él—. Si consigue convencerla de que hable con usted, dígaselo usted mismo.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó Estabrook mientras agarraba a Cortés del brazo—. Usted es un experto en lo que se refiere a las mujeres, ¿no es cierto? Todo el mundo lo sabe. ¿Qué puedo hacer para enmendar mis errores?

—Es probable que se sintiera satisfecha si le enviase sus pelotas en una bandeja —contestó Cortés—. Cualquier otra cosa resultaría del todo inapropiada.

—Cree que esto es divertido.

—¿El intento de asesinato de su esposa? No, no creo que tenga mucha gracia. ¿Que haya cambiado de opinión y quiera que todo vuelva a ser de color de rosa? Eso sí que es para descojonarse.

—Espere a querer a alguien como yo quiero a Judith. En el caso de que sea capaz de hacerlo, cosa que dudo. Espere a desear a alguien con tanta intensidad que esté a punto de perder la razón. Entonces lo comprenderá.

Cortés no hizo ningún comentario al respecto. Aquello se asemejaba demasiado a su estado actual como para confesarlo abiertamente, incluso ante sí mismo. No obstante, una vez fuera de la casa y con el callejero en la mano, no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción por haber encontrado una forma de seguir adelante. La tarde de pleno invierno cerraba su mano sobre la ciudad, y la oscuridad comenzaba a extenderse. Pero la oscuridad amaba a los amantes, por mucho que el mundo los hubiera olvidado.

2

A mediodía, sin que la inquietud que sintiera la noche anterior hubiera disminuido un ápice, Pai'oh'pah había sugerido a Theresa la posibilidad de abandonar el campamento. La sugerencia no fue recibida con mucho entusiasmo. La niña estaba resfriada y no había parado de llorar desde que se despertara; el otro niño también tenía fiebre. Theresa había afirmado que no era momento de marcharse ni siquiera aunque tuviesen otro lugar adonde ir, que no era el caso.

—Nos llevaremos la caravana. Nos marcharemos de la ciudad. Hacia la costa, tal vez, donde los niños podrán beneficiarse de un aire más puro —había sugerido Pai.

A Theresa le había gustado la idea.

—Mañana —había respondido—. Mañana, o pasado. Pero hoy no.

No obstante, Pai insistió hasta que ella le preguntó por el motivo de su nerviosismo. No encontró respuesta alguna que darle; al menos, no una que a ella le hubiera gustado escuchar. La mujer no sabía nada acerca de su verdadera naturaleza y tampoco le había preguntado sobre su pasado. Él no era más que alguien que sustentaba a su familia, alguien que llevaba comida a las bocas de sus hijos y que la abrazaba por la noche. Pero su pregunta aún flotaba en el aire, de modo que la contestó lo mejor que pudo.

—Tengo miedo de que nos pase algo —contestó.

—Se trata de ese viejo, ¿verdad? —replicó Theresa—. Ese que vino a buscarte. ¿Quién era?

—Quería que le hiciera un trabajo.

—¿Y lo hiciste?

—No.

—Entonces, ¿crees que va a volver? —dijo—. Le echaremos a los perros.

Era reconfortante escuchar una solución tan sencilla aunque no solucionara nada, como en ese caso. Su alma de místico se veía atraída, en ocasiones con demasiada celeridad, hacia las ambigüedades que reflejaban su verdadera naturaleza. Pero su alma siempre lo castigaba y le echaba una reprimenda para recordarle que había adoptado un rostro y una función y, en la esfera humana, un sexo; para recordarle que, en lo que a ella se refería, él pertenecía a un mundo integrado por dos niños, unos perros y unas cascaras de naranja. No había lugar para la poesía en unas circunstancias tan difíciles, ni tiempo que perder en dudas o especulaciones entre el duro amanecer y el incierto crepúsculo.

Otro de esos crepúsculos había llegado y Theresa estaba acostando a sus adorados hijos en la caravana. Ambos dormían sin sobresaltos. Todavía le quedaba un hechizo, que había mantenido en perfecto estado desde los días en los que aún tenía poder; consistía en un modo de recitar oraciones sobre una almohada con el fin de que dulcificara los sueños del durmiente. Su maestro le había pedido ese consuelo en numerosas ocasiones y Pai aún seguía utilizándolo doscientos años después. En ese mismo momento, Theresa había tendido las cabezas de sus hijos sobre un estanque de canciones de cuna que habían sido dispuestas allí en secreto, para guiarlos desde la oscuridad del mundo hacia la luz.

El chucho que saliera a su encuentro junto a los límites del campamento bajo la grisácea luz del amanecer comenzó a ladrar con furia y Pai se acercó con el fin de calmarlo. Al ver que se aproximaba, el animal tiró de la cadena y escarbó en la tierra para acercarse a él. Su dueño era un hombre con el que Pai tenía poco contacto, un escocés temperamental que maltrataba al perro cuando lograba atraparlo. Pai se puso en cuclillas para silenciar al animal, por temor a que el ruido de sus ladridos distrajera al dueño de su cena. El perro obedeció, aunque continuó golpeándolo con las patas sin descanso, en un claro intento de que lo liberara de la cadena.

—¿Qué te pasa, colega? —le preguntó mientras le rascaba tras las destrozadas orejas—. ¿Es que tienes a una dama esperándote ahí fuera?

Miró a la valla al tiempo que le hablaba y captó la fugaz imagen de alguien que se ocultaba entre las sombras, detrás de una de las caravanas. El perro también había visto al intruso, lo que provocó otra nueva ronda de ladridos. Pai volvió a ponerse en pie.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

Un ruido que provenía del otro lado del campamento reclamó momentáneamente su atención: alguien estaba arrojando agua al suelo. No, no se trataba de agua. El olor ya había alcanzado sus fosas nasales: gasolina. Giró la cabeza hacia su caravana. La sombra de Theresa se perfilaba tras la persiana; tenía la cabeza agachada mientras apagaba la lamparita colocada junto a la cama de los niños. El olor también provenía de esa dirección. Alargó el brazo y soltó al perro.

—Vamos chico, ¡corre!, ¡corre!

Sin dejar de ladrar, el animal comenzó a correr en dirección a la figura que acababa de deslizarse por un hueco de la valla. Al mismo tiempo, Pai comenzó a correr hacia la caravana, llamando a gritos a Theresa.

A sus espaldas, alguien le gritó que se callara, pero las voces quedaron amortiguadas por el estallido del fuego en dos focos simultáneos que iluminaron el campamento de un extremo a otro. Escuchó los gritos de Theresa y vio que las llamas emergían de uno de los laterales de su caravana. El combustible derramado no había sido más que la mecha. Antes de que pudiera cubrir los diez metros que lo separaban del lugar, la carga principal explotó justo debajo del vehículo con la fuerza necesaria para levantarlo del suelo y volcarlo sobre uno de los laterales.

Other books

Chimes of Passion by Joe Mudak
Cause Celeb by Helen Fielding
Swimming to Tokyo by Brenda St John Brown
The Wind Singer by William Nicholson
02 - The Barbed Rose by Gail Dayton
Two for the Show by Jonathan Stone
Trick of the Mind by Cassandra Chan