Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (46 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—Todavía estoy aquí. ¿No me ves? —dijo Cortés y, contento al escuchar al místico responder que sí podía, volvió a dirigir la mirada hacia las sombras. Sin embargo, la mujer había desaparecido. Soltó una maldición y se abalanzó sobre el lugar donde la había visto por última vez; la sensación de que aquella era una zona ambigua se intensificaba por momentos. La oscuridad tenía una cualidad huidiza, como si fuera un perverso trapacero que tratara de quitárselo de encima encogiéndose de hombros. No se iría. Cuanto más se sacudiera, más decidido se mostraría a ver qué era lo que ocultaba. A pesar de que no podía ver nada, no se adentraba a ciegas en el peligro. Minutos antes le había dicho a Pai que todo era vulnerable. Pero nadie, ni siquiera el Invisible, podía hacer sangrar a la oscuridad. Si se cerraba en torno a él, podría tratar de arañarla durante una eternidad y no dejar ni una sola marca sobre su espalda carente de piel. En aquel momento, escuchó a Pai llamándolo a sus espaldas:

—¿Dónde coño estás?

El místico lo había seguido a las sombras, según pudo comprobar.

—No te acerques más —le dijo.

—¿Por qué no?

—Puede que necesite algún tipo de señal para encontrar el camino de vuelta.

—Vuelve aquí y déjate de tonterías.

—No hasta que la encuentre —replicó Cortés, que avanzó con los brazos extendidos.

El suelo estaba resbaladizo y tenía que proceder con mucho cuidado. Pero sin que la mujer los guiara a través de la montaña, aquel laberinto podría resultar tan letal como la nieve de la que habían escapado. Tenía que encontrarla.

—¿Aún puedes oírme? —le gritó a Pai.

La voz que le contestó de forma afirmativa fue tan débil como si se tratara de una llamada a larga distancia con la línea telefónica en mal estado.

—Sigue hablando —gritó.

—¿Qué quieres que diga?

—Cualquier cosa. Canta una canción.

—No tengo oído para la música.

—Habla sobre comida, entonces.

—De acuerdo —dijo Pai—. Ya te he hablado sobre el ugichee y el vientre del pescado lleno de huevos…

—Es la cosa más nauseabunda que he oído jamás —replicó Cortés.

—Te gustará cuando lo pruebes.

—Le dijo la actriz al obispo.

Escuchó la risa amortiguada de Pai. Acto seguido, el místico dijo:

—Me odiaste casi tanto como odias el pescado, ¿recuerdas? Y te convertí.

—Jamás te he odiado.

—En Nueva York sí.

—Ni siquiera entonces. Solo me sentía confuso. Jamás me había acostado con un místico antes.

—¿Te gustó?

—Fue mejor que el pescado, pero no tanto como el chocolate.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que…

—¿Cortés? Apenas puedo oírte.

—¡Estoy aquí! —replicó con un grito—. Me gustaría hacerlo de nuevo, Pai.

—¿Hacer qué?

—Acostarme contigo.

—Tendré que pensarlo.

—¿Qué es lo que quieres, una propuesta de matrimonio?

—No estaría mal.

—¡De acuerdo! —respondió Cortés—. ¿Quieres casarte conmigo?

Se hizo el silencio. Se detuvo para girarse. La silueta de Pai era una sombra borrosa contra la luz distante del santuario.

»¿Me has oído? —gritó.

—Me lo estoy pensando.

Cortés se echó a reír, a pesar de la oscuridad y de la inquietud que lo agobiaba.

—No puedes pensártelo para siempre, Pai —voceó—. Necesito una respuesta… —Se detuvo cuando sus dedos entraron en contacto con algo sólido y congelado—. ¡Vaya mierda!

—¿Qué ocurre?

—¡Es un puto callejón sin salida! —dijo; se movió hacia la derecha contra la superficie que acababa de encontrar y recorrió el hielo con las palmas—. No es más que una pared.

Sin embargo, eso no era todo. La sospecha de que aquella era una zona nebulosa se hizo más fuerte que nunca. Había algo al otro lado del muro, si es que era capaz de alcanzarlo.

—Vuelve aquí —suplicó Pai.

—Todavía no —dijo para sí, a sabiendas de que el místico no podría escuchar sus palabras. Levantó una mano hasta su boca y soltó una ráfaga de aliento.

—¿Me has oído, Cortés? —gritó Pai.

Sin responder, lanzó el pneuma contra el muro, una técnica en la que su mano ahora era experta. Las tinieblas se tragaron el sonido del golpe, pero la fuerza que llevaba hizo que se desprendiera un trozo de hielo del techo. No esperó a que las reverberaciones se asentaran, sino que descargó un segundo golpe, y un tercero, y cada impacto abría más las heridas de su mano, lo que añadía sangre a la violencia de los golpes. Tal vez aquello les concediera fuerza. Si su aliento y su saliva eran tan útiles, ¿qué poderes poseería su sangre? ¿Y su semen?

Mientras se detenía a coger aire para una nueva exhalación, escuchó los gritos del místico y se giró para ver cómo avanzaba hacia su posición a través de un abismo de sombras frenéticas. Su asalto no solo había sacudido el muro y el techo: el mismo aire estaba enfurecido y agitaba la silueta de Pai hasta hacerla añicos. Mientras sus ojos trataban de fijar la imagen, una enorme esquirla de hielo dividió el espacio que había entre ellos y, tras golpear en el suelo, se hizo añicos. Tuvo tiempo de colocarse los brazos delante de la cara antes de que las esquirlas lo azotaran, pero el impacto lo lanzó contra la pared.

—¡Vas a hacer que todo el lugar se venga abajo! —escuchó gritar a Pai cuando cayeron nuevas lanzas de hielo.

—Es demasiado tarde para echarse atrás —replicó Cortés—. ¡Date prisa, Pai!

Con la ligereza de pies que lo caracterizaba, incluso sobre aquel suelo letal, el místico se abrió paso a través del hielo en dirección a la voz de Cortés. Antes de que consiguiera llegar a su lado, Cortés se giró y comenzó su ataque de nuevo, a sabiendas de que si se rendía demasiado pronto, quedarían enterrados allí. Soltó otra exhalación y la lanzó contra la pared y, en esta ocasión, las sombras no lograron amortiguar el sonido. Resonó como una campana atronadora. La onda expansiva lo habría arrojado al suelo si los brazos del místico no hubieran estado allí para atraparlo.

—¡Es un lugar de paso! —gritó.

—¿Qué significa eso?

—Dos exhalaciones esta vez —fue su respuesta—. La tuya y la mía, en una mano. ¿Comprendes?

—Sí.

No podía ver al místico, pero sintió cómo le levantaba la mano hacia su boca.

—Cuando cuente tres —dijo Pai—. Uno…

Cortés inspiró aire con fuerza.

—Dos…

Inspiró de nuevo, con más fuerza todavía.

—¡Tres!

Entonces soltó el aire, mezclado con el de Pai, sobre su mano. La carne humana no estaba diseñada para controlar semejante energía. Si Pai no hubiese estado junto a él para sujetar su hombro y su muñeca, el poder habría estallado en su palma y se la habría arrancado. Pero ambos se abalanzaron hacia delante al unísono y abrió la mano un instante antes de que chocara contra la pared. El rugido se duplicó, pero acabó consumido momentos después por el caos que habían creado sobre sus cabezas. Si hubiera habido algún lugar al que retirarse, lo habrían hecho, pero el techo se estaba derrumbando en una fusilería de estalactitas y lo único que pudieron hacer fue protegerse la cabeza y quedarse en el suelo mientras el muro los lapidaba por su crimen, obligándolos a postrarse de rodillas a medida que estallaba y se venía abajo. La conmoción duró lo que parecieron minutos; el suelo se estremeció con tanta violencia que los hizo caer de nuevo, de bruces esta vez. Entonces, las convulsiones comenzaron a aminorar de forma gradual. La lluvia de hielo y piedra se convirtió en llovizna y se detuvo en el momento en que una milagrosa ráfaga de aire cálido rozó sus rostros.

Ambos levantaron la mirada. El ambiente estaba oscuro, pero la luz arrancaba destellos de las dagas sobre las que yacían y su fuente se encontraba en algún lugar allí arriba. El místico fue el primero en ponerse en pie y tiró de Cortés para colocarlo a su lado.

—Un lugar de paso —dijo de nuevo.

Colocó un brazo alrededor de los hombros de Cortés y, juntos, se tambalearon hacia delante, hacia el lugar del que procedía el calor que los había reanimado. Si bien la oscuridad era todavía bastante densa, pudieron distinguir la vaga presencia de una pared. A pesar de la escala del terremoto, la fisura que habían provocado apenas tenía la altura de un hombre. Al otro lado había niebla, pero cada paso los acercaba un poco más hacia la luz. Cuando hundieron los pies en la blanda arena, que tenía el color de la bruma, escucharon las campanillas de hielo una vez más y miraron hacia atrás con la esperanza de ver que la mujer los seguía. Sin embargo, la niebla ya había ocultado tanto la fisura como el santuario que había más allá, y cuando el campanilleo se detuvo, al igual que ellos poco después, ambos habían perdido el sentido de la orientación.

—Hemos salido al Tercer Dominio —dijo Pai.

—¿Se acabaron las montañas? ¿Se acabó la nieve?

—A menos que quieras regresar para agradecérselo.

Cortés trató de escudriñar algo entre la niebla.

—¿Es este el único camino que existe para salir del Cuarto?

—No, por Dios —dijo Pai—. Si hubiéramos seguido la ruta turística, habríamos tenido la posibilidad de elegir entre un centenar de lugares. Pero este debía de ser el camino secreto de esas mujeres antes de que el hielo lo sellara.

La luz le mostró la cara del místico a Cortés, por lo que pudo ver que esta reflejaba una sonrisa.

—Has hecho un buen trabajo —dijo Pai—. Creí que te habías vuelto loco.

—Creo que así fue, al menos un poco —replicó Cortés—. Debo de tener una faceta destructiva. Hapexamendios estaría orgulloso de mí. —Se detuvo para darle a su cuerpo un momento de descanso—. Espero que haya algo más que niebla en el Tercero.

—Vaya que sí, lo hay, créeme. Es el Dominio que más deseaba visitar mientras estaba en el Quinto. Está lleno de luz y de vida. Descansaremos, nos alimentaremos y recuperaremos las fuerzas. Puede que incluso nos acerquemos a L'Himby para visitar a mi amigo Scopique. Nos merecemos un poco de gratificación durante unos cuantos días antes de dirigirnos hacia el Segundo y unirnos a la Vía Crucis.

—¿Esa nos llevará a Yzordderrex?

—Por supuesto —dijo Pai al tiempo que instaba a Cortés a moverse de nuevo—. La Vía Crucis es la carretera más larga de Imajica. Debe de tener la misma longitud que las dos Américas, incluso más.

—¡Un mapa! —exclamó Cortés—. Debo empezar a hacer un mapa.

La niebla comenzaba a dispersarse y, con el aumento de luz, aparecieron las plantas: las primeras que veían desde las faldas de las colinas del Jokalaylau. Siguieron el camino mientras la vegetación se volvía más exuberante y fragante, atrayéndolos hacia el sol.

—Recuerda, Cortés —dijo Pai cuando avanzaron un poco—. He aceptado.

—¿Aceptar el qué? —preguntó Cortés.

En aquel momento, la niebla era apenas visible; podían ver el mundo cálido que los aguardaba.

—Tu proposición, amigo mío, ¿no la recuerdas?

—No te oí aceptarla.

—Pues lo hice —replicó el místico en el instante en que el paisaje verde se reveló ante ellos—. Aunque sea lo único que hagamos en este Dominio, ¡al menos deberíamos casarnos!

Capítulo 24
1

I
nglaterra disfrutó de una primavera temprana ese año; los últimos días de febrero fueron inusualmente templados y, para mediados de marzo, el clima era tan cálido que bien podría haber engatusado a las plantas que florecen en abril y mayo para que lo hicieran de inmediato. Los expertos aseguraban que si las heladas no regresaban para acabar tanto con los capullos como con los pajarillos que crecían en los nidos, se produciría una nueva explosión de vida en mayo, cuando los padres permitieran a sus retoños volar y así poder encargarse de una nueva puesta cuyos frutos llegarían en junio. Las almas más pesimistas predecían una sequía, si bien sus dotes adivinatorias se fueron al traste cuando, a comienzos de marzo, los cielos se abrieron sobre la isla.

Cuando, en ese primer día de lluvia, Jude miró hacia atrás para analizar las semanas que habían pasado desde que había dejado la propiedad de los Godolphin junto a Oscar y Dowd, le pareció que había aprovechado bien los días; no obstante, los detalles en los que había ocupado su tiempo eran, a lo sumo, imprecisos. Se había sentido bien recibida en la casa de Oscar desde el primer día y se le había permitido salir y entrar a su antojo, aun cuando no lo hubiera hecho con frecuencia. La sensación de pertenencia que la inundó la primera vez que posara los ojos en Oscar no se había desvanecido, aunque todavía no había descubierto la fuente de tales sentimientos. Era un anfitrión generoso, no cabía duda, pero no era la primera vez que un hombre la trataba bien, y no por ello había sentido con anterioridad la devoción que la embargaba en esos momentos. Sin embargo, esa devoción no era correspondida, al menos no de forma evidente, lo cual representaba una experiencia nueva para ella. Había cierta reserva en los modales de Oscar (la causante de la formalidad que regía las conversaciones entre ambos) que provocaba que sus sentimientos hacia él se intensificaran. Cada vez que estaban solos, Jude se imaginaba que era una amante que acababa de regresar de forma milagrosa con su amado después de un largo tiempo de separación, si bien se conocían tan íntimamente que las expresiones explícitas de afecto les resultaban algo superfluo; cuando estaban en compañía de otras personas (en el teatro o en una cena con los amigos de él), solía pasar la mayor parte del tiempo en silencio y disfrutaba haciéndolo. Cosa que resultaba demasiado extraña en ella. Estaba acostumbrada a la volubilidad, a expresar sus opiniones acerca de cualquier tema que se estuviera discutiendo, ya fueran respuestas de cortesía o porque creyera firmemente en sus palabras. En cambio, junto a Oscar, no le importaba guardar silencio en esas situaciones. Se limitaba a escuchar los chismes y la conversación (sobre política, economía o cotilleos de sociedad) como si fuesen los diálogos de una obra de teatro. Pero no era su obra. Ella no tenía obra alguna, tan solo la felicidad de encontrarse justo donde quería estar. Y con la satisfacción que le proporcionaba el simple hecho de observar, no veía razón alguna para exigir nada más.

Godolphin era un hombre ocupado, y si bien pasaban parte del día juntos, Jude estaba sola casi siempre. En esos momentos de soledad la invadía una placentera languidez que contrastaba drásticamente con la confusión que sintiera en la época precedente a su estancia en casa de Oscar. De hecho, intentaba por todos los medios olvidar esos días y, solo cuando regresaba a su piso en busca de alguna de sus pertenencias, o de las facturas que había que pagar (de lo que se encargaba Dowd, cumpliendo las órdenes de Oscar), recordaba a esos amigos cuya compañía no se sentía muy dispuesta a buscar. Había mensajes en el contestador, por supuesto; de Klein, de Clem y de otra media docena de amigos más. Poco después, incluso encontró cartas (algunas de ellas interesándose por su salud) y notas, que habían introducido por debajo de la puerta, pidiéndole que se pusiera en contacto con ellos. Así lo hizo en el caso de Clem, movida por los remordimientos de no haber hablado con él desde el funeral. Almorzaron juntos cerca de la oficina de Clem, en Marylebone, y Jude le contó que había conocido a un hombre con el que se había ido a vivir de modo temporal. Como no podía ser de otro modo, Clem se mostró muy interesado. ¿Quién era el afortunado? ¿Lo conocía él? ¿Qué tal el sexo, sublime o simplemente maravilloso? ¿Lo amaba? Y volvió a hacer hincapié, ¿lo amaba? Ella contestó lo mejor que pudo: le dijo su nombre y lo describió; le explicó que todavía no habían tenido relaciones sexuales, aunque la idea se le había pasado por la cabeza en varias ocasiones; y, con respecto al amor, era muy pronto para saberlo. Conocía a Clem demasiado bien, por lo que estaba segura de que la información sería de conocimiento público en menos de veinticuatro horas, cosa que no le importaba en absoluto. Al menos, de ese modo, aquellos amigos que estaban preocupados por su salud se tranquilizarían.

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