—Esto parece más seguro —dijo Cortés, lo que no dejó de ser una paradoja, puesto que las calles por las que se movían se parecían a cualquiera de las que hubieran evitado de modo instintivo en el Quinto Dominio: callejones mal iluminados en los que la mayoría de las casas se encontraba en muy mal estado.
No obstante, la mayoría de las viviendas estaban iluminadas, incluso las más ruinosas, y los niños jugaban en la sombría calzada a pesar de lo tardío de la hora. Sus juegos eran los mismos que los de la Tierra, quizá con alguna que otra variación. No los habían copiado, habían sido inventados por las mentes jóvenes con los mismos elementos básicos: un bate y una pelota; un trozo de tiza y el hormigón del suelo; una cuerda y una cancioncilla. Cortés se sintió reconfortado mientras caminaba entre ellos y escuchaba sus risas, que no eran diferentes a las de los niños humanos.
Por fin, las casas habitadas dieron paso a una zona del todo abandonada y, pollos refunfuños de Pai, estuvo claro que el místico no tenía ni idea de dónde se encontraban. De repente, en cuanto se percató de la existencia de una estructura distante, emitió una risilla alegre.
—Ese es el templo —informó Pai, que señalaba con un dedo a un monolito situado a varios kilómetros del lugar donde se encontraban. No estaba iluminado y parecía abandonado; a su alrededor todo había sido demolido—. Desde la ventana del baño de Scopique se veía ese templo, si no recuerdo mal. En los días de sol, según afirmaba, tenía por costumbre abrir la ventana y contemplar el templo mientras cagaba.
El místico sonrió ante el recuerdo y dio la espalda al lejano edificio.
—El baño estaba justo frente al templo y no hay más calles entre la casa y el edificio sagrado. Eran terrenos comunales donde los peregrinos podían instalar sus tiendas.
—En ese caso vamos en la dirección correcta —dijo Cortés—. Solo tenemos que tomar la última calle que gire hacia la derecha.
—Eso parece lógico —afirmó Pai—. Estaba empezando a dudar de mi memoria.
No tuvieron que buscar mucho. Dos edificios más adelante, las calles cubiertas de escombros llegaron a un abrupto final.
—Aquí está.
No había triunfo alguno en la voz del místico, hecho nada sorprendente dada la devastación que se extendía ante ellos. Al contrario que en las calles que habían dejado atrás, en las que había sido el tiempo el que hiciera estragos, allí había tenido lugar un asalto mucho más sistemático. Varias casas habían sido incendiadas. Otras parecían haber sido utilizadas como blancos en las prácticas de tiro de una división de tanques.
—Alguien se nos ha adelantado —dijo Cortés.
—Eso parece —respondió Pai—. Debo decir que no me sorprende en absoluto.
—¿Y por qué coño nos has traído hasta aquí entonces?
—Tenía que verlo con mis propios ojos —contestó el místico—. No te preocupes, el rastro no acaba aquí. Habrá dejado un mensaje.
Cortés no señaló lo poco probable que se le antojaba aquella idea mientras seguía a Pai por la calle; el místico se detuvo delante de un edificio que, si bien no había sido reducido a un montón de piedras renegridas, parecía estar a punto de sucumbir al derrumbamiento. El fuego había salido por las ventanas y la que una vez fuese una elegante puerta había sido sustituida por unos trozos de madera parcialmente podridos; el lugar estaba iluminado por un puñado de estrellas, ya que la calle carecía de farolas.
—Será mejor que te quedes aquí fuera —le aconsejó Pai'oh'pah—. Scopique puede haber dejado alguna que otra defensa.
—¿Como qué?
—El Invisible no es el único que puede conjurar guardianes —fue la respuesta de Pai—. Por favor, Cortés… Preferiría hacer esto solo.
Cortés se encogió de hombros.
—Como quieras —le dijo, antes de añadir—: De todos modos, eso es lo que haces siempre.
Cortés observó cómo Pai ascendía por los escalones cubiertos de escombros, apartaba unos cuantos tablones de la entrada y se deslizaba en el interior hasta quedar fuera de su vista. En lugar de esperar allí, se alejó por la acera con el fin de echarle otro vistazo al templo mientras meditaba acerca de la posibilidad de que ese Dominio, al igual que sucediera con el Cuarto, no solo hubiera echado por tierra sus propias expectativas, sino también las de Pai. El refugio que se suponía iba a ser Vanaeph no había resultado más que un lugar donde habían estado a punto de ejecutarlos, mientras que los escombros letales de la montaña les habían otorgado la resurrección. Y ahora le tocaba el turno a L'Himby: una ciudad que una vez fuese centro de meditación y que había quedado reducida a ruinas y oropeles. ¿Qué sería lo siguiente?, se preguntaba. ¿Llegarían a Yzordderrex solo para descubrir que se había convertido en la Nueva Jerusalén, desdeñando su papel como la Babilonia de los Dominios?
Desde el lugar donde se encontraba, contempló el sombrío templo y dejó que su mente vagara hacia un tema que había meditado en varias ocasiones desde su llegada al Tercero: el mejor modo de trazar un mapa de los Dominios con el fin de poder explicar a sus amigos del Quinto el emplazamiento de los mismos cuando regresara; no obstante, la tarea representaba todo un desafío. Habían viajado por todo tipo de caminos, desde la autopista de Patashoqua, hasta las polvorientas sendas que unían Happi con Mai-Ké; habían seguido sinuosas rutas que atravesaban verdes valles y habían escalado hasta llegar a alturas donde ni siquiera el musgo más resistente podría sobrevivir; habían disfrutado del lujo de los carruajes y de la lealtad de los doeki; habían sudado y se habían congelado y habían vagado en sueños, al igual que lo hacen los poetas en el reino de la fantasía, dudando tanto de sus sentidos como de ellos mismos. Era necesario escribir todo aquello: las rutas, las ciudades, las cordilleras y los llanos debían plasmarse en dos dimensiones, debían ser analizados a conciencia.
A su tiempo,
pensó, volviendo a posponer el desafío una vez más.
A su debido tiempo.
Volvió a contemplar la casa de Scopique. No había señal alguna de que Pai hubiese salido y comenzó a preguntarse si le habría sucedido algo al místico allí dentro. Regresó hasta los escalones de la entrada, los subió y, no sin sentirse un poco culpable, se deslizó por la abertura de los tablones hacia el interior. La luz de las estrellas tenía más dificultad para penetrar en el edificio de la que había tenido él, y la ceguera le provocó un escalofrío en cuanto recordó la absoluta oscuridad que reinaba en la catedral de hielo. En aquella ocasión el místico había estado tras él; en esos momentos, Pai se hallaba en algún lugar allí delante. Esperó unos segundos junto a la entrada para permitir que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Era una casa angosta, llena de estancias estrechas, pero escuchó una voz al fondo, apenas un susurro, y decidió seguirla mientras se abría paso a traspiés entre las tinieblas. Ya había dado unos cuantos pasos cuando se dio cuenta de que no era Pai el que hablaba, sino otra persona de voz ronca y asustada. ¿Se trataría de Scopique, que había hecho de las ruinas su refugio?
Un destello de luz, no más brillante que la más tenue de las estrellas, lo guió hasta una puerta a través de la cual pudo echarle un vistazo al extraño. Pai estaba de pie en mitad de la ennegrecida habitación, de espaldas a Cortés. Sobre el hombro del místico, Cortés vio de dónde procedía la luz: una forma que flotaba en el aire, una especie de tela tejida por una araña con aspiraciones de retratista, que se sostenía por la más ligera de las brisas. Sin embargo, su movimiento no era arbitrario. La telaraña abrió la boca y dio rienda suelta a su sabiduría entre susurros.
—… no hay mejor prueba que estos cataclismos. Debemos aferrarnos a esa idea, amigo mío. Aferrarnos y rezar… No, será mejor que no recemos… En estos momentos desconfío de todos los dioses y, sobre todo, del Primigenio. Si los hijos son la imagen del Padre, entonces Él no es amante de la justicia ni la bondad.
—¿Qué hijos? —preguntó Cortés.
El aliento en el que flotaron sus palabras pareció agitar los hilos de la telaraña. El rostro se hizo más alargado y la boca se desgarró.
El místico echó un vistazo por encima del hombro e indicó al intruso, con un movimiento de cabeza, que guardara silencio. Scopique, puesto que no había duda de que era un mensaje suyo, comenzaba a hablar de nuevo.
—Créeme cuando te digo que solo conozco la décima parte de la décima parte de las conspiraciones que hay detrás de todo esto. Mucho antes de la Reconciliación se pusieron en marcha fuerzas que intentaron impedirla; estoy seguro de eso. Y es razonable asumir que esas fuerzas no han desaparecido. Están trabajando en este Dominio, y en el Dominio del que has venido. Trazan planes con siglos de antelación, al igual que nos hemos visto obligados a hacer nosotros. Y sus agentes están muy bien soterrados. No confíes en nadie, Pai, ni siquiera en ti mismo. Sus confabulaciones comenzaron antes de que naciéramos. Cualquiera de nosotros pudo ser concebido con el fin de servirlos de algún modo retorcido y sin tener siquiera conocimiento de que lo está haciendo. No tardarán en venir a por mí, posiblemente con algunos anuladores. Si estoy muerto, lo sabrás. Si puedo convencerlos de que no soy más que un lunático inofensivo, me llevarán a la Cuna y me encerrarán en la
maison de santé.
Búscame allí, Pai'oh'pah. O, si tienes algo más urgente que hacer, olvídame; no te culparé. Pero sé consciente, amigo mío, de que vengas o no a rescatarme, pensaré en ti con una sonrisa, que no deja de ser el más excepcional de los consuelos en los tiempos que corren.
Aun antes de acabar de hablar, la telaraña perdió el poder de recrear el rostro de Scopique; las facciones se difuminaron y la forma se replegó sobre sí misma hasta que, cuando hubo pronunciado la última palabra de su mensaje y cumplido su misión, cayó al suelo.
El místico se puso en cuclillas y pasó los dedos sobre las hebras inertes.
—Scopique —musitó.
—¿De qué cuna estaba hablando?
—De la
Cuna del Chzercemit
. Es un mar interior que se encuentra a dos o tres días de viaje de aquí.
—¿Has estado allí alguna vez?
—No. Es el lugar donde envían a los exiliados. En la Cuna hay una isla que solían usar como prisión. Allí se encerraba a los criminales que habían cometido las peores atrocidades, pero que resultaban demasiado peligrosos como para arriesgarse a ejecutarlos.
—No lo entiendo.
—Pregúntamelo en otra ocasión. La cuestión es que, al parecer, lo han transformado en un manicomio. —Pai se puso en pie—. Pobre Scopique. Siempre le ha dado pánico la locura…
—Sé lo que se siente —señaló Cortés.
—… y ahora lo han encerrado en un manicomio.
—En ese caso, debemos sacarlo de ahí —contestó Cortés sin más.
No pudo ver la expresión de Pai, pero se dio cuenta de que el místico se cubría el rostro y, acto seguido, escuchó un sollozo amortiguado por sus manos.
»Ya está —dijo Cortés en voz baja mientras lo abrazaba—. Lo encontraremos. Sé que no debería haberte espiado de ese modo, pero pensé que tal vez te había ocurrido algo.
—Al menos lo has oído por ti mismo. Así sabrás que no es una mentira.
—¿Y por qué iba a creer que era una mentira?
—Porque no confías en mí —respondió Pai.
—Creía que habíamos llegado a un acuerdo —dijo Cortés—. Nos tenemos el uno al otro y esa es nuestra única esperanza de mantenernos sanos y salvos. ¿No hemos quedado en eso?
—Sí.
—Pues vamos a cumplir nuestro pacto.
—Puede que no sea tan fácil. Si las suposiciones de Scopique son ciertas, cualquiera de nosotros podría estar trabajando para el enemigo sin ser siquiera consciente.
—¿Te refieres al Autarca cuando hablas del enemigo?
—Es uno de ellos, no hay duda. Pero creo que él no es más que el indicio de una corrupción mucho mayor. Imajica está enferma, Cortés, de cabo a rabo. Con solo ver cómo ha cambiado L'Himby me dan ganas de rendirme.
—¿Sabes una cosa? Deberías haberme obligado a tener esa charla con Acaro Bronco. Él podría habernos dado algunas pistas.
—No puedo obligarte a hacer nada, no es mi papel. Además, no estoy seguro de que hubiera tenido más datos que Scopique.
—Tal vez sepa más cosas la próxima vez que hablemos con él.
—Esperemos que sea así.
—Y, en esa ocasión, no me haré el resentido ni me marcharé a la carrera como un idiota.
—Si llegamos a la isla, no habrá lugar donde marcharse a la carrera.
—Cierto. Por tanto, necesitamos un medio de transporte.
—Algo que no llame la atención.
—Algo rápido.
—Algo fácil de robar.
—¿Sabes cómo llegar hasta la Cuna? —preguntó Cortés.
—No, pero puedo hacer unas cuantas preguntas mientras tú robas el coche.
—Bien. ¡Ah! Y Pai… De paso, compra algo para beber que tenga alcohol y unos cuantos cigarrillos, ¿vale?
—Todavía es posible que me conviertas en alguien decadente.
—Debo de estar confundido. Pensaba que era todo lo contrario.
Se marcharon de L'Himby justo antes del amanecer, en un coche que Cortés eligió por su color (gris) y su aspecto completamente anodino. Les vino de perilla. Durante dos días viajaron sin sufrir percance alguno a través de carreteras cada vez menos transitadas a medida que se alejaban de la ciudad, del templo y de sus diseminados suburbios. Se toparon con cierta presencia militar más allá del perímetro urbano, pero estaba compuesta por escasos efectivos y no hicieron ademán alguno de detenerlos. Tan solo vieron a un contingente completo en plena faena en una ocasión, a lo lejos, que maniobraba con los vehículos para disponer la artillería pesada tras las barricadas, con L'Himby en el punto de mira. El trabajo se llevaba a cabo a la vista de todos con el fin de hacer saber a los ciudadanos a quién debían agradecer que siguieran con vida.
Sin embargo, a mitad del tercer día de viaje, descubrieron que la carretera estaba desierta casi por completo y que las llanuras sobre las que se asentaba L'Himby habían dado paso a unas suaves colinas. Junto con este cambio de paisaje también llegó un cambio de clima. El cielo se llenó de nubes y, puesto que no había viento que las desplazara, estas se hicieron cada vez más espesas. Un paisaje que podría haber resultado asombroso bajo la luz del sol y la sombra de las nubes, se convirtió en un lugar deprimente e incluso nocivo. Toda señal de ocupación despareció. De vez en cuando, pasaban por alguna casa solariega que llevaba mucho tiempo en ruinas. Sin embargo, lo realmente raro era ver a una persona; las pocas que encontraron eran seres solitarios y de aspecto desaliñado, como si el territorio se hubiese dado por perdido.