Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (71 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—Estamos en una situación muy delicada —les dijo.

—Creo que hasta ahí llego.

—La mayoría de mi gente ha abandonado el kesparate.

—¿Adónde han ido?

—Algunos han sido torturados hasta la muerte. Otros son ahora esclavos.

—Pero el hijo pródigo ha regresado, ¿por qué no se alegran de verte?

—Creen posible que sea un espía o que esté loco. En cualquier caso, soy un peligro. Van a retenerme para interrogarme. La otra opción era una ejecución sumaria.

—Menudo regreso a casa…

—Al menos, unos cuantos han logrado sobrevivir. Al llegar creí que…

—Sé lo que pensaste. Lo mismo que yo. ¿Hablan inglés?

—Por supuesto. Pero no lo hacen por una cuestión de orgullo.

—Pero, ¿pueden entenderme?

—No lo hagas, Cortés.

—Quiero que sepan que no somos sus enemigos —explicó Cortés antes de dirigirse hacia la patrulla—. Ya conocen mi nombre —les dijo—. Estoy aquí con Pai'oh'pah porque creímos que podríamos encontrar amigos. No somos espías. No somos asesinos.

—Déjalo, Cortés —le pidió Pai.

—Pai y yo hemos recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. Todo el camino desde el Quinto Dominio. Y, desde el principio, Pai ha soñado con volver a ver a su gente. ¿No lo entienden? Son el sueño por el que Pai ha hecho este largo viaje.

—No les importa, Cortés —le dijo el místico.

—Tiene que importarles.

—Estamos en su kesparate —le recordó Pai—. Dejémosles que lo hagan a su manera.

Cortés meditó un instante la respuesta de Pai.

—Pai tiene razón —dijo—. Es su kesparate y nosotros no somos más que visitantes, pero quiero que comprendan una cosa. —Miró directamente a la mujer cuya cinta había oscilado cerca de la coronilla del místico—. Pai es mi amigo — le informó—. Protegeré a mi amigo con mi vida.

—Estás empeorando las cosas —le dijo el místico—. Por favor, cállate.

—Pensé que iban a recibirte con los brazos abiertos —siguió Cortés mientras observaba los inconmovibles rostros de los cuatro individuos—. ¿Qué les pasa?

—Están protegiendo lo poco que les queda —contestó Pai—. El Autarca ha enviado a sus espías en otras ocasiones. Ha habido purificaciones y secuestros. Se han llevado a los niños. Y solo han devuelto sus cabezas.

—¡Dios mío! —exclamó Cortés, que hizo un pequeño encogimiento de hombros a modo de disculpa—. Lo siento —les dijo, dirigiéndose no solo al místico sino a todos en general—. Solo quería decir lo que pensaba.

—Pues ya lo has hecho. ¿Vas a dejar que sea yo el que hable ahora? Dame un par de horas y los convenceré de que digo la verdad.

—Claro, si va a ser tan rápido no hay problema. Hurra y yo esperaremos por aquí mientras tú les explicas.

—Aquí no —le dijo Pai—. No creo que sea muy sensato.

—¿Por qué no?

—Porque no —replicó Pai sin querer presionar demasiado.

—Temes que quieran matarnos a todos, ¿no es cierto?

—Hay… probabilidades de que eso suceda, sí.

—En ese caso, nos vamos los tres.

—Eso no es posible. Yo me quedo y vosotros os vais. Eso es lo que nos están ofreciendo. No hay negociación posible.

—Ya veo.

—No me pasará nada, Cortés —lo tranquilizó Pai—. ¿Por qué no regresáis a la cafetería donde desayunamos? ¿Seréis capaces de encontrarla otra vez?

—Yo sí —afirmó Hurra.

No había alzado la mirada desde que comenzara la conversación entre Cortés y Pai. Ahora que los miraba, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Espérame allí, ángel —le dijo Pai, llamándola por primera vez con el mismo apodo que utilizaba Cortés—. Mis dos ángeles.

—Si no te reúnes con nosotros antes del crepúsculo, volveremos a por ti —le dijo Cortés antes de contemplar a la patrulla con una sonrisa en los labios y una mirada amenazadora.

Pie extendió la mano para despedirse. Cortés la tomó y lo atrajo hacia él.

—Esto es muy formal —le dijo.

—No sería muy sensato despedirse de un modo más afectuoso —informó el místico—. Confía en mí.

—Siempre lo he hecho. Y siempre lo haré.

—Somos muy afortunados, Cortés —dijo Pai.

—¿Por qué?

—Por haber disfrutado del tiempo que hemos pasado juntos.

Cortés miró al místico a los ojos y se dio cuenta de que, tras toda esa formalidad, se escondía una despedida que no estaba preparado para escuchar. A pesar de sus alegres palabras, Pai tenía la certeza de que no volverían a verse.

—Nos veremos en un par de horas, Pai —le dijo Cortés—. Cuento con eso. ¿Lo entiendes? Hemos hecho una promesa.

El místico asintió con la cabeza y apartó su mano de la de Cortés. Los dedos de Hurra, pequeños y cálidos, estaban allí, preparados para reemplazar los del místico.

—Será mejor que nos pongamos en marcha, ángel —dijo Cortés, y la precedió de camino a la puerta, dejando a Pai bajo la custodia de la patrulla.

La niña miró dos veces hacia atrás según se alejaban, pero Cortés resistió la tentación. A Pai no le ayudaría mucho que se pusiera sentimental en esos momentos. Era mejor seguir pensando que volverían a reunirse en cuestión de horas y que compartirían un café en Oke T'Noon. Sin embargo, al llegar a las puertas no pudo evitar echar un vistazo a la calle flanqueada por los árboles en flor, en busca de una última imagen de la criatura a la que amaba. No obstante, la patrulla ya había desaparecido en el interior del chianculi, llevándose al hijo pródigo con ellos.

Capítulo 32
1

C
uando aún faltaban varias horas para que cayera el crepúsculo sobre Yzordderrex, el Autarca se encontraba en una habitación cerca de la Torre del Eje donde el día no llegaría. Allí la luz no estropeaba el consuelo que proporcionaba el kreauchee. Era fácil creer que todo era un sueño y, siendo un sueño, no merecía la pena sentir dolor si todo acababa; o mejor dicho, cuando todo acabara. Sin embargo, con su método infalible Rosengarten había descubierto el escondite y le había traído noticias más inquietantes que cualquier tipo de luz. Un silencioso intento de erradicar la célula de Carestía liderada por el padre Atanasio se había convertido en un espectáculo público debido a la llegada de Quaisoir. Había estallado la violencia, y todavía continuaba extendiéndose. Se creía que las tropas que habían llevado a cabo el asedio inicial habían sido masacradas por un solo hombre, aunque eso no podía verificarse, ya que se había sellado la zona de los puertos mediante barricadas provisionales.

—Esta es la señal que aguardaban las facciones —señaló Rosengarten—. Si no acabamos con esto, todos los pequeños cultos del Dominio van a decir a sus discípulos que el día ha llegado.

—La hora del juicio, ¿eh?

—Eso es lo que dirán.

—Quizá tengan razón —replicó el Autarca—. ¿Por qué no les dejamos proseguir la reyerta durante un rato? No se llevan bien entre ellos. Los radiantes odian a los carestes; los carestes odian a los zenéticos. Es posible que se rebanen el pescuezo los unos a los otros.

—Pero la ciudad, señor…

—¡La ciudad! ¡La ciudad! ¿Qué pasa con la puñetera ciudad? Es una capitulación, Rosengarten. ¿No te das cuenta? Llevo un buen rato aquí sentado, pensando. Si pudiera hacer que el cometa cayera sobre ella, lo haría. Deja que muera tal y como ha vivido: de forma hermosa. ¿Por qué convertirlo en una tragedia, Rosengarten? Puedo construir otra Yzordderrex.

—Entonces es posible que deba abandonarla ahora, antes de que las reyertas se extiendan.

—Estamos a salvo aquí, ¿no es cierto?—preguntó el Autarca. La respuesta fue el silencio. —No pareces muy seguro.

—Hay un fuerte estallido de violencia ahí fuera.

—¿Y dices que ella lo inició?

—La cosa estaba en el aire.

—¿Pero ella fue la chispa que lo hizo estallar? —Suspiró—. Dios, maldita sea… Maldita sea esa mujer. Será mejor que traigas a los generales.

—¿A todos?

—A Mattalaus y a Racidio. Ellos pueden convertir este lugar en una fortaleza. —Se puso en pie—. Iré a hablar con mi encantadora esposa.

—¿Debemos reunimos allí con usted?

—No, a menos que quieras presenciar un asesinato.

Al igual que antes, encontró las habitaciones de Quaisoir vacías, pero en esta ocasión Concupiscencia, que ya había dejado a un lado los coqueteos pero que temblaba y tenía los ojos secos, lo que para su escurridizo clan era similar al llanto, sabía dónde estaba su señora: en su capilla privada. Entró allí en tromba y descubrió a Quaisoir encendiendo las velas del altar.

—Te he estado llamando —le dijo.

—Sí, ya lo he oído —replicó ella. Su voz, que una vez convirtiera cada palabra en un encantamiento, parecía deslustrada; al igual que su dueña.

—¿Por qué no has respondido?

—Estaba rezando —contestó.

Sopló la cerilla con la que había encendido las velas y le dio la espalda para colocarse frente al altar. La estancia era, como sus aposentos, una oda al exceso. Un Cristo tallado y pintado colgaba de una cruz dorada, rodeado de querubines y arcángeles.

—¿Por quién rezabas? —le preguntó.

—Por mí —respondió ella sin más.

La agarró del hombro y le dio la vuelta.

—¿Y qué pasa con los hombres a los que ha destrozado la muchedumbre? ¿No rezas por ellos?

—Esos hombres ya tienen gente que rece por ellos. Gente que los ama. Yo no tengo a nadie.

—Me rompes el corazón —dijo el Autarca.

—No, no es cierto —replicó Quaisoir—. Pero el corazón del Hombre de los Pesares sí sangra por mí.

—Lo dudo mucho, señora —dijo, más divertido que irritado por su devoción.

—Lo he visto hoy —señaló.

Aquello era nuevo. Lo meditó un momento.

—¿Dónde estaba? —preguntó con sinceridad.

—En el puerto. Apareció en un tejado, justo encima de mí. Trataron de dispararle para que cayera y lo hirieron. Yo vi que estaba herido. Pero cuando buscaron el cuerpo, había desaparecido.

—¿Sabes? Deberías bajar al Bastión con el resto de las chilladas —le dijo—. Puedes esperar allí el Segundo Advenimiento. Haré que trasladen todo esto, si así lo deseas.

—Vendrá a buscarme aquí —replicó—. No tiene miedo. Eres tú quien está asustado.

El Autarca se miró las manos.

—¿Acaso estoy sudando? No. ¿Me he postrado de rodillas para suplicarle que sea misericordioso conmigo? No. Puedes acusarme de prácticamente todos los crímenes, y lo más probable es que sea culpable de ellos. De todos salvo de tener miedo. Ya deberías saberlo.

—Está aquí, en Yzordderrex.

—Entonces déjalo que venga. Yo no me iré. Me encontrará, si es eso lo que tanto desea; pero no me encontrará rezando, te lo aseguro. Meando, tal vez, si es que puede soportar esa visión. —El Autarca tomó la mano de Quaisoir y la apretó contra su entrepierna—. Puede que descubra que es él quien debe sentirse humillado. —Soltó una carcajada—. Antes rezabas a este amigo mío, señora. ¿Lo recuerdas? Di que lo recuerdas.

—Lo confieso.

—No es ningún crimen. Así es como somos. ¿Qué otra cosa podemos hacer sino sufrirlo? —De pronto, la a trajo hacia él—. No creas que puedes abandonarme por Él. Nos pertenecemos el uno al otro. Todo el daño que me hagas, te lo harás a ti misma. Piensa en eso. Si prenden fuego a nuestros sueños, nosotros arderemos con ellos.

Su mensaje iba calando poco a poco. Quaisoir no se retorció entre sus brazos, sino que temblaba de puro terror.

—No deseo arrebatarte tus consuelos. Quédate con tu Hombre de los Pesares si Él te ayuda a dormir. Pero recuerda que nuestra carne está unida. Sean cuales sean los pequeños ecos que hayas aprendido en el Bastión, no cambian lo que eres.

—Las plegarias no son suficiente… —replicó ella casi para sí misma.

—Las plegarias son inútiles.

—En ese caso, debo encontrarlo. Ir con Él. Demostrarle mi devoción.

—No vas a ir a ninguna parte.

—Tengo que hacerlo. Es el único modo. Está en la ciudad, esperándome. —Lo empujó para apartarse—. ¡Iré con Él vestida con harapos! —gritó al tiempo que empezaba a arrancarse la ropa—. ¡O desnuda! ¡Mejor desnuda!

El Autarca no trató de sujetarla de nuevo, al contrario, se apartó de ella como si la locura fuera contagiosa; dejó que se desgarrara la ropa y se hiciera sangre con la violencia de su repugnancia. Mientras lo hacía, comenzó a rezar en alto, y sus plegarias estaban llenas de promesas de ir a Él de rodillas y suplicarle perdón. Cuando se dio la vuelta para derramar sus súplicas sobre el altar, el Autarca perdió la paciencia y la agarró del cabello, dos mechones gemelos de pelo, para arrastrarla hacia él.

—¡No estás escuchando! —exclamó; tanto la compasión como el desagrado habían sido eclipsados por una furia de tal magnitud que ni siquiera el kreauchee podía mitigarla—. ¡Solo hay un Señor en Yzordderrex!

La arrojó a un lado y subió los escalones del altar de tres zancadas para quitar de en medio las velas con un golpe del dorso del brazo. Después, se encaramó al propio altar para arrancar el crucifijo. Quaisoir se había puesto en pie para detenerlo, pero ni sus ruegos ni sus puños lograron frenarlo. El arcángel dorado fue el primero en caer: lo arrancó de sus nubes de madera tallada y lo lanzó a su espalda, al suelo. Acto seguido, colocó las manos sobre la cabeza del Salvador y tiró. La corona que llevaba estaba meticulosamente tallada, y las espinas se le clavaron en los dedos y en las palmas de las manos, pero los pinchazos solo alimentaron su fuerza y un crujido de la madera al estallar anunció su victoria. El crucifijo se separó de la pared, y lo único que tuvo que hacer fue echarse a un lado y dejar que la gravedad hiciera su trabajo. Por un instante creyó que Quaisoir trataría de colocarse debajo para sujetarlo; sin embargo, la dama se retiró de los escalones un segundo antes de que cayera, y la cruz se desplomó entre las astillas del desmembrado arcángel con un fuerte golpe al hacerse añicos contra el suelo de piedra.

Por supuesto, semejante conmoción atrajo espectadores. Desde su posición sobre el altar, el Autarca pudo ver a Rosengarten, que corría por el pasillo con el arma preparada.

—No ocurre nada, Rosengarten —dijo entre jadeos—. Lo peor ya ha pasado.

—Está sangrando, señor.

El Autarca se chupó la mano.

—¿Te importaría escoltar a mi esposa hasta sus aposentos? —dijo al tiempo que escupía la sangre con restos de pintura dorada—. No tiene permiso para poseer objetos punzantes, ni cualquier otro instrumento con el que pueda hacerse daño a sí misma. Me temo que está muy enferma. Tendremos que vigilarla noche y día de ahora en adelante.

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