Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (72 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Quaisoir estaba arrodillada entre los fragmentos del crucifijo, sin dejar de sollozar.

—Por favor, señora —dijo el Autarca, que saltó del altar y se acercó para levantarla—. ¿Por qué malgastas tus lágrimas con un hombre muerto? La veneración no sirve para nada, señora mía, excepto la adoración… —Se detuvo un momento, confundido por las palabras; entonces, retomó lo que estaba diciendo—: Excepto la adoración de tu Verdadero Yo.

Ella alzó la cabeza y se enjugó las lágrimas con las manos para observarlo con atención.

»Haré que te proporcionen un poco de kreauchee —dijo—. Te calmará un poco.

—No quiero kreauchee —murmuró la mujer; su voz carecía de toda inflexión—. Quiero el perdón.

—Entonces te perdono —replicó él con toda sinceridad.

—El tuyo no.

El Autarca estudió el dolor de la mujer por un momento.

—Íbamos a amarnos y a vivir para siempre —dijo con suavidad—. ¿Cuándo envejeciste tanto?

Quaisoir no respondió, de modo que la dejó allí, arrodillada sobre los escombros. El subalterno de Rosengarten, Seidux, ya había llegado para hacerse cargo de ella.

—Muéstrate considerado —le dijo a Seidux cuando se cruzaron en la puerta—. Una vez fue una gran dama.

No aguardó a ver cómo la retiraban, sino que se fue con Rosengarten para reunirse con los generales Mattalaus y Racidio. Se sentía mejor después de haber empleado la fuerza. A pesar de que todo gran maestro era inmune a la edad, su organismo aún se volvía un poco perezoso de vez en cuando y necesitaba un poco de acción. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que derrocar ídolos?

Sin embargo, cuando pasó junto a una ventana que daba a la ciudad, aminoró el paso al ver los signos de destrucción que había más abajo. A pesar de todas sus fanfarronadas acerca de construir otra Yzordderrex, sería doloroso contemplar cómo destruían esta, kesparate a kesparate. Media docena de columnas de humo se elevaban de las conflagraciones que había repartidas a lo largo y ancho de la ciudad. Algunos barcos ardían en el puerto, y también se quemaban varios burdeles alrededor de la calle Lujuria. Tal y como Rosengarten había predicho, todos los apocalípticos de la ciudad verían sus profecías cumplidas ese día. Aquellos que habían vaticinado que la corrupción llegaría a través del mar estaban quemando los barcos; aquellos que se mostraban contrarios al sexo habían preparado sus antorchas para los lupanares. Volvió la vista atrás para contemplar la capilla de Quaisoir, mientras los sollozos de su consorte se alzaban de nuevo.

—Es mejor que la dejemos llorar —dijo—. Tiene buenos motivos.

2

La extensión del daño que Dowd se había provocado a sí mismo con su rezagado embarco en el Expreso de Yzordderrex no se hizo aparente hasta que llegaron al sótano cuajado de iconos que había bajo la casa del mercader. Aunque había conseguido no acabar vuelto del revés, su entrada forzosa le había inflingido heridas de cierta consideración. Parecía que lo hubieran arrastrado boca abajo sobre una carretera recién cubierta de grava; la piel de su rostro y sus manos estaba hecha jirones, y los tendones que había por debajo exudaban la exigua porquería que tenía en las venas. La última vez que Jude lo vio sangrar, él mismo se había provocado la herida y no parecía sufrir mucho; en ese momento, en cambio, no era así. A pesar de que le sujetaba la muñeca de forma implacable y la amenazaba con una muerte que habría hecho que la de Clara pareciera misericordiosa si trataba de escapar, era un secuestrador vulnerable que se encogía mientras tiraba de ella escaleras arriba, camino de la casa.

No se había imaginado su llegada a Yzordderrex de aquella manera. Claro que la escena que se encontró al final de las escaleras tampoco era la que había previsto. O, mejor dicho, era demasiado previsible. La casa, que estaba desierta, era amplia y estaba bien iluminada, pero el diseño y la decoración le resultaban tristemente conocidos. Se recordó a sí misma que aquella era la casa de Pecador, el socio de Oscar, y que era muy probable que la influencia estética del Quinto Dominio fuera muy fuerte en una morada que tenía una puerta a la Tierra en el sótano. Pero la visión de felicidad doméstica que conjuraba ese interior resultaba patéticamente insulsa. El único toque exótico lo daba el loro que se movía inquieto sobre su percha junto a la ventana; aparte de eso, aquel nido era arrabalero sin remisión, desde la hilera de fotografías que había junto al reloj sobre la repisa de la chimenea hasta los tulipanes encorvados del jarrón que había sobre la brillante mesa del salón.

Estaba segura de que había cosas mucho más interesantes en la calle, pero Dowd no estaba de humor (ni, por supuesto, en condiciones) para ir a explorar un poco. Le dijo que esperarían allí hasta que se sintiera mejor y que, si alguien de la familia regresaba entretanto, tendría que guardar silencio. Él se encargaría de hablar, dijo, o de lo contrario no solo pondría en peligro su propia vida, sino la de todo el clan de Pecador.

Jude estaba segura de que Dowd era perfectamente capaz de desplegar una violencia semejante, más aún siendo víctima del dolor. No dejaba de exigirle que aliviara dicho dolor y ella, obediente, le lavó la cara usando agua y unos paños de cocina. Por desgracia, las heridas eran más superficiales de lo que había creído en un principio y, una vez limpias, comenzaron a mostrar signos inmediatos de recuperación. Ahora se le presentaba un nuevo dilema. Dado que Dowd se curaba a la velocidad de un superhombre, tendría que aprovecharse pronto de su vulnerabilidad si quería escapar. El problema era que si lo hacía, si huía de la casa en aquel mismo momento, le estaría dando la espalda al único guía que tenía en la ciudad. Y, lo más importante, se apartaría del lugar adonde aún esperaba que llegara Oscar, tras seguirla a través del In Ovo. No podía permitirse el lujo de que llegara y descubriera que ella había desaparecido en una ciudad que, según lo que había oído, era tan enorme que podrían buscarse el uno al otro durante diez vidas y no encontrarse jamás.

Al cabo de un rato comenzó a soplar un viento que trajo a la puerta a un miembro de la familia de Pecador. Era una muchacha delgaducha de alrededor de veinte años, vestida con una capa larga y un vestido con estampado de flores, que no se sorprendió mucho al descubrir a dos extraños en la casa, a pesar de que era más que evidente que uno de ellos se recuperaba de sus heridas con una obvia sangre fría.

—¿Sois amigos de papá? —preguntó al tiempo que se quitaba las gafas para revelar unos ojos que sufrían de un exagerado estrabismo.

Dowd dijo que sí y comenzó a explicarle cómo habían llegado allí, pero la chica le pidió de forma educada que esperase a que la casa estuviese preparada para afrontar la tormenta que se avecinaba antes de relatar su historia. Acto seguido, hizo un gesto a Jude para que la ayudara, a lo cual Dowd no puso objeciones, ya que asumió correctamente que su cautiva no se aventuraría en una ciudad desconocida sobre la que iba a desatarse un temporal. De modo que, cuando las primeras ráfagas de viento empezaron a sacudir la puerta, Jude siguió a Pueblo Llano alrededor de la casa con el fin de cerrar todas las ventanas que estuviesen abiertas, aunque fuera un dedo, y a atrancar las contraventanas por si acaso estallaban los cristales.

Aun a pesar de que el viento cargado de arena estaba oscureciendo el horizonte, Jude pudo atisbar una imagen de la ciudad. Fue una imagen breve y frustrante, pero suficiente para asegurarle que, cuando al fin caminara por las calles de Yzordderrex, sus meses de espera se verían recompensados con muchas y variadas maravillas. Había miríadas de calles asentadas en el cerro que quedaba por encima de la casa; dichas calles se dirigían hacia las descomunales murallas y torres de lo que Pueblo Llano identificó como el palacio del Autarca; y, apenas visible desde la ventana del ático, estaba el océano, resplandeciente a pesar de la tormenta. No obstante, todas aquellas vistas (océano, tejados y torres) podría haberlas contemplado en el Quinto. Lo que marcaba aquel lugar como perteneciente a otro Dominio era la gente de la calle, algunos humanos y otros muchos no, que se refugiaba del viento y de la conmoción que este provocaba. Una criatura con una cabeza enorme se tambaleó avenida arriba con lo que parecían ser dos cerdos de hocico afilado que no dejaban de ladrar, uno bajo cada brazo. Un grupo de jóvenes, calvos y con túnicas, corrían en otra dirección al tiempo que balanceaban sus incensarios sobre sus cabezas como si fueran boleadoras. Un hombre con una barba de color amarillo canario y piel semejante a la de una muñeca de porcelana fue acarreado, herido pero sin dejar de gritar, a una casa que había al otro lado de la calle.

—Hay reyertas por todos lados —dijo Pueblo Llano—. Ojalá papá estuviera en casa.

—¿Dónde está? —preguntó Jude.

—En el puerto. Espera la llegada de un cargamento procedente de las islas.

—¿No puedes llamarlo por teléfono?

—¿Teléfono? —dijo Pueblo Llano.

—Sí, ya sabes, es esa cosa…

—Sé lo que es —dijo Pueblo Llano de mal humor—. El tío Oscar me enseñó uno. Pero están prohibidos por la ley.

—¿Por qué?

La muchacha se encogió de hombros.

—La ley es la ley —dijo. Echó un vistazo a la tormenta antes de cerrar la última ventana—. Papá es un hombre razonable —añadió—. Siempre se lo digo: «tienes que ser razonable», y él siempre me hace caso.

La guió escaleras abajo, donde encontraron a Dowd delante de la entrada, con la puerta abierta de par en par. Soplaba un aire caliente y cargado de arena que olía a especias y a lejanía. Pueblo Llano ordenó a Dowd que volviera dentro con una sequedad que hizo a Jude temer por la joven, pero Dowd pareció contento de jugar al huésped desatinado e hizo lo que le pedían. Ella cerró la puerta dando un portazo, echó los cerrojos y, a continuación, preguntó si alguien quería un té. Dado que las luces titilaban en todas las habitaciones y que el viento sacudía las contraventanas sueltas, resultaba difícil fingir que no sucedía nada malo, pero Pueblo Llano hizo todo lo posible por mantener una charla insustancial mientras preparaba una tetera de darjeeling y les pasaba unos trozos de pastel de Madeira. Lo absurdo de la situación comenzó a divertir a Jude. Allí estaban todos, tomándose un té mientras una ciudad de incalculable rareza se hacía pedazos gracias a una tormenta y a una revolución. Si Oscar aparecía en aquel momento, pensó, estaría de lo más entretenido. Se sentaría, mojaría la tarta en el té y hablaría sobre el criquet como un perfecto caballero inglés.

—¿Dónde se encuentra el resto de tu familia? —le preguntó Dowd a Pueblo Llano cuando la conversación giró una vez más alrededor del tema de su padre ausente.

—Mi madre y mis hermanos se han ido al campo —dijo—, para alejarse de los problemas.

—¿No querías ir con ellos?

—No si papá se quedaba aquí. Alguien tiene que cuidar de él. Se muestra razonable la mayor parte de las veces, pero siempre tengo que recordárselo. — Una ráfaga particularmente fuerte hizo que las tejas traquetearan como disparos en el tejado. La joven dio un respingo—. Si papá estuviera aquí, creo que sugeriría que tomáramos algo para calmar los nervios —dijo.

—¿Y qué es lo que tienes, pichoncito? —dijo Dowd—. ¿Un poco de
brandy,
tal vez? Eso es lo que trae Oscar, ¿no es cierto?

Ella le dijo que sí, trajo una botella y echó un poco en tres diminutos vasos.

—También nos trajo a Chorlito Carambolo —dijo.

—¿Quién es Chorlito Carambolo? —preguntó Jude.

—El loro. Fue un regalo que me hizo cuando era pequeña. Tenía una compañera, pero se la comió el ragemy del vecino. ¡Ese bruto! Ahora Chorlito se siente solo y no es feliz. Pero Oscar va a traerme otro loro muy pronto. Dijo que lo haría. Una vez le trajo perlas a mamá. Y para papá siempre trae periódicos. A papá le encantan los periódicos.

Parloteó de forma similar sin apenas detenerse. Entretanto los tres vasos se llenaron, se vaciaron y volvieron a llenarse en varias ocasiones, y el alcohol empezó a hacer mella en la concentración de Jude. De hecho, encontraba el monólogo y el sutil movimiento de las luces en lo alto decididamente soporíferos, y, al final, preguntó si podía echarse un rato. Una vez más, Dowd no puso objeciones y dejó que Pueblo Llano acompañara a Jude hasta la habitación de invitados sin decir otra cosa que «dulces sueños, pichoncito» cuando se retiraba.

Mareada, Jude apoyó la cabeza con agradecimiento, pensando mientras se desvanecía que tenía sentido dormir en aquel momento, cuando la tormenta impedía que saliera a la calle. En cuanto acabara comenzaría su expedición, con o sin Dowd. Oscar no iba a ir a buscarla, eso parecía haber quedado claro. O bien estaba demasiado herido o bien el Expreso había resultado dañado de alguna manera por el abordamiento tardío de Dowd. Fuera lo que fuese, no podía retrasar sus aventuras allí por más tiempo. Cuando se despertara, emularía a las fuerzas de la naturaleza que sacudían las contraventanas y tomaría Yzordderrex por asalto.

Soñó que estaba en un lugar en el que se sufría un enorme dolor. Una habitación oscura, con las contraventanas cenadas para protegerse de la misma tormenta que azotaba el exterior de la habitación en la que ella dormía y soñaba (y sabía que dormía y soñaba mientras lo hacía), y en esa habitación se encontraba una mujer que no dejaba de sollozar. Su dolor era tan evidente que hacía daño a Jude, que sentía la necesidad de aliviarlo, tanto por su bien como por el de la sufridora. Avanzó a través de la oscuridad guiándose por el sonido, y se encontró una cortina tras otra en el camino, todas tan finas como telarañas, como si los ajuares de cientos de novias hubieran sido colgados en aquella estancia. Sin embargo, antes de que pudiese alcanzar a la mujer que lloraba, una silueta se movió entre las sombras más adelante y se acercó a dónde estaba la mujer para susurrarle algo.

—… kreauchee… —dijo la otra y, a través de los velos, Jude pudo atisbar a la figura que susurraba.

En sus sueños jamás había aparecido una figura tan extraña. La criatura era pálida, incluso en la oscuridad, y estaba desnuda, con una espalda de la que brotaba un jardín de colas. Jude avanzó un poco para poder verla mejor y la criatura, a su vez, la vio, o al menos vio el efecto que tenía sobre los velos, porque echó un vistazo alrededor de la habitación como si supiera que había alguien allí. Su voz sonó alarmada cuando volvió a escucharse.

—Aquí hay
arguien,
señora —dijo.

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