Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (7 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—¿Eres tú, Cortés?

—Soy yo. —Se alegraba de que la línea funcionara tan mal. El sonido de su voz lo había alterado y no quería que ella se diera cuenta—. ¿Desde dónde me llamas?

—Desde Nueva York. Solo estoy de visita por unos días.

—Me alegra saber algo de ti.

—No estoy segura de por qué te estoy llamando. Lo que pasa es que hoy ha sido un día muy extraño y creí que quizá, bueno…—Se detuvo. Se rió de sí misma; tal vez estuviera un poco borracha—. No sé qué es lo que creí —añadió—. Soy una estúpida. Lo siento.

—¿Cuándo vuelves?

—Tampoco lo sé.

—¿Sería posible que nos viéramos?

—No lo creo, Cortés.

—Solo para hablar.

—La línea está cada vez peor. Siento haberte despertado.

—No me has…

—Cuídate mucho, ¿vale?

—Judith…

—Lo siento, Cortés.

La línea se quedó en silencio. Pero el ruido de las interferencias, a través del cual la había escuchado, seguía sonando, como el ruido del mar en una caracola. No era el ruido del océano, por supuesto; tan solo una ilusión. Colgó el teléfono y, con la seguridad de que ya no se dormiría, apretó el tubo para sacar un poco más de pintura con la que seguir trabajando y prosiguió con su tarea.

3

Fue el silbido que llegó desde la oscuridad a sus espaldas lo que le confirmó a Chant que su huida no había pasado desapercibida. No era un silbido que pudiera provenir de labios humanos, sino el escalofriante chirrido de un escalpelo que solo había escuchado en una ocasión anterior en el Quinto Dominio, cuando, unos doscientos años atrás, su dueño por aquel entonces, el maestro Sartori, conjuró a un secuaz desde el In Ovo que había emitido un silbido semejante. Aquel sonido había provocado lágrimas de sangre en los ojos de su invocador, lo que obligó a Sartori a liberarlo con premura. Más tarde, Chant y el maestro comentaron el suceso, por lo que ahora identificó a la criatura. Era conocida en los Dominios reconciliados como «anulador», una de las especies salvajes que rondaban las ruinas del norte del Vía Crucis. Los anuladores adoptaban muchas formas, ya que habían sido creados, según decían algunos, a partir del deseo colectivo; un hecho que, al parecer, impresionó profundamente a Sartori.

—Debo invocar a uno de nuevo —había dicho— y hablar con él.

A lo que Chant había replicado que si iban a intentar llevar a cabo semejante invocación tendrían que estar preparados, porque los anuladores eran letales y no podía domesticarlos sino un maestro de indescriptibles poderes.

El conjuro planteado jamás se llevó a cabo, ya que Sartori desapareció poco tiempo después. A lo largo de los años que habían transcurrido desde aquello, Chant se había preguntado si el maestro habría caído víctima de un anulador, tras haber tratado de convocar por sí solo a una de estas criaturas. Tal vez la criatura que ahora perseguía a Chant hubiera sido la responsable. Si bien Sartori había desaparecido doscientos años atrás, la vida de los anuladores, al igual que la de muchas especies de otros Dominios, era más larga que la del más longevo de los humanos.

Chant echó un vistazo por encima del hombro. El silbador estaba a la vista. Parecía completamente humano, vestido con un traje gris de buen corte y corbata negra, con el cuello vuelto hacia arriba para contrarrestar el frío y las manos metidas en los bolsillos. No corría, es más, casi podría decirse que se acercaba dando un paseo; su silbido confundió los pensamientos de Chant e hizo que se tambaleara. Cuando se giró, el segundo de sus perseguidores apareció sobre la acera justo delante de él y sacó la mano de uno de sus bolsillos. ¿Una pistola? No. ¿Un cuchillo? No. Algo diminuto se arrastraba sobre la palma de la mano del anulador, algo parecido a una pulga. Chant apenas había podido echarle un vistazo cuando la cosa saltó hacia su rostro. Asqueado, levantó un brazo para impedir que le entrara en los ojos o en la boca, de modo que la pulga se posó en su mano. Le dio un manotazo con la otra mano, pero ya se había introducido bajo la uña del pulgar antes de que pudiera atraparla. Levantó el brazo para ver el movimiento del insecto bajo la carne y apretó la base del dedo con la otra mano con la esperanza de detener su avance, jadeando como si lo hubieran sumergido en agua helada. El dolor estaba más allá de toda proporción con el tamaño del artrópodo, pero apretó el pulgar y contuvo los sollozos, decidido a no perder la dignidad frente a sus ejecutores. Acto seguido, fue dando tumbos desde la acera a la calle y echó un vistazo hacia las brillantes luces que había en el cruce. La seguridad que ofrecían era cuestionable, pero si las cosas empeoraban todavía más, se lanzaría debajo de un coche e impediría que los anuladores se divirtieran a costa de una muerte lenta. Empezó a correr de nuevo sin dejar de apretarse la mano. Esta vez no volvió la vista atrás. No tenía que hacerlo. El sonido de los silbidos se apagó y fue sustituido por el ronroneo del coche. Echó a correr con todas las fuerzas que le quedaban y alcanzó la calle iluminada para descubrir que estaba desierta de tráfico. Giró en dirección Norte y dejó atrás la estación de metro que se dirigía hacia Elephant y Castle. En aquel momento sí miró atrás para ver que el coche lo seguía a velocidad constante. Llevaba a tres ocupantes: los dos anuladores y un tercer individuo, que iba sentado en el asiento trasero. Entre sollozos y casi sin aliento, siguió con su carrera y (¡alabado fuera el Señor!) un taxi dobló la esquina más próxima, con la luz amarilla que indicaba que estaba disponible. Ocultó su dolor lo mejor que pudo, ya que sabía que el conductor pasaría de largo si pensaba que el posible cliente estaba herido, y se dirigió a la calle para levantar la mano y pedirle al taxista que se detuviera. Ese gesto implicaba dejar de apretar la otra mano, cosa que el insecto aprovechó de inmediato para abrirse camino hacia su muñeca. Pero el vehículo aminoró la marcha.

—¿Adónde, compañero?

Él mismo se quedó atónito con su respuesta, ya que no le dio la dirección de Estabrook, sino otra completamente distinta.

—Clerkenwell —dijo—. En la calle Gamut.

—No la conozco —replicó el taxista, y por un inquietante momento Chant pensó que iba a pasar de largo.

—Yo lo guiaré —dijo.

—Suba, entonces.

Chant así lo hizo; cerró la puerta del taxi con bastante satisfacción y apenas pudo sentarse antes de que el coche cogiera velocidad.

¿Por qué había nombrado la calle Gamut? No había nada allí que pudiera curarlo. En realidad, nada podría hacerlo. La pulga (o cualquier otra variedad de esa especie que se arrastraba dentro de él) ya había llegado al codo, y la parte del brazo que quedaba por debajo de ese dolor estaba ahora completamente insensible; tenía la piel de la mano arrugada y despellejada. Sin embargo, la casa que había en la calle Gamut fue un lugar milagroso en otro tiempo. Hombres y mujeres de gran autoridad habían paseado por ella y quizá hubieran dejado algún fantasma de sí mismos que lo calmara cuando llegara la hora de la muerte. Ninguna criatura, le había ensañado Sartori, pasaba por aquel Dominio sin dejar rastro, ni siquiera el ser más insignificante; hasta el niño que moría un instante después de abrir los ojos, o el que moría en el útero de su madre, ahogado en el líquido amniótico, incluso esos seres sin nombre dejaban sus rastros y sus consecuencias. De modo que ¿cómo no iba a dejar esa criatura poderosa que una vez habitara en la calle Gamut intensas reminiscencias?

Le latía el corazón a toda máquina y todo el cuerpo le temblaba a causa del miedo. Temía perder pronto el control de sus funciones, así que sacó la carta para Estabrook del bolsillo y se inclinó hacia delante para correr a un lado la ventanilla que le separaba del conductor.

—Una vez que me deje en Clerkenwell, me gustaría que entregara esta carta por mí. ¿Sería usted tan amable?

—Lo siento, compañero —dijo el conductor—. Después de esto me voy a casa. Mi mujer me está esperando.

Chant rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta, sacó el billetero y lo introdujo a través de la ventanilla para dejarlo caer en el asiento de al lado del conductor.

—¿Qué es eso?

—Todo el dinero que tengo. Esta carta debe ser entregada.

—Todo el dinero que tiene, ¿eh?

El taxista cogió el billetero y lo abrió, alternando la mirada entre su contenido y la carretera.

—Aquí hay un montón de pasta.

—Quédesela. A mí no me sirve de nada.

—¿Está enfermo?

—Y cansado —dijo Chant—. Cójala, ¿por qué no iba a hacerlo? Disfrútela.

—Nos está siguiendo un Daimler. ¿Alguien que usted conozca?

No tenía sentido mentirle al hombre.

—Sí —contestó Chant—. Supongo que no podría poner algo de distancia entre nuestro coche y el suyo, ¿verdad?

El hombre se guardó el monedero y apretó el acelerador a fondo. El taxi se abalanzó sobre la carretera como un caballo de carreras desde la salida, con la carcajada del jinete escuchándose por encima del tintineo gutural del motor. Motivado por el dinero que ahora tenía en el bolsillo o, tal vez, por el desafío de dejar atrás a un Daimler, el hombre llevó el taxi a toda la velocidad que le permitía y demostró que tenía más maniobrabilidad de lo que sugería su volumen. En poco menos de un minuto, habían hecho dos giros abruptos a la izquierda y un chirriante giro a la derecha, e iban echando humo por una calle tan estrecha que el más mínimo error de cálculo habría arrancado los tiradores, los tapacubos y los espejos retrovisores. El laberinto no acabó ahí. Hicieron otro giro y después otro más que los condujo en poco tiempo a Southwark Bridge. En algún lugar del camino, habían perdido al Daimler. Chant habría aplaudido con ganas de haber tenido dos manos que funcionaran, pero el mensaje de corrupción de la pulga se estaba extendiendo con angustiosa velocidad. Dado que aún contaba con el control de al menos cinco dedos, se acercó de nuevo a la ventanilla y dejó caer al otro lado la carta de Estabrook mientras murmuraba la dirección con una lengua que parecía deforme dentro de su boca.

—¿Qué es lo que le ocurre? —inquirió el taxista—. Espero que no sea una de esas mierdas contagiosas, la verdad, porque si lo es…

—No… —dijo Chant.

—Joder, tiene un aspecto horrible —añadió el hombre tras echar un vistazo al espejo retrovisor—. ¿Está seguro de que no quiere que vayamos a un hospital?

—No. A la calle Gamut. Quiero ir a la calle Gamut.

—Tendrá que guiarme a partir de aquí.

Las calles estaban muy cambiadas. Los árboles habían desaparecido; las paredes de ladrillo habían sido demolidas; la austeridad había sustituido a la elegancia, la función a la belleza; no obstante, la sustitución de lo antiguo por lo nuevo disminuía la cotización. Había pasado más de una década desde que estuviera allí por última vez. ¿Habría caído la calle Gamut y se habría erigido un falo de acero en su lugar?

—¿Dónde estamos? —le preguntó al conductor.

—En Clerkenwell. Es aquí donde quería venir, ¿verdad?

—Me refiero al lugar exacto.

El conductor buscó un cartel.

—La calle Flaxen. ¿Le suena de algo?

Chant echó un vistazo a través de la ventana.

—¡Sí! ¡Sí! Siga calle abajo hasta el final y luego gire a la derecha.

—Vivía por aquí, ¿no es cierto?

—Hace mucho tiempo.

—Este lugar ha conocido días mejores. —Giró a la derecha—. Y ahora, ¿hacia dónde?

—La primera a la izquierda.

—Aquí es —dijo el hombre—. La calle Gamut. ¿A qué número?

—Veintiocho.

El taxi se detuvo a un lado de la carretera. Chant buscó a tientas el tirador, abrió la puerta y a punto estuvo de caerse sobre la acera. Sin dejar de tambalearse, se apoyó sobre la puerta para cerrarla y, por primera vez, el taxista y él se encontraron cara a cara. Fuera lo que fuese lo que la pulga estaba llevando a cabo en su organismo, debía de tener una apariencia horrible, a juzgar por la expresión de asco que apareció en el rostro del hombre.

—Entregará la carta, ¿verdad?

—Puede confiar en mí, compañero.

—Cuando lo haya hecho, debería irse a casa —dijo Chant—. Dígale a su esposa que la quiere. Rece una oración de agradecimiento.

—¿Y qué tengo que agradecer?

—Que es humano —dijo Chant.

El taxista no cuestionó aquella pequeña locura.

—Lo que usted diga, compañero —replicó—. Se lo diré a mi señora y daré las gracias al mismo tiempo, ¿le parece bien? Y usted no haga nada que yo no hiciera, ¿de acuerdo?

Una vez que le dio semejante consejo, arrancó el coche y dejó a su pasajero en medio del silencio de la calle.

Con unos ojos que apenas veían, Chant examinó la oscuridad. Las casas, construidas a mediados del siglo de Sartori, parecían en su mayoría desiertas; firmes candidatas para la demolición, quizá. No obstante, Chant sabía que los lugares sagrados (y la calle Gamut era sagrada a su manera) sobrevivían en ocasiones gracias a que pasaban desapercibidos, incluso a plena vista. Barnizados con la magia, desviaban las miradas amenazadoras y encontraban aliados involuntarios en hombres y mujeres que, sin saberlo siquiera, reconocían su santidad; se convertían en santuarios secretos de unos cuantos.

Subió los tres escalones que había hasta la puerta y la empujó, pero estaba bien cerrada, así que se acercó a la ventana más próxima. Había un repugnante sudario de telarañas por delante, pero ninguna cortina detrás. Apretó la cara contra el cristal. A pesar de que su visión se debilitaba por momentos, todavía era más aguda que la del simio floreciente. La habitación que contemplaba carecía de todo tipo de muebles y decoración; si alguien había ocupado aquella casa después de Sartori, y lo más probable era que no hubiese estado vacía durante doscientos años, se había marchado, llevándose consigo todo rastro de su presencia. Levantó el brazo sano y golpeó el cristal con el codo; un solo golpe que hizo añicos la ventana. A continuación, y sin prestar atención al daño que pudiera hacerse, se encaramó como pudo al alféizar, apartó con la mano los restos de cristal que quedaban y se dejó caer al interior de la habitación.

La disposición de la casa aún estaba clara en su mente. En sueños, había vagado por esas habitaciones y había escuchado la voz del maestro llamándolo desde el piso de arriba («¡Sube! ¡Sube!»), desde la habitación del ático en la que Sartori había llevado a cabo su trabajo. Allí era donde Chant quería llegar en aquel momento, pero su cuerpo presentaba nuevos signos de atrofia con cada paso que daba. La mano que había invadido la pulga en primer lugar estaba como marchita: se le habían caído las uñas y se veían los huesos a la altura de los nudillos y de la muñeca. Sabía que, por debajo de la chaqueta, la parte de su cuerpo que se extendía del torso a la cadera presentaría un aspecto semejante; sentía cómo se le caían trozos de carne en el interior de la camisa cada vez que se movía. Aunque no se movería durante mucho más tiempo. Sus piernas parecían cada vez menos dispuestas a sostenerlo, y sus sentidos estaban cerca de colapsarse. Como un hombre a quien sus hijos estuvieran abandonando, rezó mientras subía las escaleras.

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