Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (8 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—Quedaos conmigo. Solo un poco más. Os lo suplico…

Sus ruegos lo llevaron hasta el primer descansillo, pero allí sus piernas se rindieron y, por tanto, tuvo que valerse de su brazo sano para arrastrarse hacia delante.

Estaba a mitad del último tramo de escaleras cuando escuchó el silbido del anulador desde la calle, con su penetrante e inequívoco estrépito. Lo habían encontrado antes de lo que esperaba; habían seguido su rastro a través de las oscuras calles. El miedo a no alcanzar el santuario que había al final de las escaleras lo espoleó a seguir, y su zarrapastroso cuerpo hizo todo lo posible por llevar a cabo su cometido.

Pudo oír cómo forzaban la puerta de abajo y, a continuación, escuchó de nuevo el silbido, más alto que antes, cuando sus perseguidores entraron en la casa. Comenzó a regañar a sus miembros, aunque su lengua apenas era capaz de articular las palabras.

—¡No me decepcionéis! Tenéis que funcionar, ¿de acuerdo? ¡Tenéis que hacerlo!

Y lo complacieron. Subió los últimos escalones de forma espasmódica, pero alcanzó el tramo de escaleras que conducía al ático en el mismo momento que le llegó el sonido de las pisadas de los anuladores desde abajo. Allí arriba estaba oscuro, aunque no habría sabido discernir qué parte de esa oscuridad se debía a su ceguera y cuál a la noche. No tenía la menor importancia. El camino hasta la puerta del santuario le era tan familiar como los miembros que había perdido. Se arrastró a gatas a través del descansillo y los antiguos tablones de madera crujieron bajo su peso. Lo invadió un temor repentino: que la puerta estuviese cerrada y que tuviera que consumir las pocas fuerzas que le quedaban tratando de abrirla sin llegar a conseguirlo. Levantó la mano hacia el picaporte, lo agarró y trató de girarlo una vez; no hubo manera. Lo intentó de nuevo y, en esa ocasión, cayó de bruces sobre el umbral cuando la puerta se abrió de golpe.

Fue como un banquete para sus débiles ojos. Los rayos de la luz de la luna se derramaban desde las ventanas del tejado. A pesar de haber creído que, de algún modo, había sido el sentimentalismo lo que lo había llevado de vuelta a ese lugar, en ese momento se dio cuenta de que estaba equivocado. Al volver allí había cerrado un círculo completo: había regresado a la habitación en la que había visto por primera vez el Quinto Dominio. Aquella era su cuna y la habitación en la que había aprendido. Allí pudo oler el aire de Inglaterra por primera vez, el aire vivificante de octubre; allí se había alimentado y bebido por vez primera; allí fue donde tuvo motivos para reír por primera vez y, más tarde, para llorar. Al contrario que en las habitaciones inferiores, cuyo vacío era un signo de abandono, este espacio siempre había estado poco amueblado y, en ocasiones, completamente vacío. Allí había bailado con las mismas piernas que ahora yacían muertas bajo su cuerpo, mientras Sartori le contaba cómo planeaba conquistar ese miserable Dominio y construir en su centro una ciudad que haría avergonzarse a la misma Babilonia; había bailado por el mero placer de la danza, con la seguridad de que su maestro era un gran hombre que tenía en sus manos el poder de cambiar el mundo.

Ambiciones perdidas; todo se había perdido. Antes de que aquel octubre diera paso a noviembre, Sartori desapareció, desvanecido en la noche o asesinado por sus enemigos. Se había ido y había dejado a su sirviente varado en una ciudad que apenas conocía. Cómo deseó Chant entonces poder regresar al espacio cósmico del que había sido invocado, escapar del cuerpo en el que Sartori lo había confinado y marcharse de ese Dominio. Pero la única voz capaz de ordenar semejante liberación era la que lo había conjurado, y como Sartori ya no estaba, se encontraba exiliado en la Tierra para siempre. Sin embargo, no había odiado a su invocador por ese motivo. Sartori se había mostrado indulgente durante las semanas que habían pasado juntos. Si hubiese aparecido allí en aquel momento, en aquella habitación iluminada por la luz de la luna, Chant no lo habría acusado de negligencia, al contrario, habría hecho las reverencias apropiadas y se habría alegrado de que su inspiración hubiera regresado.

—Maestro… —murmuró con el rostro pegado a los tablones mohosos.

—No está aquí —dijo una voz a sus espaldas. Sabía que no era uno de los anuladores. Podían silbar, pero no hablar—. Eras la criatura de Sartori, ¿no es cierto? No me acordaba de ese detalle.

El que hablaba era preciso, cauto y arrogante. Puesto que era incapaz de girarse, Chant tuvo que esperar a que el hombre pasara por encima de su cuerpo para poder echarle un vistazo. Sabía muy bien que no debía juzgar a nadie por las apariencias: él, cuya carne no era suya, sino una que el maestro había esculpido. A pesar de que el hombre que estaba ante él ofrecía un aspecto bastante humano, venía acompañado de los anuladores y hablaba con conocimiento de causa sobre unas cosas a las que pocos humanos tenían acceso. Su rostro era un queso demasiado pasado, con las mejillas caídas y profundos pliegues alrededor de los ojos; su expresión era la de un tebeo lúgubre. La autosuficiencia que había mostrado su voz también estaba reflejada allí, en la forma estudiada con que se lamía los labios con la lengua antes de hablar, en el modo en que unía las yemas de los dedos de ambas manos, como si juzgara al hombre que yacía a sus pies. Vestía un impecable traje a medida de tres piezas, hecho de un tejido de color melocotón. A Chant le habría encantado romperle la nariz a ese cabrón para que la sangre le estropeara el atuendo.

—En realidad, jamás conocí a Sartori —dijo—. ¿Qué fue lo que le ocurrió? — El hombre se puso en cuclillas frente a Chant y le agarró de pronto un mechón de cabello—. Te he preguntado qué fue lo que le ocurrió a tu maestro —dijo—. Por cierto, soy Dowd. Tú nunca conociste a mi amo, lord Godolphin, y yo jamás conocí al tuyo. Pero ya no están, y tú te arrastras por ahí en busca de trabajo. Bien, ya no tendrás que volver a hacerlo, si entiendes lo que quiero decir.

—¿Fuiste tú…? ¿Fuiste tú quien me lo envió?

—Me ayudaría mucho que fueras un poco más específico.

—Estabrook.

—Ah, sí. Él.

—Fuiste tú. ¿Por qué?

—Es difícil de explicar, pichoncito —dijo Dowd—. Te contaría toda la amarga historia, pero no tienes tiempo de escucharla y yo no tengo la paciencia para explicarla. Conocí a un hombre que necesitaba a un asesino. Conocía a otro hombre que negociaba con ellos. Dejémoslo así.

—¿Pero cómo te enteraste de mi existencia?

—No eres muy discreto —replicó Dowd—. Te emborrachaste el día del cumpleaños de la Reina y parloteaste como un irlandés en un entierro. Pichoncito, eso atrae la atención tarde o temprano.

—Algunas veces…

—Lo sé, te pones melancólico. Nos pasa a todos, pichoncito, nos pasa a todos. Pero algunos de nosotros lloramos en privado, mientras que otros… —dejó caer la cabeza de Chant— montamos un puto espectáculo público. Hay consecuencias, pichoncito, ¿acaso no te lo explicó Sartori? Siempre hay consecuencias. Has iniciado algo con ese asunto de Estabrook, por ejemplo, y yo tendré que vigilarlo de cerca o, antes de que nos demos cuenta las consecuencias se extenderán a través de Imajica.

—… Imajica…

—Exacto. Desde aquí hasta el límite del Primer Dominio. Hasta la misma región del Propio Invisible.

Chant comenzó a jadear y Dowd, al darse cuenta de que había tocado una fibra sensible, se inclinó hacia su víctima.

—¿Detecto un poco de inquietud? —preguntó—. ¿Tienes miedo de encontrarte con la gloria de Nuestro Señor Hapexamendios?

La voz de Chant ya era muy débil.

—Sí… —murmuró.

—¿Por qué? —quiso saber Dowd—. ¿A causa de tus crímenes?

—Sí.

—¿Y cuáles son tus crímenes? Dímelo. No te molestes con las pequeñas cosillas. Solo las cosas realmente pecaminosas.

—Hice algunos tratos con un eurhetemec.

—¿De verdad? —preguntó Dowd—. ¿Y de qué forma regresarte a
Yzordderrex
para hacerlo?

—No lo hice —replicó Chant—. Mis tratos… tuvieron lugar aquí, en el Quinto.

—Vaya —dijo Dowd en voz baja—. No sabía que hubiera algún eurhetemec aquí. Todos los días se aprende algo nuevo. Pero pichoncito, eso no es un gran pecado. El Invisible perdonará una minúscula infracción como esa. A menos que… —Se detuvo un momento para meditar una nueva posibilidad—. A menos que el eurhetemec fuera un místico… —Dejó caer la idea, pero Chant permaneció en silencio—. Ay, paloma mía —añadió Dowd—. No lo era, ¿verdad? —Otra pausa—. Ay, sí que lo era. Sí que lo era. —Parecía casi encantado—. Hay un místico en el Quinto y… ¿Qué? ¿Te enamoraste de él? Será mejor que me lo digas antes de quedarte sin aliento, pichoncito. Dentro de unos minutos, tu alma eterna estará aguardando a las puertas de Hapexamendios.

Chant se estremeció.

—El asesino… —dijo.

—¿Qué pasa con el asesino? —fue la respuesta. Entonces, al darse cuenta de lo que acababa de escuchar, Dowd soltó un largo y lento suspiro—. ¿El asesino era un místico? —preguntó.

—Sí.

—¡Por el amor de Hyo! —exclamó—. ¡Un místico! —El embeleso había desaparecido de su voz. Ahora tenía un tono frío y seco—. ¿Sabes lo que son capaces de hacer? ¿Las artimañas de las que disponen? Se supone que esto no debía ser otra cosa que un caso anónimo de alguien que se había dedicado a remover la mierda, ¡y mira lo que has hecho! —Su voz se suavizó de nuevo—. ¿Era hermoso? —preguntó—. No, espera. No me lo digas. Deja esa sorpresa para cuando le vea el rostro. —Se giró hacia los anuladores—. Levantad a este capullo —dijo.

Las criaturas dieron un paso adelante y levantaron a Chant agarrándolo por los brazos rotos. Ya no tenía fuerza suficiente en el cuello, de modo que su cabeza cayó hacia delante y un torrente de fluido bilioso se derramó desde su boca y su nariz.

—¿Cuántas veces produce un místico la tribu Eurhetemec? —musitó Dowd, casi para sí mismo—. ¿Una vez cada diez años? ¿Cada cincuenta? Desde luego, no son muy frecuentes. Y aquí estás tú, contratando alegremente a una de esas pequeñas divinidades como asesino. ¡Imagínate! Es patético que haya caído tan bajo. Debería preguntarle cómo ha sucedido. —Se acercó a Chant y, a la orden de Dowd, uno de los anuladores le levantó la cabeza agarrándolo del pelo—. Necesito saber por dónde se mueve el místico —dijo Dowd—. Y su nombre.

Chant sollozó a través de la bilis.

—Por favor —dijo—. No pretendía… no quería…

—Sí, sí, no querías hacer daño. Solo cumplías con tu deber. El Invisible te perdonará, te lo garantizo. Pero volvamos al místico, pichoncito; necesito que me hables del místico. ¿Dónde puedo encontrarlo? Solo tienes que pronunciar esas palabras y no tendrás que volver a pensar en ello nunca más. Te mostrarás en presencia del Invisible tan inocente como un bebé.

—¿De verdad?

—Claro que sí, confía en mí. Lo único que tienes que hacer es darme su nombre y decirme dónde puedo encontrarlo.

—Nombre… y… lugar.

—Exacto. Pero date prisa, pichoncito, ¡antes de que sea demasiado tarde!

Chant aspiró todo el aire que le permitieron sus colapsados pulmones.

—Lo llaman Pai'oh'pah —dijo.

Dowd se apartó del moribundo como si lo hubieran abofeteado.

—¿Pai'oh'pah? ¿Estás seguro?

—Estoy seguro…

—¿Pai'oh'pah está vivo? ¿Y Estabrook lo contrató?

—Sí.

Dowd dejó a un lado su imitación de padre confesor y murmuró una preocupada pregunta para sí mismo.

—¿Qué significa esto? —dijo.

Chant emitió un doloroso y diminuto quejido cuando su organismo se vio atormentado por las oleadas de la desintegración. Al darse cuenta de que ya le quedaba muy poco tiempo, Dowd presionó al hombre de nuevo.

—¿Dónde está este místico? ¡Rápido, dímelo! ¡Rápido!

El rostro de Chant se estaba descomponiendo: los trozos de carne se desprendían de los resbaladizos huesos. Cuando respondió, ya solo le quedaba media boca. Pero acabó por hacerlo para librarse del pecado.

—Gracias —le dijo Dowd una vez que le hubo proporcionado la información—. Te lo agradezco mucho. —Y después les dijo a los anuladores—: Soltadlo.

Dejaron caer a Chant sin más ceremonias. Al golpear contra el suelo, se le rompió la cara y algunos fragmentos se depositaron sobre el zapato de Dowd, que contempló aquella asquerosidad con repugnancia.

—Limpiadlo —dijo.

Los anuladores se arrodillaron junto a sus pies al instante y limpiaron obedientemente los trozos de tejido que ensuciaban los caros zapatos de Dowd.

—¿Qué significa esto? —murmuró Dowd de nuevo.

Estaba seguro de que había algún tipo de sincronización en ese giro de los acontecimientos. En algo más de seis meses, se celebraría el aniversario de la Reconciliación en Imajica. Habían pasado doscientos años desde que el maestro Sartori intentara (y fracasara en su empeño) llevar a cabo el más grandioso acto de magia conocido en este y en cualquier otro Dominio. Los planes para aquella ceremonia habían sido trazados allí, en el número 28 de la calle Gamut, y el místico, entre otros, había estado allí para presenciar los preparativos.

La ambición de aquellos embriagadores días había acabado en tragedia, por supuesto. Los rituales llevados a cabo con la intención de restañar las heridas en Imajica y de reconciliar el Quinto Dominio con los otros cuatro habían acabado siendo un completo desastre. Muchos grandes teúrgos, chamanes y teólogos habían sido asesinados. Con la determinación de que semejante calamidad no volviera a repetirse, muchos de los supervivientes se habían agrupado con el fin de erradicar todo conocimiento mágico del Quinto Dominio. Sin embargo, por mucho que intentaran borrar el pasado, una pizarra jamás puede borrarse del todo. Quedaron trazos de lo que se había soñado y también esperado; fragmentos de poemas dedicados a la Unión, escritos por personajes cuyos nombres habían sido sistemáticamente eliminados de cualquier registro. Mientras todos esos retazos permanecieran, el espíritu de la Reconciliación sobreviviría.

Sin embargo, el espíritu no era suficiente. Se necesitaba un maestro, un mago lo bastante arrogante para creer que podría tener éxito allí donde Christos y otra innumerable cantidad de hechiceros, la mayoría perdidos en la historia, habían fracasado. Aunque aquellos eran tiempos aciagos, Dowd no descartaba la posibilidad de que apareciera un alma semejante. Aún encontraba en su vida diaria a unos cuantos que pasaban por alto los vacíos oropeles que distraían a las mentes inferiores y anhelaban una revelación que aniquilara semejantes baratijas, un Apocalipsis que mostrara al Quinto las glorias que anhelaba en sueños.

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