Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (12 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

2

Marlin se había estado comportando desde el ataque de forma tan solícita como un marido que hubiera cometido un error; la llamaba desde la oficina casi cada hora y le sugería en repetidas ocasiones que quizá debiera hablar con un psicoanalista o, al menos, con uno de los muchos amigos suyos que habían sufrido una agresión o a los que habían atracado en las calles de Manhattan. Ella rechazó la oferta. Físicamente se encontraba bastante bien; y psicológicamente, también. Aunque había oído que las víctimas de un ataque a menudo sufrían repercusiones tardías (depresiones e insomnio, entre ellas), Jude todavía no padecía ninguna. Era la intriga en sí de lo ocurrido lo que la mantenía despierta por las noches. ¿Quién era él? ¿Quién era ese hombre que conocía su nombre, que se había levantado después de una colisión que debería haberlo matado en el acto y que, aun así, había conseguido correr más deprisa que un hombre sano? ¿Y por qué había proyectado sobre su rostro un parecido semejante con John Zacharias? Dos veces había comenzado a contarle a Marlin el encuentro que había tenido lugar dentro y fuera de Bloomingdale's; dos veces había reconducido la conversación en el último momento, incapaz de encarar su bienintencionada condescendencia. Ese enigma tenía que aclararlo ella sola, y si lo contaba demasiado pronto, incluso pudiera ser que si lo contaba sin más, tal vez le resultara imposible resolverlo.

Mientras tanto, el apartamento de Marlin parecía bastante seguro. Había dos porteros: Sergio de día y Freddy por las noches. Marlin les había dado a los dos una descripción detallada del asaltante, así como instrucciones de que no dejaran pasar a nadie a la segunda planta sin el permiso de la señora Odell y de que, incluso entonces, acompañaran a los visitantes hasta la puerta del apartamento y los escoltaran a la salida en caso de que su invitada no deseara verlos. Nada podría hacerle daño en tanto en cuanto se quedara tras esas puertas cerradas. Esa noche, como Marlin trabajaba hasta las nueve y tenía planes para una cena tardía, había decidido pasar las primeras horas de la noche asignando y envolviendo los regalos que había acumulado en sus salidas a la Quinta Avenida, al tiempo que endulzaba esos quehaceres con vino y música. La colección de discos de Marlin constaba sobre todo de baladas de su adolescencia durante los sesenta, lo que le venía muy bien. Puso
soul
romántico y dio un sorbo al Sauvignon frío mientras hacía esto y lo otro, más que contenta con su propia compañía. De tanto en tanto, se levantaba del caos de lazos y papeles y se acercaba a la ventana para observar el frío. El cristal estaba empañado. No lo limpió. Que el mundo siguiera borroso. No tenía ganas de verlo aquella noche.

Había una mujer de pie frente a una de las ventanas de la segunda planta cuando Cortés llegó al cruce. Se limitaba a contemplar la calle. Él la observó durante algunos segundos antes de que el movimiento casual de una mano que se alzaba hasta la nuca y recorría su largo pelo identificara la figura como la de Judith. No volvió la vista atrás para señalar la presencia de alguien más en la habitación. Se limitó a dar un sorbo de su copa y a frotarse el cuero cabelludo mientras contemplaba la lóbrega noche. Había creído que sería fácil acercarse a ella; pero en ese momento, mientras la observaba desde la distancia, supo que no sería así.

La primera vez que la vio, tantos años atrás, había sentido algo parecido al pánico. Todo su organismo se había estremecido hasta la náusea mientras él perdía las fuerzas al contemplarla. La seducción que llevó a cabo a continuación había sido a la vez un homenaje y una venganza: un intento por controlar a alguien que ejercía sobre él una autoridad que desafiaba cualquier tipo de análisis. Y, a pesar de todo el tiempo transcurrido desde entonces, aún no acababa de comprender esa autoridad. Ciertamente, era una mujer fascinante; si bien había conocido a otras igual de fascinantes y no había sucumbido al pánico. ¿Qué tenía Judith que lo dejaba tan confuso, tanto en ese instante
como
en el pasado? La observó hasta que se apartó de la ventana y, después, siguió mirando hacia la ventana que acababa de quedar vacía; pero al final se cansó de eso y del frío que sentía en los pies. Necesitaba refuerzos: contra el frío y contra la mujer. Abandonó la esquina y pasó de largo frente a varios edificios hasta que encontró un bar, donde se tragó dos vasos de
bourbon
y deseó con toda su alma que el alcohol, y no el sexo opuesto, hubiera sido su adicción.

Al escuchar la voz del desconocido, Freddy, el portero de noche, se levantó de su silla, situada en el recodo que había junto al ascensor, sin dejar de mascullar algo entre dientes. Se adivinaba una figura oscura a través de la filigrana de hierro forjado y el cristal a prueba de balas de la puerta principal. No podía distinguir bien el rostro, pero estaba seguro de que no conocía al visitante, cosa bastante rara. Llevaba trabajando en ese edificio cinco años y conocía los nombres de la mayoría de los visitantes que recibían los inquilinos. Refunfuñando, cruzó el vestíbulo lleno de espejos y encogió la tripa al verse reflejado en uno de ellos. Acto seguido, con los dedos helados, quitó el cerrojo a la puerta. Solo al abrirla se dio cuenta de su error. A pesar de que una ráfaga de viento hizo que le lloraran los ojos y que los rasgos del visitante se volvieran borrosos, los conocía bastante bien. ¿Cómo no iba a reconocer a su propio hermano? Había estado a punto de llamarlo para ver qué tal le iba en Brooklyn cuando escuchó la voz y el golpeteo en la puerta.

—¿Qué estás haciendo aquí, Fly?

Fly sonrió con esa boca sin dientes.

—Pensé que podía pasarme por aquí —dijo.

—¿Tienes algún problema?

—No, todo va bien —respondió Fly.

A despecho de todas las evidencias que le proporcionaban sus sentidos, Freddy no se sentía tranquilo. La sombra en la escalera, el viento en los ojos, el mismo hecho de que Fly estuviera allí cuando nunca iba a la ciudad entre semana: todo se sumaba para dar un resultado que no alcanzaba a comprender del todo.

—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó—. No deberías estar aquí.

—Pues aquí estoy, ya ves —replicó Fly al tiempo que pasaba junto a Freddy para entrar en el vestíbulo—. Creí que te alegrarías de verme.

Freddy permitió que la puerta se cerrara, aún luchando contra sus pensamientos. Pero le llegaban de igual modo que en los sueños. No podía engarzar la presencia de Fly y sus dudas el tiempo suficiente para saber qué hacer con el uno y con las otras.

—Creo que echaré un vistazo por aquí —dijo Fly mientras se dirigía hacia el ascensor.

—¡Espera! No puedes hacer eso.

—¿Y qué es lo que voy a hacer? ¿Prender fuego al edificio?

—¡He dicho que no! —gritó Freddy y, sin hacer caso de su visión borrosa, fue tras Fly y se colocó delante de él para interponerse entre su hermano y el ascensor. El movimiento hizo desaparecer las lágrimas de sus ojos y, en cuanto se detuvo, pudo ver al visitante de forma clara.

—¡Tú no eres Fly! —exclamó.

Retrocedió hacia el recodo que había junto al ascensor, donde guardaba su arma, pero el extraño fue demasiado rápido. Estiró un brazo para sujetar a Freddy y, con lo que no pareció más que un golpecito en la muñeca, lo envió al otro lado del vestíbulo. Freddy soltó un alarido, pero ¿quién iba a acudir en su ayuda? No había nadie que guardara al guardia. Era hombre muerto.

Al otro lado de la calle, protegiéndose lo mejor que podía de las ráfagas de viento que bajaban por Park Avenue, Cortés (que había regresado a su base apenas un minuto antes) pudo ver cómo forcejeaba el portero en el suelo del vestíbulo. Cruzó la calle sorteando el tráfico y alcanzó la puerta justo a tiempo para ver cómo una figura se metía en el ascensor. Le pegó un puñetazo a la puerta y gritó para tratar de sacar al portero de su estupor.

—¡Déjeme entrar! Por el amor de Dios, ¡déjeme entrar!

Dos plantas más arriba, Jude escuchó lo que pensó que era una pelea doméstica y, como no quería que la refriega matrimonial de nadie le estropeara el buen humor, se disponía a cruzar la habitación para subir el volumen de la música cuando alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó.

Los golpes volvieron a sonar, pero no llegaron acompañados de respuesta alguna. Bajó el volumen en lugar de subirlo y se acercó a la puerta que, de forma obediente, había cerrado con llave después de echar la cadena. No obstante, el vino que había en su organismo la había vuelto incauta; forcejeó para quitar la cadena y, en el momento de abrir la puerta, se vio asaltada por las dudas. Demasiado tarde. El hombre que había al otro lado se aprovechó de inmediato. La puerta se abrió de par en par y el desconocido llegó hasta ella a la velocidad del vehículo que debería haberlo matado dos noches antes. Solo había señales casi imperceptibles de las heridas que le habían cubierto la cara de sangre, y en sus movimientos no se percibía el menor rastro de daño corporal. Se había curado milagrosamente. Solo su expresión reflejaba un eco de aquella noche. Estaba tan dolorida y perdida (incluso ahora, que había venido a matarla) como lo estaba cuando se enfrentaron el uno al otro en la calle. Sus manos se acercaron a ella, silenciando un grito tras las palmas.

—Por favor… —dijo él.

Si lo que le pedía era que muriera en silencio, lo llevaba claro.

Levantó la copa para rompérsela en la cara, pero el hombre interceptó el movimiento y se la quitó de la mano.

—¡Judith! —gritó.

Ella dejó de forcejear al escuchar su nombre, y él retiró la mano de su cara.

—¿Cómo cojones sabes quién soy?

—No quiero hacerte daño —dijo.

Tenía una voz suave y le olía el aliento a naranjas. Un deseo de lo más perverso le vino a la mente, pero lo desterró al instante. Aquel hombre había tratado de matarla, y esa charla no era más que un intento de acallarla hasta que lo intentara de nuevo.

—Apártate de mí.

—Tengo que contarte…

No se apartó, pero tampoco terminó la frase. Jude atisbo un movimiento detrás del hombre y él se percató de su expresión, con lo que giró la cabeza justo a tiempo para detener el golpe. Se tambaleó pero no cayó, y, convirtiendo su movimiento en un ataque con la elegancia propia de un bailarín, se abalanzó sobre el otro hombre con una fuerza tremenda. No era Freddy, según pudo comprobar Jude. Era Cortés, nada menos. El golpe del asesino lo mandó contra la pared y lo sacudió con tanta fuerza que hizo que los libros se cayeran de las estanterías; pero, antes de que los dedos del asesino se cerraran sobre su garganta, Cortés le dio un puñetazo en el vientre que debió de tocar un punto sensible, porque detuvo el ataque del desconocido e hizo que este lo soltara, con los ojos clavados por primera vez en el rostro de Cortés.

La expresión de dolor de su rostro se convirtió en otra cosa completamente distinta: en parte horror, en parte asombro, pero en su mayoría un sentimiento para el que ella no tenía nombre. Jadeando para recuperar el aliento, Cortés registró pocas o ninguna de esas emociones y se apartó de la pared con el fin de retomar su ataque. De todas formas, el asesino era rápido: estaba junto a la puerta y la había atravesado antes de que Cortés pudiera ponerle las manos encima. Cortés se tomó un momento para preguntar si Judith se encontraba bien (como así era) y corrió en su persecución.

Había comenzado a nevar de nuevo, y el velo de nieve se interponía entre Cortés y Pai. El asesino era rápido a pesar del daño que le habían causado, pero Cortés estaba decidido a no permitir que el cabrón se escapara. Siguió a Pai a lo largo de Park Avenue y al oeste por la 80; sus talones resbalaban sobre el suelo cubierto de aguanieve. En dos ocasiones su antagonista volvió la vista atrás, y la segunda vez pareció aminorar la velocidad, como si tuviera intenciones de detenerse y declarar una tregua; sin embargo, al parecer se lo pensó mejor y siguió corriendo todavía más deprisa. Lo llevó por Madison hacia Central Park. Cortés estaba seguro de que, si alcanzaba su refugio, desaparecería. Poniendo todas las fuerzas que le quedaban en la carrera, se colocó a una distancia mínima. Sin embargo, cuando extendió el brazo para atrapar al hombre se tropezó y cayó de bruces, agitando los brazos; se golpeó contra el suelo con fuerza suficiente como para perder la consciencia durante unos segundos. Cuando abrió los ojos, con el regusto de la sangre en la boca, esperaba ver cómo el asesino desaparecía entre las sombras del parque, pero el extraño señor Pai estaba de pie en el bordillo de la acera, mirándolo fijamente. No dejó de observarlo mientras Cortés se ponía en pie, y su rostro reflejaba una triste simpatía por sus magulladuras. Antes de que la persecución pudiese comenzar de nuevo habló, y su voz fue tan suave y fluida como el aguanieve.

—No me sigas —dijo.

—Déjala… en paz… de una puta… vez —jadeó Cortés e, incluso mientras pronunciaba las palabras, sabía que no tenía forma alguna de obligarle a cumplir esa orden en el estado en que se encontraba.

No obstante, la respuesta del hombre fue afirmativa.

—Lo haré —dijo—. Pero por favor, te lo ruego…, olvida que me has visto.

Mientras hablaba, comenzó a caminar de espaldas y, por un instante, el aturdido cerebro de Cortés casi creyó posible que el hombre desapareciera sin más, que probara ser un espíritu y no materia sólida.

—¿Quién eres? —se descubrió preguntando.

—Pai'oh'pah —respondió el hombre; su voz encajaba a la perfección con las suaves exhalaciones de esas sílabas.

—¿Pero quién eres?

—Nadie y nada —respondió una segunda vez, y acompañó sus palabras con otro paso atrás.

Dio otro y otro más, y cada paso añadía más capas de nieve entre ellos. Cortés comenzó a seguirlo, pero la caída había conseguido que le dolieran todas las articulaciones del cuerpo, por lo que sabía que la persecución estaría perdida antes de que hubiera recorrido tres metros. Se obligó a seguir adelante de todas formas, y llegó a una acera de la Quinta Avenida mientras que Pai'oh'pah alcanzaba la opuesta. La calle entre ellos estaba vacía, pero el asesino habló desde el otro extremo como si los separara un rugiente río.

—Vuelve —dijo—. O si vienes, prepárate…

Por absurdo que pareciera, Cortés respondió como si hubiese rápidos entre ellos.

—¿Que me prepare para qué? —gritó.

El hombre sacudió la cabeza e, incluso desde el otro lado de la calle, con la nieve entre ellos, Cortés se dio cuenta de la desesperanza y la confusión que reflejaba su rostro. No estaba seguro de por qué esa expresión le provocó un nudo en el estómago, pero así fue. Empezó a cruzar la calle, hundiendo un pie en el imaginario río. La expresión del rostro del asesino cambió: la desesperanza dio paso a la incredulidad, y la incredulidad a una especie de terror, como si el hecho de que Cortés vadeara la corriente resultara algo increíble, insoportable. Cuando estuvo a medio camino, el coraje del hombre se desvaneció. Los movimientos de negación de su cabeza se convirtieron en violentas sacudidas, y, echando la cabeza hacia atrás, dejó escapar un extraño sollozo. Entonces retrocedió, al igual que había hecho antes, y se alejó del protagonista de sus miedos —Cortés— como si temiera perder su consistencia. Si existía una magia semejante en el mundo (y aquella noche Cortés estaba dispuesto a creerlo), el asesino no era un experto. No obstante, sus pies pudieron hacer lo que la magia no había logrado. Cuando Cortés alcanzó la otra orilla del río, Pai'oh'pah se giró y huyó, trepando sobre la pared del parque sin que al parecer le importara lo que hubiera al otro lado: cualquier cosa con tal de desaparecer de la vista de Cortés.

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