Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (15 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Fuera cual fuese el poder que había aturdido sus sentidos, el engaño se vino abajo en cuanto la tocó. Las formas cambiantes de su rostro se estabilizaron como las piezas de un rompecabezas que no pararan de girar hasta encontrar su lugar, y ocultaron todas las restantes e innumerables configuraciones (extrañas, maltrechas, bestiales, fascinantes) tras el caparazón de una realidad congruente. Conocía esos rasgos ahora que se habían detenido. Ahí estaban las
rastas,
enmarcando un rostro de simetría exquisita. Ahí estaban las cicatrices que se habían curado a una velocidad sobrenatural. Ahí estaban los labios que horas antes habían descrito a su poseedor como un don nadie. ¡Era un embuste! Ese don nadie tenía al menos dos trabajos: asesino y puta. Ese don nadie tenía un nombre.

—Pai'oh'pah.

Cortés soltó el brazo del hombre como si fuera venenoso. Sin embargo, la silueta que había ante él no volvió a diluirse y Cortés se sintió casi agradecido. Ese caos alucinatorio le había resultado estresante, pero la solidez que ocultaba lo aturdía aún más. Todas las imágenes a las que había dado forma en la oscuridad (el rostro de Judith, los pechos de Judith, su vientre, su sexo), todas habían sido una ilusión. La criatura con la que había copulado, con la que casi se había corrido, ni siquiera era del mismo sexo que ella.

Cortés no era ni un hipócrita ni un puritano. Le gustaba demasiado el sexo como para condenar cualquier expresión de lujuria y, aunque desalentaba los cortejos de los homosexuales que se sentían atraídos hacia él, lo hacía por indiferencia, no por repulsión. Así pues, el asombro que sentía se debía a la fuerza del engaño con el que lo habían atrapado, no al sexo que ostentaba el embaucador.

—¿Qué es lo que me has hecho? —Fue todo lo que pudo decir—. ¿Qué has hecho?

Pai'oh'pah no se movió de su sitio, a sabiendas quizá de que su desnudez era su mejor defensa.

—Quería curarte —dijo. Aunque temblorosa, había música en su voz.

—Me has dado alguna droga.

—¡No! —dijo Pai.

—¡No me digas que no! ¡Creí que eras Judith! ¡Me dejaste creer que eras Judith! —Se miró las manos y luego el cuerpo grande y esbelto que tenía ante él—. La acaricié a ella, no a ti. —De nuevo, la misma queja—: ¿Qué es lo que me has hecho?

—Te di lo que querías —dijo Pai.

Cortés no tenía réplica para aquello. A su manera, era cierto. Frunció el ceño y se olió las palmas de las manos, como si pudiera haber restos de alguna droga en su sudor. Pero solo pudo distinguir el hedor del sexo, del calor de la cama que había a sus espaldas.

»Se te pasará mañana.

—Vete a tomar por culo de aquí —replicó Cortés—. Y si te acercas a Judith de nuevo, te juro… te juro… que te descuartizaré.

—Estás obsesionado con ella, ¿verdad?

—¿Y a ti qué coño te importa?

—Te hará daño.

—Cierra la boca.

—Lo hará, ya lo verás.

—¡Te he dicho —gritó Cortés— que cierres la puta boca!

—Su lugar no está a tu lado —fue la respuesta.

Esas palabras provocaron la erupción de una nueva oleada de furia en el interior de Cortés. Estiró un brazo hacia Pai y atrapó su garganta. El montón de ropa cayó de los brazos del asesino y lo dejó desnudo. No trató de defenderse; lo único que hizo fue levantar las manos y colocarlas con suavidad sobre los hombros de Cortés. Aquel gesto solo consiguió ponerlo más furioso. Dejó escapar una retahíla de improperios, pero el rostro plácido que tenía frente a él aceptó sin inmutarse tanto las salpicaduras de saliva como la ira. Cortés lo sacudió y clavó los pulgares en la garganta del hombre para aplastarle la tráquea. Aun así, Pai ni se resistió ni se desplomó; se limitó a permanecer de pie frente a su atacante, como un santo que aguardara su martirio.

A la postre, sin aliento debido a la rabia y los esfuerzos, Cortés soltó la garganta de Pai y se apartó de la criatura con la sospecha reflejada en los ojos. ¿Por qué aquel tipo no había tratado de defenderse ni había caído? Cualquier cosa era mejor que aquella enfermiza pasividad.

—Lárgate —le ordenó Cortés.

Pai siguió sin moverse y lo contempló con ojos compasivos.

»¿Quieres largarte ya? —dijo Cortés de nuevo, pero en esta ocasión lo hizo en un tono más suave y, esta vez, el mártir respondió.

—Si eso es lo que quieres…

—Lo es.

Observó cómo Pai'oh'pah se agachaba para recoger las ropas esparcidas en el suelo. Al día siguiente, todo se aclararía, pensó. Habría purgado aquel delirio de su organismo y aquellos sucesos (Jude, la persecución, la casi violación que él mismo había estado a punto de padecer a manos del asesino) serían un cuento que narrarle a Klein, a Clem y a Taylor cuando regresara a Londres. Les gustaría mucho. Al darse cuenta de que ahora estaba más desnudo que el otro hombre, se giró hacia la cama y arrancó la sábana para cubrirse.

Entonces se produjo un momento extraño, cuando supo que el cabrón todavía estaba en la habitación, que todavía lo miraba, y que lo único que podía hacer era esperar a que se marchara. Fue extraño porque le recordó otras salidas de otros dormitorios: sábanas arrugadas, el frescor del sudor en la piel, la confusión y la sensación de culpa que mantenían las miradas a raya. Esperó y esperó, hasta que al final escuchó que la puerta se cerraba. Incluso entonces no se dio la vuelta, se limitó a escuchar los sonidos de la habitación para estar seguro de que no había más que una respiración: la suya. Cuando finalmente miró hacia atrás y vio que Pai'oh'pah se había marchado, se envolvió en la sábana como si fuera una toga con la que ocultarse del vacío de la habitación, que lo contemplaba con algo demasiado parecido a la reflexión para su paz mental. A continuación, cerró con llave la puerta de la habitación y se tambaleó hacia la cama, donde escuchó el interior de su aturdida mente como si fuera el vacío de una línea telefónica.

Capítulo 9
1

O
scar Esmond Godolphin tenía por costumbre recitar una pequeña oración de alabanza a la democracia cuando, después de uno de sus viajes a los Dominios, volvía a pisar suelo inglés. Siendo esas visitas extraordinarias (y por muy calurosa que fuese la bienvenida que recibía en los distintos kesparates de Yzordderrex), la ciudad—estado era una autocracia llevada al extremo y sus excesos eclipsaban las represiones acaecidas en el país donde había nacido. En especial, de un tiempo a esta parte. Incluso su gran amigo y socio comercial del Segundo Dominio, Hebbert Nuits-St-Georges, llamado «Pecador» por aquellos que lo conocían bien y cuyos negocios le habían procurado pingües beneficios gracias a los supersticiosos y a los desconsolados del Segundo Dominio, solía afirmar con frecuencia que el orden de Yzordderrex era cada día más inestable, por lo que no tardaría mucho en sacar a su familia de la ciudad (es más, pensaba sacarlos de ese Dominio) y en buscar un nuevo hogar donde no tuviera que soportar el hedor a cadáveres incinerados cuando abriera las ventanas por la mañana. Hasta el momento solo era palabrería. Godolphin conocía a Pecador hasta el punto de saber con certeza que el hombre se quedaría donde estaba mientras no hubiera agotado todas sus existencias de ídolos, reliquias y amuletos procedentes del Quinto Dominio y, por tanto, no pudiese obtener más beneficios. Y puesto que era el mismo Godolphin quien lo proveía de tales objetos (la mayoría no era más que simples baratijas terrestres veneradas en los diferentes Dominios a causa de su lugar de origen), y dado que no pensaba dejar de suministrárselos hasta que no lo abandonara la fiebre por coleccionar objetos y pudiera, de ese modo, intercambiar tales baratijas por artilugios de Imajica, el negocio de Pecador seguiría prosperando. Era un intercambio de talismanes y no era probable que ninguno de los hombres se hartara de él a corto plazo.

Como tampoco era previsible que Godolphin se hartara de ser un inglés en una de las ciudades más radicalmente opuestas a todo lo británico. En el pequeño, si bien influyente, círculo en el que se movía, era reconocido al instante. Un hombre grande en todos los sentidos: alto y barrigón; beligerante cuando actuaba movido por la vanidad y cordial en caso contrario. A los cincuenta y dos años, hacía mucho que había encontrado su propio estilo, con el que se sentía más que a gusto. Cierto es que escondía su enorme papada bajo una barba castaña veteada de gris, que solo quedaba bien recortada tras pasar por las manos de la hija mayor de Pecador, Pueblo Llano. Cierto es que trataba de mostrar un aspecto de hombre más cultivado mediante unas gafas de montura plateada que acababan eclipsadas por su enorme rostro, pero que lo ayudaban, en su opinión, a conseguir una imagen más intelectual gracias a su sencillez. Sin embargo, todo esto no eran más que pequeños engaños que utilizaba para obtener una imagen inconfundible, cosa que le encantaba. Llevaba muy corto el escaso cabello que le quedaba, utilizaba cuellos enormes y mostraba una clara preferencia hacia el contraste de los trajes de cuadros con camisas de rayas; siempre iba con corbata; nunca dejaba atrás el chaleco. En definitiva, una imagen difícil de ignorar, hecho que lo satisfacía en gran medida. No había nada como decirle que hablaban de él para que una sonrisa apareciera en su rostro. Y, por regla general, era una sonrisa afectuosa.

Sin embargo, no se veía ninguna sonrisa en su rostro cuando salió del emplazamiento de la Reconciliación (conocido por el eufemismo de «
el Retiro
») y descubrió a Dowd encaramado en un taburete a pocos metros de la puerta. Eran las primeras horas de la tarde, pero el sol ya estaba bastante bajo en el horizonte y el aire resultaba tan frío como el saludo de Dowd. Casi lo suficiente como para darse la vuelta y regresar a Yzordderrex, con revolución o sin ella.

—¿Por qué tengo la sensación de que no has venido para darme unas noticias maravillosas? —preguntó.

Dowd se puso en pie con su habitual teatralidad.

—Me temo que está en lo cierto —contestó.

—Déjame adivinar: ¡El gobierno ha sido derrocado! Mi casa se ha incendiado. —Su rostro adquirió una expresión más seria—. No se tratará de mi hermano, ¿verdad? —prosiguió—. Esto no tiene nada que ver con Charlie, ¿no? —Intentó sacar algo en claro de la expresión de Dowd—. ¿Qué?, ¿está muerto? Ha tenido un infarto fulminante. ¿Cuándo es el entierro?

—No, está vivo. Pero el problema está relacionado con él.

—Como siempre. Como siempre. ¿Te importaría recoger mis pertenencias de la capilla? Hablaremos mientras caminamos. Entra, ¿quieres? No te va a morder nadie.

Dowd había permanecido en el exterior del Retiro mientras aguardaba a Godolphin (tres agotadores días), a pesar de que el edificio le habría proporcionado cierta protección frente al intenso frío. No es que su cuerpo fuera susceptible a semejantes incomodidades, pero le gustaba imaginarse a sí mismo como un alma empática; la estancia en la Tierra le había enseñado a sentir el frío como concepto intelectual, ya que no físico, y tal vez le hubiera gustado encontrar abrigo. En cualquier lugar salvo en el Retiro. No era solo el hecho de que allí hubieran muerto innumerables esotéricos (y no le gustaba nada la presencia de la muerte a menos que él fuera su portador), sino también que era un lugar de paso entre el Quinto Dominio y los otros cuatro, incluyendo, por supuesto, el hogar del que se veía alejado en permanente exilio. Estar tan cerca de esa puerta tras la cual se extendía su hogar, y verse imposibilitado para abrirla a causa de los encantamientos de su primer guardián, Joshua Godolphin, resultaba doloroso. Prefería el frío.

No obstante, en esa ocasión sí cruzó la entrada, ya que no le quedaba otra opción. El Retiro había sido construido al estilo neoclásico: doce columnas de mármol sostenían una bóveda que pedía a gritos un poco de decoración, si bien carecía de ella. La sencillez del conjunto confería al lugar un aspecto severo y cierto funcionalismo que no resultaba del todo inapropiado. Después de todo, no era más que una estación construida para dar servicio a incontables pasajeros y que, en esos momentos, era utilizada por uno solo. En el suelo, en mitad del complicado mosaico que parecía ser la única concesión al embellecimiento, pero que era en realidad la evidencia del verdadero propósito del edificio, se encontraban varios montones de artilugios que Godolphin había traído de sus viajes, empaquetados con todo cuidado por Pueblo Llano Nuits-St-Georges y con los nudos cubiertos por el sello de cera escarlata. Esa era la más reciente fascinación de la muchacha: el trabajo con la cera. Dowd lo odiaba, puesto que le tocaba a él desempaquetar todos esos tesoros. Avanzó hasta el centro del mosaico a paso ligero. Se encontraba en tierras movedizas y no se fiaba ni un pelo. Pero, momentos después, volvió a salir con su carga y descubrió que Godolphin ya emergía del bosquecillo que ocultaba el Retiro tanto de la casa (vacía, por supuesto, y ruinosa) como de cualquier espía ocasional que quisiera echar un vistazo por encima del muro. Respiró hondo y siguió a su jefe, a sabiendas de que la explicación que se avecinaba no sería nada fácil.

2

—Entonces, me han «convocado», ¿es eso? —preguntó Oscar de camino a Londres, inmersos en el tráfico que empeoraba al anochecer—. Bueno, pues que esperen.

—¿No va a decirles que está aquí?

—Cuando yo lo estime conveniente, no cuando ellos lo digan. Esto es un embrollo, Dowdy. Un maldito embrollo.

—Me dijo que ayudase a Estabrook si lo necesitaba.

—Ayudarlo a contratar a un asesino no es precisamente a lo que me refería.

—Chant fue muy discreto.

—La muerte te obliga a serlo, según yo mismo he descubierto. La has cagado pero bien con todo esto.

—Debo protestar —contestó Dowd—. ¿Qué se suponía que debía hacer? Usted sabía que quería ver muerta a la mujer y se lavó las manos.

—Muy cierto —dijo Godolphin—. Supongo que estará muerta, ¿no?

—No lo creo. He estado mirando los periódicos y no hay mención alguna.

—Y en ese caso, ¿por qué mataste a Chant?

Llegados a ese punto, el relato de Dowd asumió un talante más cauteloso. Si su explicación resultaba demasiado vaga, Godolphin sospecharía que le estaba ocultando algo. Si hablaba demasiado, podría componer el cuadro al completo. Cuanto más tiempo consiguiera mantener a su jefe en la ignorancia acerca de la naturaleza de los riesgos que habían corrido, mejor. Le ofreció dos explicaciones, ambas ya preparadas y ensayadas.

—En primer lugar, el hombre resultó ser menos fiable de lo que pensaba. Pasaba la mitad del tiempo borracho y entregado al sentimentalismo. Y, en segundo, creí que sabía más de lo que les convenía a usted y a su hermano. Podría haber acabado por averiguar lo de sus viajes.

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