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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (51 page)

—Era un cobarde —respondió Cortés—. No podía enfrentarme a mi fracaso.

—Es duro —dijo Ácaro Bronco—. Yo he vivido todos estos años preguntándome si podría haber salvado a mi maestro, Uter Musgoso, si hubiera sido más perspicaz. Todavía lo echo de menos.

—Yo soy el responsable de lo que le pasó y no tengo ninguna excusa.

—Todos tenemos nuestras flaquezas, maestro: mis intestinos, tu cobardía. Nadie es perfecto. ¿Pero he de suponer que el que estés aquí significa que por fin vamos a intentarlo otra vez?

—Ésa es mi intención, sí.

Una vez más, Ácaro Bronco miró el reloj e hizo un cálculo rápido en silencio mientras seguía masticando.

—Veinte de tus horas del Quinto Dominio a partir de ahora, o algo así.

—Así es.

—Bueno, pues me encontrarás preparado —dijo al tiempo que engullía un pepinillo de considerable tamaño de un sólo bocado.

—¿Tienes a alguien que te ayude?

Con la boca llena, todo lo que Ácaro pudo decir fue:

—O o eheio. —Masticó un poco más y luego tragó—. Ni siquiera saben que estoy aquí —explicó—. Aún me busca la justicia, aunque tengo entendido que Yzordderrex está en ruinas.

—Es cierto.

—Y también tengo entendido que el Eje ha sufrido toda una transformación —dijo Ácaro Bronco—. ¿Es verdad?

—¿Transformado en qué?

—Nadie puede acercarse lo suficiente para averiguarlo —respondió el otro—. Pero sí tienes intención de ir a ver al Sínodo entero…

—Así es.

—Entonces quizá lo veas por ti mismo mientras estás en la ciudad. Había un eurhetemec que representaba al Segundo, si no recuerdo…

—Está muerto.

—¿Entonces quién está allí ahora?

—Espero que Scopique haya encontrado a alguien.

—Él está en el Tercero, ¿verdad? ¿En el pozo del Eje?

—Así es.

—¿Y quién está en la Mácula?

—Un hombre llamado Chicka Jackeen.

—Nunca he oído hablar de él —dijo Ácaro Bronco—. Lo cual es extraño. Termino conociendo a la mayor parte de los maestros. ¿Estás seguro de que es un maestro?

—Desde luego.

Ácaro Bronco se encogió de hombros.

—Lo conoceré en el Ana entonces. Y no te preocupes por mí, Sartori. Estaré aquí.

—Me alegro de que hayamos hecho las paces.

—Yo me peleo por comida y mujeres pero nunca por cuestiones metafísicas — dijo Ácaro Bronco—. Además, estamos unidos en una gran misión. ¡Mañana a estas horas podrás volver a casa andando desde aquí!

El intercambio terminó con esa nota optimista y Cortés dejó a Ácaro con su vigilia para encaminarse con el pensamiento hacia el Kwem, donde esperaba encontrar a Scopique en el lugar que debía ocupar al lado del emplazamiento del Eje. Habría estado allí en el poco tiempo que le llevó pensar en sí mismo cruzando la frontera que separaba los Dominios pero permitió que el recuerdo desviara su viaje. Sus pensamientos se dirigieron a Beatrix cuando dejó el Monte de Ola Bayak, y fue allí en lugar de al Kwem a donde voló su espíritu, que llegó a las afueras de la aldea.

Aquí también era de noche, por supuesto. Los doeki mugían con suavidad en las oscuras laderas que lo rodeaban y tintineaban las campanas que llevaban al cuello. Beatrix guardaba silencio, sin embargo, las lámparas que habían parpadeado en las arboledas que rodeaban las casas habían desaparecido y también los niños que las atendían: todo se había extinguido. Angustiado por esta melancólica visión, Cortés estuvo a punto de huir de la aldea en ese mismo instante pero entonces alcanzó a ver una única luz a lo lejos y, tras avanzar un poco, vio cruzando la calle una figura que reconoció, con la lámpara en alto. Era Coaxial Tasko, el ermitaño de la colina que les había proporcionado a Pai y a Cortés los medios para desafiar las Jokalaylau. Tasko hizo una pausa en medio de la calle, levantó aún más la lámpara y escudriñó la oscuridad.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.

Cortés quiso decir algo (hacer las paces con él como las había hecho con Ácaro Bronco, y hablar de lo que prometía el mañana) pero se lo impidió la expresión del rostro de Tasko. El ermitaño no le agradecería las disculpas, pensó Cortés, ni que le hablara de un nuevo día lleno de luz. No cuando había tantos que nunca lo verían. Si Tasko tuvo alguna vaga idea sobre quién era su visitante, también consideró que encontrarse con él no tenía sentido. Se limitó a estremecerse, bajar la lámpara y seguir adelante con sus asuntos.

Cortés no se entretuvo ni un minuto más, sino que volvió el rostro hacia las montañas y pensó en sí mismo lejos de allí, no sólo de Beatrix sino del Dominio. La aldea se desvaneció y la polvorienta luz del sol del Kwem apareció a su alrededor. De los cuatro lugares donde esperaba encontrar a los otros maestros (el Monte, el Kwem, el kesparate eurhetemec y la Mácula), este era el único que no había visitado en sus viajes con Pai y estaba preparado para tener cierta dificultad a la hora de ubicar el punto concreto. Pero la presencia de Scopique era un faro en aquel yermo. Aunque el viento levantaba nubes cegadoras de polvo, Cortés encontró a su hombre a los pocos minutos de llegar, agachado al resguardo de un primitivo refugio construido con unas cuantas mantas colgadas de unos postes clavados en la tierra gris.

Incómodo como era el refugio, Scopique había sufrido privaciones peores durante su vida como insurrecto (la menor de la cuales no fue su encarcelación en la
maison de santé)
y cuando se levantó para recibir a Cortés, lo hizo con el brío de un hombre sano y contento. Lucía un traje inmaculado de tres piezas y corbata de lazo y su rostro, a pesar de la peculiaridad de sus facciones (la nariz apenas era algo más que dos agujeros en la cabeza, los ojos saltones) estaba mucho menos demacrado de lo que lo había estado y el viento repleto de arena había puesto color en sus mejillas. Al igual que Ácaro Bronco, Scopique estaba esperando a su visitante.

—¡Entra! ¡Entra! —dijo—. Tampoco es que te moleste mucho el viento, ¿eh?

Si bien eso era cierto (el viento atravesaba a Cortés de la forma más curiosa e incluso hacía remolinos alrededor del ombligo), el maestro se sumó a Scopique al abrigo de las mantas y los dos se sentaron a charlar. Como siempre, Scopique tenía mucho que decir y vertió todos sus relatos y observaciones en un monólogo sin pausas. Estaba listo, dijo, para representar a este Dominio en el sagrado espacio del Ana, aunque se preguntaba cómo afectaría al equilibrio del oficio la ausencia del Eje. Lo habían colocado en el centro de los Cinco Dominios, le recordó a Cortés, para que fuera un conducto, y quizá un intérprete, de poder por toda Imajica. Ahora ya no estaba y sin duda el Tercero era más débil por culpa de ese traslado.

—Mira —dijo mientras se ponía en pie y llevaba a su fantasmal visitante a la punta del pozo—. ¡No me queda más remedio que invocar al lado de un agujero en el suelo!

—¿Y crees que eso afectará al oficio?

—¿Quién sabe? Todos somos aficionados que fingen ser expertos. Todo lo que puedo hacer es purificar el lugar, librarlo de su antiguo ocupante y esperar lo mejor.

Apartó la atención de Cortés del pozo y le señaló el esqueleto humeante de un edificio de tamaño notable que sólo en ocasiones era visible a través del polvo.

—¿Qué era eso? —preguntó Cortés.

—El palacio del hijo de puta.

—¿Y quién lo destruyó?

—Yo, por supuesto —dijo Scopique—. No quería que su trabajito se cerniera sobre nuestro oficio. Ya va a ser una operación bastante delicada tal y como están las cosas, no hace falta que su mugrienta influencia lo joda todo. ¡Parecía un burdel! —Scopique le dio la espalda y dijo—: Deberíamos haber tenido meses para preparar esto, no horas.

—Me doy cuenta de que…

—Y luego está el problema del Segundo. ¿Sabes que Pai me encargó la tarea de encontrar un sustituto? Me habría gustado discutir todo esto contigo, por supuesto, pero la última vez que nos encontramos, tú estabas en estado de fuga y Pai me prohibió que te informara de quién eras, aunque… ¿me permites que te hable con sinceridad?

—¿Podría evitarlo?

—No. Sentí profundas tentaciones de recordártelo de un bofetón. —Scopique miró a Cortés con fiereza, como si pudiera haberlo hecho ahora mismo si Cortés hubiera contado con materia suficiente—. Le hiciste tanto daño al místico, sabes —dijo—. Y como un auténtico imbécil, la criatura seguía amándote de todas formas.

—Tenía mis razones —dijo Cortés en voz baja—. Pero estabas hablando de su sustituto.

—Ah, sí. Atanasio.

—¿Atanasio?

—Ahora es nuestro hombre en Yzordderrex, representa al Segundo. No pongas esa cara de horror. Conoce la ceremonia y está dedicado por completo a ella.

—No hay ni un sólo hueso cuerdo en su cuerpo, Scopique. Pensó que yo era el agente de Hapexamendios.

—Bueno, por supuesto eso es una tontería…

—Intentó matarme con Vírgenes. ¡Está chiflado!

—Todos hemos tenido nuestros momentos, Sartori.

—No me llames así.

—Atanasio es uno de los hombres más santos que he conocido jamás.

—¿Cómo puede creer en la Santa Madre un minuto y afirmar que es Jesús al siguiente?

—Puede creer en su propia madre, ¿no?

—¿Me estás diciendo en serio…?


¿…
que Atanasio es literalmente el Cristo resucitado? No. Si tenemos que tener algún Mesías entre nosotros, yo voto por ti. —Scopique suspiró—. Mira, me doy cuenta de que tienes tus diferencias con Atanasio, pero yo te pregunto, ¿qué otra persona iba a encontrar? No quedan tantos maestros, Sartori.

—Te he dicho…

—Sí, sí, no te gusta ese nombre. Bueno, perdona pero mientras yo viva tú serás el maestro Sartori y si quieres encontrar a otra persona para que se siente aquí en mi lugar y que te llame algo más bonito, adelante.

—¿Siempre has sido así de terco? —respondió Cortés.

—No —dijo Scopique—. Han hecho falta años de práctica.

Cortés sacudió la cabeza desesperado.

—Atanasio. Es una pesadilla.

—No estés tan seguro de que no tiene el espíritu de Jesús en su interior, por cierto —dijo Scopique—. Cosas más extrañas se han visto.

—Una más —dijo Cortés—, y me voy a volver tan loco como él. ¡Atanasio! Esto es un desastre.

Furioso, dejó a Scopique en el refugio y se alejó entre el polvo lanzando imprecaciones por el camino, el optimismo con el que había emprendido este viaje muy magullado. En lugar de aparecer ante Atanasio con los pensamientos en un estado tan caótico, prefirió encontrar un lugar en la Vía Crucis para reflexionar. La situación estaba lejos de ser halagüeña. Ácaro Bronco permanecía en su puesto del Monte pero seguía siendo un proscrito y corría el riesgo de que lo detuvieran. Scopique dudaba de la eficacia de su ubicación ahora que se había trasladado el Eje. Y ahora, entre todas las personas que podían unirse al Sínodo, Atanasio, un hombre al que le faltaban las luces necesarias para resguardarse de la lluvia.

—Oh, Dios, Pai —murmuró Cortés para sí—. Cuánto te necesito.

El viento soplaba con tristeza por la autopista mientras él vagaba por allí, las ráfagas corrían hacia el lugar de paso entre el Tercer y el Segundo Dominio, como si quisieran acompañarlo hasta allí para que continuara hasta Yzordderrex. Pero Cortés se resistió a sus halagos y se tomó un tiempo para examinar las opciones disponibles. Había tres, decidió. Una, abandonar la Reconciliación ahora mismo, antes de que las debilidades que veía en el sistema se agravaran y provocaran otra tragedia. Dos, encontrar un maestro que pudiera reemplazar a Atanasio. Tres, confiar en el juicio de Scopique, entrar en Yzordderrex y hacer las paces con aquel hombre. La primera de estas opciones no se podía contemplar en serio. Eran los asuntos de su Padre y él tenía la obligación sagrada de llevarlos a cabo. La segunda, encontrar un sustituto para Atanasio, no era muy práctica con el poco tiempo que quedaba. Lo que dejaba la tercera. Era difícil de aceptar pero al parecer inevitable. Tendría que aceptar la entrada de Atanasio en el Sínodo.

Una vez tomada la decisión, Cortés sucumbió al mensaje de las ráfagas y con un pensamiento las acompañó por aquella recta carretera, atravesó la brecha que se abría entre los Dominios y cruzó el delta para penetrar en las entrañas de la ciudad-dios.

2

—¿Hoi-Polloi?

La hija de Pecador había bajado la cachiporra y estaba arrodillada al lado de Jude con los ojos bizcos inundados de lágrimas.

—Lo siento, lo siento mucho —no dejaba de decir—. No lo sabía. No lo sabía.

Jude se sentó en el suelo. Un equipo de campaneros estaba afinando sus instrumentos entre sus sienes pero aparte de eso estaba ilesa.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó a Hoi-Polloi—. Pensé que te habías ido con tu padre.

—Y me fui —explicó la jovencita luchando contra las lágrimas—. Pero lo perdí en la calzada. Había tanta gente intentando encontrar el modo de cruzar. Primero estaba a mi lado y al minuto siguiente había desaparecido. Me quedé allí durante horas, buscándolo; luego pensé que iba a tener que volver aquí, a la casa, antes o después así que yo también volví.

—Pero no estaba aquí.

—No.

La muchacha empezó a sollozar otra vez. Jude la rodeó con los brazos y murmuró palabras de pésame.

—Estoy segura de que todavía está vivo —dijo Hoi-Polloi—. Es sólo que se está comportando con sensatez y se ha quedado en algún lugar seguro. Nadie está a salvo ahí fuera. —Hoi-Polloi lanzó una mirada nerviosa hacia el techo del sótano—. Si no vuelve dentro de unos días, quizá tú puedas llevarme al Quinto y él puede seguirnos luego.

—Aquello no es más seguro que esto, créeme.

—¿Qué le está pasando al mundo? —quiso saber Hoi-Polloi.

—Está cambiando —dijo Jude—. Y tenemos que estar preparadas para los cambios, por muy extraños que sean.

—Yo sólo quiero que las cosas sean iguales que antes: papá, y los negocios, y todo en su sitio…

—Tulipanes en la mesa del comedor.

—Sí.

—No va a ser así durante algún tiempo —dijo Jude—. De hecho, no estoy muy segura de que vuelva a ser así jamás. —Se puso en pie.

—¿Dónde vas? —dijo Hoi-Polloi—. No puedes irte.

—Me temo que tengo que irme. Vine aquí a trabajar. Si quieres venir conmigo, eres bienvenida pero tendrás que ser responsable de ti misma.

Hoi-Polloi gimió con fuerza.

—Entiendo —dijo.

—¿Vas a venir?

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