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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Indiscreción (10 page)

—Y ¿qué hago?

—No te preocupes, yo tendré las manos en mis mandos en todo momento. Venga, coge los tuyos, que no muerden.

Claire agarra la palanca con fuerza, con demasiada fuerza. Las vibraciones del motor recorren su cuerpo. El avión da una ligera sacudida y ella pega un bote.

—No tan fuerte —le advierte él—. Relájate.

—Lo intentaré.

Claire toma aire y lo suelta de prisa varias veces, a continuación coge de nuevo la palanca, en esta ocasión con más delicadeza.

—Bien. Y ahora simplemente mantenlo nivelado. —Harry suelta su palanca—. ¿Lo ves? Ahora estás llevando tú el avión.

—Madre mía, esto es increíble. —Claire está aturdida, no se puede creer lo fácil que es.

—¿Quieres probar a girar?

Ella tiene que aguzar el oído para entender lo que le dice.

—Sí —responde—. ¿Qué hago?

—Gira con suavidad la palanca a la derecha y después enderézala.

Obedece, y el avión gira, pero empieza a bajar.

—Tira hacia ti un poco, pero no mucho.

Ella hace lo que le dice, y el avión vuelve a estabilizarse.

—Muy bien. Ahora mantén el rumbo sin más. ¿Ves eso de ahí? Es nuestro aeródromo. —Cuando se acercan, Harry dice a voz en grito—: Ahora será mejor que me dejes a mí.

Contacta con la torre de control, les dice que se están aproximando y le dan permiso para aterrizar.

Harry extiende la mano derecha y señala un lugar.

—Vamos a pasar por nuestra casa, está en la ruta de vuelo. Mira abajo.

Claire estira el cuello: abajo se alza la casa, como un diorama en un museo, un microcosmos. Ella es una giganta. Él inicia la maniobra de aterrizaje, baja los alerones y reduce la velocidad. Las copas de los árboles van a su encuentro. Todo se agranda. Toman tierra con una ligera sacudida y un bote, la presión del aire ofrece resistencia a las alas. Harry se dirige hacia su plaza y apaga el motor.

—No está mal —dice, consultando el reloj—. Y ni siquiera es mediodía aún.

—¡Muchísimas gracias! Ha sido una de las cosas más alucinantes que he hecho en mi vida —asegura ella.

Los ojos le brillan. Cuando baja de la cabina, el resto del mundo se le antoja plano y vulgar. Le encantaría poder volver a las nubes.

De vuelta a casa, Claire, envalentonada, ahora toda una aventurera, una conquistadora, pregunta:

—¿Qué le pasó a Johnny? Me refiero a la cicatriz. Walter dijo que lo operaron cuando era pequeño.

—Es cierto. Nació con una cardiopatía congénita, una perforación en el corazón.

—Dios mío. Y ¿qué hicisteis?

—Lo sometieron a varias operaciones. Lo llevamos al hospital infantil de Boston. La primera vez nos pasamos meses allí. Pudo haber muerto.

—¿Cuántos años tenía?

—La primera fue nada más nacer; la última, a los cuatro años.

Recuerdo noches en vela en el hospital, el pitido monótono de los monitores, a cirujanos preocupados vestidos de azul, el pequeño bulto desinflado, inconsciente bajo una burbuja transparente. Fue horrible.

—Y ahora ¿está bien?

Harry se frota la frente.

—No lo sé, creo que sí. Los médicos se muestran optimistas. Hace mucho que no nos da un susto, gracias a Dios.

—No tiene pinta de estar enfermo. Parece un niño completamente sano.

—Ha sido duro. Se cansa con facilidad, y Maddy no le quita el ojo. Siempre está atenta por si pasa algo. Hemos tenido algunas falsas alarmas, pero todas las precauciones son pocas. Aunque parezca un niño completamente sano, no lo es.

—Lo siento.

—No tienes por qué sentirlo. Le damos amor y seguridad, e intentamos hacer que su vida sea lo más normal posible. Podría vivir seis años más o sesenta, no hay manera de saberlo. Sin embargo, el colegio se le hace cuesta arriba: tiene prohibido hacer deporte, y los niños pueden ser crueles.

—Debe de ser muy duro. Para vosotros dos, me refiero.

—A veces, sí, pero es un niño estupendo. Sabe lo que hay, e intenta hacernos sentir mejor. A Maddy le dice cosas como: «No pasa nada, mamá. No estoy enfermo. No te preocupes por mí.» Pero a veces es imposible no sentirte impotente, ¿sabes?

—Lo siento. Es una maravilla de niño. Una mezcla estupenda de Maddy y de ti.

Llegan a casa, y el pequeño sale corriendo.

—¡Papá, papá! —exclama cuando el coche se detiene, haciendo crujir la gravilla.

Yo estoy sentado junto a la ventana, leyendo el periódico.

—Hola, hijo.

—Papá, te han llamado. De Roma. Mamá ha cogido el recado.

—Gracias, hijo. Dile a mamá que he vuelto, ¿quieres?

El pequeño da media vuelta.

Harry le dice a Claire:

—Tengo que hacer una llamada. Me alegro de que hayas venido. —Se baja del coche.

—No, gracias a ti por haberme llevado. ¿Cuándo repetimos?

—Tendrá que ser dentro de un tiempo.

—¿Y eso?

Él la mira, un tanto perplejo.

—Creía que lo sabías. Por eso es la llamada. Maddy, Johnny y yo nos vamos a Roma dentro de una semana. Me han concedido una beca, voy a trabajar allí en mi nuevo libro.

—No, no sabía nada. —Le da la impresión de que va a vomitar—. ¿Cuánto tiempo vais a estar fuera?

—Casi un año. Volveremos en junio del año que viene, a pasar el verano.

—Ya —contesta Claire. Añade—: Estaréis entusiasmados…

—Pues sí. Y un buen amigo mío nos ha encontrado una casa cerca del Panteón.

—¿Y Johnny? ¿Y el colegio?

—Hay un colegio norteamericano, y nos han recomendado médicos competentes de allí.

—Qué bien. Me alegro mucho por vosotros. —Intenta que parezca que lo dice convencida.

—Gracias. Será muy divertido. Siempre he querido vivir en Roma, y Maddy también. Como te puedes suponer, está como loca con la comida. Ya se ha apuntado a cursos de cocina y de italiano.

—Os echaré de menos. —Claire le echa los brazos al cuello y lo atrae hacia sí, sus mejillas se rozan.

Él le da unas palmaditas en la espalda y se aparta, sonriendo.

—Bueno, nosotros también te echaremos de menos.

—Gracias otra vez —le dice cuando él empieza a andar hacia la casa—. Me lo he pasado genial.

Él se vuelve y le dice adiós con la mano.

—Me alegro.

La veo varias horas después. Está sentada en el extremo de mi embarcadero, contemplando la laguna, los pies metidos en el agua. Por delante pasa una familia de cisnes. Un par de
beetle cats
, esos laúdes con vela cangreja que gozan de popularidad entre quienes viven en la laguna, dan bordadas a lo lejos. Todo es muy apacible.

—¿Dónde te has metido? —le pregunto—. Te hemos estado buscando por todas partes. Vamos a jugar al tenis.

Sí, también tengo una cancha de tenis, una anticuada pista de tierra batida. Sé que hoy en día mucha gente prefiere las acrílicas, pero a mí me sigue gustando pasarle el rastrillo a la cancha. Los preparativos son tan importantes como el juego en sí.

Claire levanta la cabeza. Sorprendida al principio y decepcionada después, como si esperara a otra persona. Llevo mi andrajosa ropa blanca de jugar al tenis.

—Lo siento, Walter. Necesitaba estar sola un rato.

—¿Te pasa algo?

—¿Tú sabías que Harry y Maddy se iban a Roma?

—Claro.

—Yo no.

—¿Tan malo es?

—Sí. Bueno, no. No sé.

—¿Tienes algo contra los romanos? ¿Te rompió el corazón un príncipe o tropezaste y te caíste en la escalinata de la plaza de España?

Intento ser frívolo, pero veo, demasiado tarde, que ella no está de humor.

Menea la cabeza en silencio.

—¿Hay algo que pueda hacer?

Claire niega de nuevo.

—Vale. Bueno, entonces te dejo, ¿no?

—Gracias, Walter. Es que me apetece estar sola. Quizá me acerque luego a ver cómo va el partido.

—Eso espero. Quiero la revancha.

Claire consigue esbozar una sonrisa al oír eso. La semana anterior me dio una paliza: 6-4, 6-4.

No la vemos hasta por la tarde. Después del tenis, subo de puntillas a su habitación y veo que tiene la puerta cerrada. Baja a las siete. Estoy en la cocina, metiendo carne picada para hamburguesas en la nevera. Vamos a comer en la playa, una tradición del primer fin de semana de septiembre. Habrá unas cincuenta personas. Ned, Harry y yo hemos bajado a la playa antes para hacer un fuego, haciendo un hoyo en la arena y llenándolo de madera.

—Siento no haber ido a veros —se disculpa al entrar—. No habría sido la alegría de la huerta precisamente.

—¿Te encuentras mejor?

—Sí, gracias.

Está guapa, lleva un vestido de color rosa, escotado, sin sujetador, los pechos asoman por los lados de la prenda. Procuro no mirar.

—Estás guapísima, pero creo que deberías coger un jersey o algo —sugiero—. De noche y en esta época del año puede hacer bastante frío en la playa.

—La verdad es que no me vendría mal un martini, Walter. ¿Podrías prepararme uno?

—Será un placer —respondo, me lavo las manos y me voy al mueble bar. Es una especie de comunión. Dejo caer los cubitos de hielo en una vieja coctelera de plata de Cartier que era de mi abuelo, añado ginebra Beefeater y unas gotas de vermut seco. Lo agito, veinte veces exactamente, y lo sirvo en una copa de martini bien fría, también de plata, que decoro con una monda de limón.

—Espero que no te importe beber sola. Quiero seguir mi ritmo.

—Estás hecho un carca, Walter. —Claire bebe un sorbo—. Perfecto.

Entran Ned y Cissy.

—Calentando motores, ¿eh? —comenta Ned.

—¿Queréis uno? —pregunto.

—No, gracias. Hay mucha bebida en la playa.

—Qué pena no haberte visto en el tenis hoy —le dice Cissy a Claire—. ¿Estás bien?

Ella asiente.

—Sí, gracias. Un poco cansada, es todo. Ya sabes.

—Ya, sí. Te has perdido el palizón que Harry le ha dado a mi marido.

—Es que menudo saque tenía Harry —admito—. Así cómo iba a irle mal… No te lo tomes a pecho, Ned. Hoy no habría podido ganarle ni el mismísimo Pete Sampras.

—Sí, bueno. Ya me desquitaré en la próxima.

—Pues vas a tener que esperar hasta el verano que viene —suelta Claire—. A no ser que vayáis a Roma a jugar unos sets.

La miramos todos, sorprendidos por el tono con que lo ha dicho. Cissy bromea:

—Míralo de esta manera, Neddy: así al menos tendrás un año entero para practicar.

Todo el mundo se ríe.

—Venga, Claire, termínate eso —apremia Ned.

Cogemos mi coche, Ned se sienta delante conmigo, las mujeres detrás.

—¿No vamos con Harry y Maddy? —pregunta Claire.

—Hemos quedado con ellos allí —contesta Ned—. Van con sus invitados.

Una pareja holandesa: Wouter y Magda. Él trabaja en una editorial. Han venido a dejar a su hija en un internado y se han pasado por aquí antes de volver a Ámsterdam. Su inglés es perfecto.

El sol desciende sobre el océano cuando llegamos. Una lengua de color naranja recorre el horizonte, de punta a punta de la playa. Ya hay bastante gente. Veo muchas caras conocidas, algunas del club, otras de Manhattan, gente del mundillo de la literatura, amigos de Harry y Maddy. El fuego crepita. Las mesas están listas. Hay faroles y neveras llenas de vino y cerveza. Bebidas fuertes, hielo y refrescos. Vasos de plástico. Varios cubos de basura de gran tamaño. Algunos niños. Perros labrador. En el límite del aparcamiento, montones de zapatos.

—¿Me preparas otro martini, Walter? —me pide Claire.

Me doy cuenta de que al final no ha cogido un jersey.

—Claro. Pero no olvides la vieja regla, la de los pechos de las mujeres.

—Estás enfermo. —Me guiña un ojo—. No te preocupes, Walter. Éste es el último fiestón del verano, ¿no? Pues relájate, vamos a divertirnos.

No hay coctelera, pero se lo preparo de todas formas.

—Me temo que los he hecho mejores —me excuso.

—Eres un amor, Walter. Gracias.

Me da un besito en la mejilla.

—Pero después de éste será mejor que te pases al vino.

—¿Cuándo vienen Harry y Maddy?

—Ni idea. Supongo que pronto.

Me disculpo, voy a dejar las hamburguesas. Cuando miro, veo que Claire se ha ido. Está hablando con tres hombres jóvenes. Más o menos de su edad, morenos, de cadera estrecha, como jugadores de fútbol. Niños bien, me doy perfecta cuenta. Yo fui como ellos, hace siglos. Claire se ríe. Soy consciente de que los está dejando pasmados.

Harry, Maddy y Johnny llegan con Wouter y Magda.

—Perdón por el retraso —se disculpa Harry cuando lo veo—. Aún andamos haciendo maletas. Un año es mucho tiempo.

Ya estoy pensando ir a Roma a pasar las navidades con ellos.

A las nueve la fiesta toca a su fin. En esta época del año anochece de prisa. Los padres llevan al coche a sus hijos adormilados. Las mesas se cierran. Las botellas de vino vacías tintinean en los contenedores de reciclaje. El fuego sigue alto, avivado por los que no están dispuestos a irse todavía. Para los jóvenes la noche no ha hecho más que empezar. Las llamas se alzan en la noche. Los rostros titilan con la luz de la lumbre. La arena ya se nota fría. Voy a ponerme el jersey, pero busco a Claire, me preocupa que pueda tener frío.

Sigue hablando con uno de los jóvenes, en la mano una copa, se frota el brazo desnudo con la otra. Me acerco a ella.

—Perdona que te moleste, Claire, ¿tienes frío? ¿Quieres que te deje el jersey?

Ella me mira, el rostro resplandeciente, los ojos vidriosos. Está borracha.

—Walt —me contesta—. Qué detalle. Mira, éste es Andrew. Sus padres tienen aquí una casa. Estudia Empresariales.

Nos damos la mano. Andrew se pregunta quién soy yo y cuál es mi papel. Posiblemente sea demasiado mayor para ser su novio, pero demasiado joven para ser su padre.

—Estoy en casa de Walt. Sus padres tienen aquí una propiedad… pero ya han muerto, y Walt vive solo.

Repito, sin prestarle atención.

—¿Tienes frío?

—No, estoy bien. Estupendamente.

—Entonces ¿no quieres el jersey?

—Si le hace falta, yo tengo el mío.

Una clara indirecta por parte de Andrew. Ella hace caso omiso y me pregunta:

—¿Han llegado Harry y Maddy?

—Sí. Llevan aquí un rato.

Echa un vistazo y los ve. Frunce el ceño.

—Ah, sí, ahí están. —Se vuelve hacia Andrew—: Tengo que ir a saludarles. Ahora mismo vuelvo.

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