Indiscreción (11 page)

Read Indiscreción Online

Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Va hasta allí y le da un abrazo a Maddy.

—No sabía que os ibais. Me lo dijo Harry esta mañana. Sé que debería alegrarme por vosotros, pero me da pena.

—No te preocupes. Estaremos de vuelta antes de que te des cuenta. De todas formas, el verano ha terminado.

—Ya, es que es eso precisamente: que no quiero que el verano termine. Y saber que no vais a estar aquí hace que sea todavía más definitivo.

Maddy le aprieta la mano.

—Lo sé. Yo nunca quiero que acabe el verano.

—Es que ha sido toda una sorpresa.

—Siento que no te lo hayamos dicho. Lo decidimos el invierno pasado, y se nos pasó por alto que no lo sabías.

—No tienes que disculparte. Habéis sido estupendos conmigo. Os quiero mucho a los dos.

Abraza de nuevo a Maddy.

—Nosotros también te echaremos de menos.

Claire vuelve con Andrew, que le da otra copa de vino. No estoy seguro de que sea buena idea, pero yo no soy quién para decir nada.

—¿Todo bien? —pregunta Harry, que está comiendo una hamburguesa. Hemos estado a un lado mientras las mujeres hablaban, y ahora nos unimos a Maddy—. ¿Te preocupa algo?

—No estoy seguro —respondo—. Me da que Claire está bebiendo mucho.

Él se ríe con suavidad.

—Sí, bueno, no será la única en esta fiesta.

Maddy lo mira.

—Creo que se ha tomado mal lo de nuestro viaje. Si no, ¿por qué iba a emborracharse? Hemos pasado muchas noches con ella y nunca ha hecho esto. ¿Cómo la viste cuando se lo dijiste esta mañana?

—Hombre, desde luego la cogió por sorpresa, y yo me sentí fatal, porque era evidente que no sabía de qué le estaba hablando.

—La vi en la laguna antes de ir a jugar al tenis —cuento—. Parecía bastante triste.

—Es comprensible —dice Maddy—. Es como si la hubiéramos adoptado, y ahora la abandonamos.

—Bah, de todas formas se habría acabado hartando de nosotros —asevera Harry—. Me refiero a que necesita pasar más tiempo con gente de su edad. Nosotros somos una panda de vejestorios pelmas con entradas y michelines.

—Habla por ti, gordinflón —replica Maddy, y le da en el brazo de broma.

La verdad es que los dos están estupendos para su edad. Yo, en cambio, aparento todos y cada uno de los cuarenta y dos años que tengo.

Al otro lado del fuego vemos a Claire, que tropieza y está a punto de caer. Andrew la ayuda, y ella se le cuelga del brazo, riendo. ¿He dicho ya que tiene unos dientes preciosos?

—Sí que parece trompa —admite Harry—. ¿Qué opináis? ¿Hacemos algo?

—Iré a hablar con ella —se ofrece Maddy—. Vosotros quedaos aquí.

Veo que Maddy está hablando con ella al otro lado del fuego, el chico tímidamente a un lado. Maddy tiene una mano en el hombro de Claire, que sacude la cabeza, intentando apartarse. Pero es muy difícil decirle que no a Maddy.

Vienen las dos.

—Harry, ¿te importaría llevar a Claire a casa de Walter?

—Por favor —protesta ella—. Estoy bien. Por favor. No quiero que Harry me lleve.

—Oye, ¿qué pasa? —Es Andrew.

Intervengo y le digo con mi mejor voz de abogado que probablemente sea mejor que se largue.

—No me hagáis esto —grita Claire—. Maddy, ¿por qué no me llevas tú?

—Vale —accede ella—. Pero tenemos que ayudar a recoger esto.

Maddy odia conducir de noche. Ya no ve como antes, y no le gusta ponerse gafas.

—Vamos, Claire —insiste Harry con suavidad. Le pone una mano en el brazo.

Ella se la quita.

—Déjame.

Echa a andar hacia el aparcamiento haciendo eses, Harry detrás.

—Ahora vuelvo —dice.

Al llegar al coche ella vomita.

—Madre mía —se lamenta—. Lo siento, soy una idiota.

Harry le dice que no se preocupe. Nos ha pasado a todos. Le da su pañuelo y después, al ver que ella tirita, insiste en que se ponga su jersey.

—¿Estás bien o crees que vas a volver a vomitar?

Claire menea la cabeza.

—No —contesta con un hilo de voz.

En el camino de vuelta llora en silencio, avergonzada y nerviosa. Harry le pregunta si se encuentra bien. ¿Por qué está así? Claire replica que no quiere hablar de eso. Él le asegura que no pasa nada, que son amigos. Si hay algo que pueda hacer, lo hará encantado.

—Estoy enamorada de ti —estalla ella—. Bueno, ya lo he dicho. Lo siento.

Harry se ríe y le contesta que eso sólo lo dice porque ha bebido.

—No te rías de mí —suplica Claire.

Harry intenta tranquilizarla. Le asegura que no se ríe en absoluto de ella.

—Para el coche —pide con toda calma—. Creo que voy a vomitar otra vez.

Él obedece, los faros iluminan la carretera. Las casas duermen apaciblemente. Ella se baja y, en vez de devolver, echa a correr campo a través en medio de la oscuridad. Harry suelta una imprecación entre dientes, se baja del coche y sale corriendo tras ella, gritándole que pare. Va descalza, y le da alcance con facilidad. Asustada como un animal, Claire intenta huir, retorciéndose y volviéndose contra él con sus pequeños puños. Él le agarra las muñecas. Claire, sin aliento, solloza y dice que es una idiota, le pide que se vaya. Él intenta aplacarla, le dice que se tranquilice, que es una chica estupenda, preciosa. Ella lo abraza con fuerza, aún sollozando. Harry le acaricia el cabello. Claire alza la cabeza y él la mira.

Levanta la cara, los labios en los de él, su lengua en la boca de él.

—Hazme el amor —suplica, llevándose la mano de Harry al pecho. Nota que el miembro de Harry se endurece en el acto—. Te quiero. Te necesito. Aquí. Ahora.

Sin embargo, él no lo hace.

—No puedo —responde—. Estoy casado. Quiero a mi mujer. No hagas esto.

—Pero ¿y yo? —pregunta ella—. ¿Me quieres?

—Eres una chica preciosa —le asegura—. No deberías hacer esto. Estoy casado.

—No lo puedo evitar —se justifica ella—. Te necesito. Por favor.

—Claire, por favor. No hagas que esto sea más difícil de lo que ya es. Deberíamos irnos. Ven conmigo, por favor. —Le tiende la mano, pero ella la rechaza, echa a andar hacia el coche.

El trayecto discurre en silencio. No hay nada que decir. Harry se baja del coche para abrirle la puerta, pero ella ya ha salido y va hacia mi casa, la llave está debajo del felpudo. Claire no dice nada.

—¿Estarás bien? —se interesa Harry.

Ya en la puerta, ella se para y lo mira antes de entrar.

El lacre de una carta secreta se ha roto. Ya no hay manera de recomponerlo.

Cuando Harry vuelve a la playa, todo el mundo pregunta por Claire. Él se ríe y contesta que menos mal que no tendrá que verla toda resacosa por la mañana.

Se marchan al día siguiente. Es hora de darse los últimos baños y terminar de hacer el equipaje. Por la mañana veo una nota de Claire en la cocina. Ha vuelto en tren, nos da las gracias por todo. El jersey de Harry está en la encimera, doblado cuidadosamente.

Nuestras vidas ya no volverán a ser las mismas.

Otoño
1

El poeta Lamartine escribió que hay una mujer al principio de todas las grandes cosas. Eso es algo indiscutible. Al fin y al cabo las mujeres nos traen al mundo, de manera que siempre están al principio. Sin embargo, tanto si lo pretenden como si no, también están presentes en el principio de cosas atroces.

Los Winslow se trasladaron a Roma. Los últimos de una larga serie de escritores: Keats, naturalmente, que murió allí, y, sin ningún orden concreto, Byron, Goethe, los Browning, James, Pound.

Harry y Maddy viven cerca de la versión eclesiástica de la londinense Jermyn Street. En Roma hasta los curas siguen la moda. De día la calle está llena de arzobispos y cardenales de todos los tamaños, formas y colores, de Soweto y Ottawa, Kuala Lumpur y Caracas, que compran sotanas, casullas, solideos y sobrepellices. Prendas rojas, amarillas, blancas y púrpura inundan los escaparates. Imágenes de madera policromadas de santos y de la Virgen. Dicen que el mejor establecimiento es el de la familia Gammarelli.

Viven en un piso magnífico, en el
piano nobile
. Los propietarios se han tomado un año sabático. Los techos son altos; los muebles, elegantes; en las paredes hay retratos de nobles narigudos con peluca, coselete. Da la impresión de que en todos los canales de la televisión salen mujeres con los pechos al aire, y deciden guardar el aparato en un armario por Johnny. Hay una mujer mayor, Angela, que va incluida en el piso y no habla inglés. Maddy trata de hablar con ella en su pobre italiano, que salpica de palabras en el francés de cuando iba al colegio cuando no sabe cómo decir algo. No importa: se caen bien.

En opinión de la anciana, Johnny es incapaz de hacer mal a nadie.


Ma che bello
! —exclama, pellizcándole la mejilla. La mujer cocina y limpia. Para deleite suyo, Harry descubre que hasta le plancha los calzoncillos.

Roma a principios de otoño. El Tíber centellea. La gente aún come fuera. Hay un café cerca de la Piazza della Rotonda donde Harry, Maddy y Johnny van por la mañana a tomar
caffè latte
con caracolas. Johnny bebe zumo de zanahoria recién exprimido. Leen
The
International Herald Tribune
y también, como buenamente pueden, el
Corriere della Sera
, con un diccionario al lado.

Maddy me escribe correos electrónicos contándomelo todo. Como de costumbre, envidio la vida que llevan. Pasan las primeras semanas paseando y comiendo, recorriendo museos e iglesias, admirando la basílica de San Pedro. Cada calle es una clase de historia. Siguen los pasos de santos y vándalos, poetas y turistas. Tienen contactos, amigos de amigos: Bettina y Michele, romanos que viven en una planta de un palacio de la Piazza dei Santi Apostoli. Uno de los antepasados de ella fue papa, algo que en la familia es motivo de orgullo y regocijo. En el comedor tienen un retrato de gran tamaño del pontífice en cuestión. Michele trabaja en Cinecittà. Otros amigos. Mitzi Colloredo. Los Ruspoli. Los Robilant. Banqueros ingleses. Un Habsburgo y su mujer.

No tardan en asistir a fiestas y hacer más amigos. «En Roma, con que conozcas a una persona, ya conoces a todo el mundo», asegura Bettina. El libro de Harry ha sido traducido al italiano y va ya por la tercera edición. Una tarde tiene una firma de libros en una librería cercana a la Piazza di Spagna, y el sitio está abarrotado.

Hay fines de semana en la costa de Ansedonia, con los Barker, un compañero de Yale que se casó con una italiana, una condesa. Maddy me dice que son los Hamptons de Roma. Harry se compra una Vespa.

Descubren
trattorie
: Nino; Della Pace; Dal Bolognese, en la Piazza del Popolo para ver gente, pero no por la comida; Byron, en Parioli. Sin embargo, su preferida está en la Piazza Sant’Ignazio, una plaza escondida no muy lejos de su casa. Estuve allí con ellos cuando fui a verlos. Es uno de esos buenos restaurantes de Roma con solera, donde al terminar de comer dejan en la mesa botellas de digestivos, de licores: Sambuca, Cynar,
amaro
, grapa casera con higos o fruta macerados. En las paredes, fotografías de estrellas italianas desconocidas.

Lo más extraordinario del restaurante es el personal, que, muy apropiadamente, parece salido de una película de Fellini. Todos y cada uno de los camareros tienen algo raro: uno, una cojera pronunciada; otro, un defecto del habla; el tercero, un bulto como un cuerno truncado en plena frente. Todos son muy agradables y adoran a los Winslow, que cenan allí al menos una vez a la semana.

—Ni nos molestamos en mirar la carta —cuenta Harry—. Nos traen el plato especial del día, y siempre está bueno.

Llega un punto en la vida de cualquiera, ya sea en un restaurante, viendo al hijo de uno jugar al fútbol o paseando a solas por las calles, que se plantea una pregunta: ¿qué más necesitas? Se trata de una pregunta que, una vez planteada, es casi imposible responder. Puede que en ese momento preciso a uno no le haga falta nada más que algo de comer o beber, o quizá uno se sienta satisfecho con la cama donde duerme, una silla preferida, las necesidades inmediatas y los bienes de la vida. También están las cosas intangibles: amor, amistad, pasión, fe, satisfacción. Pero es una pregunta que se piensa una y otra vez, porque pocos de nosotros tenemos lo que necesitamos…, o pocos de nosotros pensamos que tenemos lo que necesitamos, que para el caso es lo mismo. Puede convertirse en una lata. ¿Qué más hay? ¿He hecho bastante? ¿Necesito más? ¿Estoy satisfecho?

Hay una codicia innata en la naturaleza humana: empujó a Eva a comer la manzana, incitó a Bonaparte a invadir Rusia e hizo que Scott muriera en los hielos de la Antártida. La llamamos de distintas maneras. ¿Qué es la curiosidad más que codiciar experiencia, reconocimiento, gloria? ¿Codiciar toda actividad que nos distraiga de nosotros mismos? Odiamos la idea de que hasta aquí hemos llegado, y no nos sentimos satisfechos con lo que tenemos o con haber llegado hasta donde hemos llegado. Queremos más, ya se trate de comida, conocimientos, respeto, poder o amor. Y esa insatisfacción nos impele a probar cosas nuevas, a hacer frente a lo desconocido, a cambiar nuestra vida y arriesgarnos a perder todo lo que teníamos.

Harry solía inventarse cuentos cuando acostaba a Johnny. Uno de mis preferidos lo protagonizaba el rey Pingüino. A Johnny le volvían loco los pingüinos. Se lo sabía todo de las distintas especies que había: el emperador, el adelaida, el saltarrocas. Dónde vivían, qué comían. Muchas noches, cuando el niño se iba a dormir me quedaba a los pies de la cama con Maddy mientras Harry le contaba el cuento. Cada vez era ligeramente distinto, pero siempre empezaba de la misma manera.

—Había una vez un rey Pingüino que vivía en el Polo Sur con su familia, la reina Pingüina y todos sus príncipes y sus princesas. Los príncipes y las princesas eran muy monos, el rey Pingüino era el pingüino más grande y fuerte de todos, y hasta los leones marinos le tenían miedo. Pero el rey Pingüino estaba triste.

—¿Por qué estaba triste, papá?

—Estaba triste porque estaba harto de la nieve, el hielo y los leones marinos. Estaba harto de nadar. Estaba harto incluso de la reina Pingüina y de los príncipes y las princesas.

—Hala, qué mal. Y ¿qué hizo?

—Un día les dijo a la reina Pingüina y a los príncipes, a las princesas y a todos los demás pingüinos del Polo Sur que quería ver el resto del mundo. Quería ver Nueva York, Francia y Pekín, desiertos, rascacielos y árboles. Todos los pingüinos se echaron a llorar y dijeron:

Other books

Shadow on the Sand by Joe Dever
Tiger of Talmare by Nina Croft
A Lady in Disguise by Cynthia Bailey Pratt
The Big Both Ways by John Straley
The High Flyer by Susan Howatch
Blood Country by Mary Logue
The Squared Circle by JAMES W. BENNETT
The Envoy by Wilson, Edward
The Diviner's Tale by Bradford Morrow