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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (94 page)

Francisco Antón nunca está tan a la altura de Dolores Ibárruri como el día en que se atreve a decirle, tal vez sólo a confirmarle, que se ha enamorado de otra mujer y que quiere casarse con ella. No es posible adivinar dónde, en qué fecha, de qué manera sucede, porque el silencio que sepulta el final de esta historia, es aún más impenetrable que la imaginaria confabulación de comunistas sordomudos que lo decreta desde sus principios. Pero, cuando la primera década del siglo XXI llega a su fin, mutilar a la mujer española más importante del siglo XX de una pasión que convierte su vida en una aventura excepcional en todos los sentidos, no la favorece en absoluto.

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, pero más allá del inmutable, azaroso milagro que labran dos miradas al cruzarse, los seres humanos somos tiempo, historia con minúscula. Aunque durante casi cuarenta años parezca lo contrario, el tiempo que pasa por Dolores Ibárruri, va a pasar también por su país. El espejismo de inmovilidad, de moribunda asfixia desprendida del mundo y sus progresos, que la ley del vencedor proyecta en 1939 sobre sus rehenes, una generación completa de españoles su botín de guerra, no es ya más que eso, un espejismo, muchos años antes de que su superficie empiece a resquebrajarse. Aquella labor lenta y minuciosa, la implacable obstinación con la que tantos dedos de hierro pretenden bordar una imperial vocación de eternidad sobre las conciencias de millones de niños aterrorizados, no vale al cabo ni el precio de las horas de trabajo. El hombre que gana la guerra civil, pierde de una manera estrepitosa, en un plazo brevísimo, las batallas decisivas para su posteridad. Cuando en España todavía circulan monedas con su efigie, más de un actor de cine, y más de dos, se ponen un uniforme de generalísimo para ridiculizarle sin miedo y sin piedad. En España todavía circulan monedas con su efigie, pero la sobreabundancia lleva ya el plazo de las condenas serias, dolorosas, dramáticas, a un primer agotamiento que, tal vez, habría podido ser definitivo, si las instituciones de la democracia no hubieran sucumbido al monstruoso, incomprensible síndrome de Estocolmo, que aún hoy, cuando termina la primera década del siglo XXI, les impide romper formal y expresamente sus vínculos con el general que la secuestró el 18 de julio de 1936. Pero ese no es un problema del franquismo, ni del antifranquismo, sino de la democracia española actual.

—Esa es más lista que el hambre.

La gran enemiga de Francisco Franco Bahamonde, la única personalidad de su época a la que el dictador consiente en alabar alguna vez, no puede ver la victoria por la que ha luchado toda su vida, pero vence en otras batallas de las que quizás ni siquiera llega a ser consciente. Todos los tejidos tienen dos caras, y la visible no puede existir sin la trama, la urdimbre, el esqueleto de la que no se ve. En la cara visible del tapiz de su vida, Pasionaria fracasa, en la invisible, no. Los españoles nunca llegan a hacer una revolución proletaria, como nunca han hecho antes una revolución burguesa, pero aun sin ellas, su modo de vida se va distanciando de tal manera del que han pretendido imponerles a la fuerza, que a la fuerza acaba pareciéndose al de los hombres y, sobre todo, las mujeres que se han atrevido a sacar los pies del plato. Por eso, la pasión de Dolores Ibárruri por Francisco Antón, que a los ojos de sus contemporáneos representaba una inmoralidad imperdonable, una debilidad semejante al pecado, un trapo sucio que apenas se podía lavar en el fregadero de la propia conciencia, con las persianas bajadas y las puertas atrancadas, adquiere un valor muy distinto a los ojos de sus nietos. Y, no digamos ya, a los ojos de sus nietas.

Al otro lado del tiempo y de la Historia, más allá de vergüenzas irreconocibles, de tan deformadas por el desuso, y de los polvorientos prejuicios que las acompañan en el desván de los trastos viejos, a Dolores Ibárruri le favorece el amor de Pasionaria, la fortaleza y la debilidad que se acoplan en proporciones admirables para forjar una historia que habla de libertad, de arrojo, de dignidad y de autoridad sobre el propio destino, con las emocionantes minúsculas de las apuestas personales. Le favorece incluso su desamor, porque el despecho, con ser siempre torpe, con frecuencia miserable, a menudo hasta contraproducente, es al mismo tiempo un síntoma desgarrador, universal, de la naturaleza humana. Para enloquecer de dolor cuando el amor se acaba, hace falta haber amado mucho. En la primera década del siglo XXI, el despecho encaja tan bien en la categoría de las magnitudes comprensibles como una pasión arrolladora. Y mucho mejor, en cualquier caso, que la cruel arbitrariedad de las denuncias anónimas, los silencios sin fisuras y los infames procesos del periodo estalinista.

En una fecha indeterminada, a caballo entre los últimos meses de 1952 y los primeros de 1953, Francisco Antón afronta su propio proceso como sospechoso de traición. En este caso, la propia Dolores decide descender de la sublime nube a la que su nueva, inmaculada, casi etérea naturaleza, le consintió encaramarse después de la victoria aliada, para presidir en persona el tribunal. Los cargos son variados, y llegan a parecer interminables. Las sesiones, más secretas que de costumbre, se desarrollan bajo una consigna aún más reservada. Todos los asistentes reciben la misma advertencia. Lo que ocurra en esta sala no tiene nada que ver, ni por asomo, con una relación amorosa ya extinguida, ni con la reciente decisión de Antón de casarse con una chica francesa, bastante más joven que él. Dándole la vuelta a un célebre proverbio italiano, si esto fuera verdad, desde luego no parece bien hallado. Y si no lo fuera, ni siquiera sería en este punto donde Francisco Antón empieza a portarse como un hombre.

En los primeros años de la década de los cincuenta, hace falta mucho amor, mucho valor, para dejar a la secretaria general del Partido Comunista de España por una mujer más joven. Francisco Antón nunca está tan a la altura de Dolores Ibárruri como cuando se atreve a contarle, o a confirmarle, algo que tal vez aún parezca una infidelidad, pero ya ha dejado de serlo, y no sólo porque el amor de Paco haya desbordado todos los límites de la fidelidad que debe a su secretaria general, para convertirla, a su vez, en el único objeto de su infidelidad. Es muy probable que en esta época, ella en Moscú, camino de los sesenta años, él en Francia, sin haber cumplido todavía cuarenta, su relación ya no se parezca a la de los buenos tiempos. Es casi inevitable pensar que la distancia entre sus respectivas edades, sumada a la que les separa sobre los mapas, haya contribuido a reconducir su historia hacia un remanso pacífico, un país templado donde la pasión física se disuelve en placeres cálidos, pero tan inocentes como la compañía, la complicidad y la memoria de los gloriosos días del pasado, «¿te acuerdas, Dolores?». Pero es muy difícil creer que, aun así, ella no se sintiera humillada, traicionada, expuesta a la detestable compasión ajena, por el único hombre del que ha estado enamorada en su vida.

Si fue así, Dolores no quiere recordar, no quiere contemplar el nuevo amor de Antón a la luz de la pasión que los unió en 1937, un tesoro que ella ha defendido contra viento y marea en la derrota, en el exilio, en el infortunio de tantos y tantos años, aquel amor que la exime de toda culpa, porque era auténtico, grande, profundo, tan fuerte como el hambre, como la sed, una pasión total, demasiado intensa, demasiado poderosa como para confundirla con la debilidad de una mujer promiscua. «¿Te acuerdas, Dolores?». Ella no quiere recordar que en aquel momento ni siquiera se le ocurre pensar en su marido, y no sólo porque lo haya dejado atrás, en Vizcaya, en 1931, sino además, y sobre todo, porque en ese instante supremo, soberano, de libertad absoluta, que consiste en entregársela a otra persona por amor, las viejas ataduras ya ni siquiera estorban.

Quizás, Antón empieza por ahí, invocando la absoluta libertad con la que ella decidió entregarse a él, la libertad que los ha unido siempre más allá de los secretos y las puertas cerradas, antes de contarle la verdad de siempre, una versión conocida, incluso sobada, desgastada por el uso, de tantas y tantas veces repetida, que no por familiar deja de ser verdadera. «Yo no lo he querido, no lo he buscado, pero me lo he encontrado, me ha pasado sin querer que me pasara y no he podido hacer nada, no he podido resistirme porque es auténtico, grande, profundo, porque es amor. Me he enamorado de otra y voy a casarme con ella, Dolores». Nadie inscribirá este momento con letras de oro sobre ningún escudo. Nadie bordará nunca esas palabras en una bandera. Nadie le pondrá jamás su nombre a un regimiento del Ejército español, pero pocos hombres han sido tan hombres, y tan valientes, como Francisco Antón en aquel trance.

Ella no lo entiende, no quiere entenderlo, aceptarlo, ni siquiera puede pensar en esa posibilidad sin sentir que se está traicionando a sí misma. Nadie se habría atrevido nunca a decírselo en voz alta, y sin embargo, se lo habrían advertido tantas veces, lo habría leído en tantos ojos, en tantas sonrisas sesgadas, tantas expresiones malévolas pintadas con un barniz de amabilidad fingida… Ella habría podido sentirlo, verlo con unos ojos secretos, misteriosos, escucharlo con los insólitos oídos que le brotaban en la nuca en el mismo instante en que les daba la espalda, «estás haciendo el tonto, mujer, te dejará por otra, por una más joven que tú, hasta más joven que él, ¿es que no lo ves?, con lo lista que tú eres, ¿no te das cuenta, Dolores?». Contra esas voces, que siempre son mezquinas y casi siempre odiosas, porque no encubren más que miserias, envidia, celos, insatisfacción, ella ha luchado con su amor, se ha hecho fuerte en él, lo ha afirmado con un puño de hierro, lo ha acariciado con la aterciopelada suavidad de las letras de los boleros. Si es la historia de un amor como no hay otro igual…, ¿cómo va a entender ella que termine así?

Negociar con esa posibilidad es lo mismo que admitir que todos esos despreciables maestrillos de gramática parda, que llevan tantos años compadeciéndola a sus espaldas desde la más absoluta ignorancia del bendito fuego que le arde por dentro, tenían razón. «¿Qué sabrán ellos?». Eso se habrá preguntado Dolores a sí misma durante tantos años, mientras les sonríe, mientras los llama por su nombre, mientras los abraza como sabe ella abrazar a los hombres, «¿qué sabréis vosotros?», y mientras besa a sus mujeres, más pizpiretas, más descaradas incluso, aún se lo preguntaría con más intensidad, «y vosotras, desgraciadas…, ¿cómo os atrevéis siquiera a compadecerme, si no tenéis ni idea de lo que tengo yo con Paco?». Todas las historias de amor son excepcionales, cada una a su manera. Esta lo es como muy pocas, y muy pocas mujeres enamoradas han sido tan valientes como Dolores Ibárruri cuando decide compartir su vida con un hombre como Francisco Antón, sin pensar en la factura. Cuando todo se acaba, seguramente tampoco imagina que, al final, la cuenta que acabará pagando tendrá un precio más alto que el que le va a imponer su amante.

A principios de los años cincuenta, él no hace otra cosa que imitar su ejemplo, reproducir su valentía, y ella, que siempre ha sido la más grande de los dos, se vuelve muy pequeña de repente. Incapaz de mantenerse a la altura de su libertad, aquella variante clandestina del legendario coraje que la ha llevado a servir a un amor tan grande, una pasión inconveniente, prohibida y aún más dulce, Dolores le advierte que le va a hundir, y le hunde, pero no comprende a tiempo que su crueldad, la feroz medida de su venganza, la hundirá más que a él. Ella, que aparte de amar a Antón hasta el límite de sus fuerzas, nunca ha hecho nada tan bien como pensar, no sabe analizar los datos del problema. Calcula mal, porque Paco, que ya ama a otra mujer, nunca llegará a amarla tanto, tan tierna, tan apasionada, tan incondicionalmente, como en las largas y tenebrosas, interminables sesiones de su desgracia, de sospecha en sospecha, de humillación en humillación, un día, y otro día, y otro más, con la cabeza alta y el corazón en un puño, pensando sólo en una cosa, «hago esto por ti, estoy dispuesto a aguantar lo que me echen, y mucho más, sólo por ti, porque te quiero». En aquel proceso, Francisco Antón aprieta los dientes, mantiene la cabeza alta y, una vez más, se porta como un hombre.

Ella le llama fraccionalista y todos los demás asienten, toman notas, evitan mirarle. Ella le llama personalista, y él la mira a los ojos, para que vea que no se arruga, que no se asusta, que no piensa pedir perdón. Ella se pregunta en voz alta por qué nunca les ha contado que su padre era policía, un traidor, un enemigo del pueblo, un lacayo de las fuerzas opresoras de la clase obrera, y él sigue pensando en otra mujer. Cada noche, cuando la sesión termina, y sus amigos, sus camaradas, se apartan de él como si contagiara la peste, Paco Antón no está solo. Y cada mañana, cuando todo vuelve a empezar, sigue siendo tan valiente como la noche anterior, su fortaleza intacta, sus hombros de hierro, la voz firme en el trance de defenderse de todas las acusaciones que se vuelcan contra él, que se ha enamorado de otra, pero nunca ha sido un traidor.

Dolores, que es más lista que el hambre, es tan tonta, tan tonta, tan tonta, que no comprende a tiempo que el desahogo de su rencor sólo va a servir para afianzar el amor del hombre al que ella ama por otra mujer. Mientras tanto, pierde la oportunidad de ponerse a la altura de sí misma, de su grandeza, de su leyenda, y se comporta como lo que nunca ha querido ser, una beata de pueblo, mezquina, reaccionaria, una esposa legítima conservadora y despechada, como aquellas contra las que levantó una vez a las mujeres de España. Pero cuando la tortura íntima a la que ha escogido someterse, llegue a su final, se dará cuenta de quién ha perdido más.

Aunque Francisco Antón no es expulsado del Partido, la sentencia le degrada hasta el nivel de los simples militantes de base. Pierde su puesto en el Buró Político, todos sus cargos, sus prebendas de dirigente, pero gana una vida nueva. A partir de su desgracia, vivirá en Praga, sin ventaja alguna, trabajando en una fábrica como un refugiado anónimo, pero durmiendo cada noche con la mujer a la que ama, llevando a la escuela, antes de ir al trabajo, a los hijos que ha tenido con ella. Dolores, mientras tanto, está sola.

Ella le hace y le deshace, pero se deshace a sí misma en el esfuerzo supremo de acabar con él. El aliento que sostiene su carrera política, el impulso de esos momentos decisivos en los que se eleva sobre su naturaleza humana para convertirse en un símbolo inmortal, coinciden casi exactamente con los años que dura la gran historia de amor de su vida. Después de 1953, ahíta de rencor, se va apagando poco a poco, hasta recluirse tras su propia y gigantesca imagen como la más bella, la más amada y admirable talla barroca, la que provoca un fervor incomparable, gritos, lágrimas, desmayos, cuando sale en procesión, pero pasa el resto del año a oscuras, encerrada en una capilla pequeña y fresca, recibiendo unas pocas visitas y no todos los días.

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