Inmunidad diplomática (16 page)

Read Inmunidad diplomática Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Ciencia ficción, Novela

La cuarta vez que repitió esta letanía recibió por fin un gemido, a coro, desde el fondo de la sala.

—¡Pero Greenlaw dijo que se lo preguntáramos a usted! —Aunque el aparatito traductor soltó un segundo más tarde algo así como: «¡Césped legal cazador marino inquiriendo unidad de altitud!»

Miles consiguió que Bel le señalara con disimulo a los hombres que habían intentado sobornar al práctico para rescatar sus artículos. Luego pidió a todos los pasajeros de la
Idris
que habían llegado a conocer al teniente Solian que se quedaran y le contaran sus experiencias. Esto pareció provocar la ilusión de que las autoridades hacían algo, y los demás se marcharon rezongando simplemente.

La excepción fue un individuo a quien Miles catalogó, después de una pausa dubitativa, como hermafrodita betano. Alto para ser un herm, la edad que sugerían su pelo plateado y sus cejas se contradecía con su postura firme y la fluidez de sus movimientos. Si hubiera sido barrayarés, Miles habría supuesto que el individuo era un sano y atlético sesentón…, lo cual probablemente significaba que había alcanzado un siglo betano. Un largo sarong de color oscuro y conservador, una camisa de cuello alto y chaqueta de manga larga, para protegerse de lo que un betano sin duda interpretaría como el frío de la Estación, y bonitas sandalias de cuero completaban un atuendo de aspecto caro al estilo betano. Los hermosos rasgos eran aguileños, los ojos oscuros, líquidos y agudamente observadores. Tan extraordinaria elegancia era algo que Miles tendría que haber recordado, pero no consiguió ir más allá de una sensación de familiaridad. Maldita criocongelación… No podía decidir si era un recuerdo verdadero, revuelto como tantos otros recuerdos por los traumas neurales del proceso de resurrección, o uno falso, aún más distorsionado.

—¿Práctico Thorne? —dijo el herm con voz aguda y suave.

—Sí.

También Bel, como no era de extrañar, estudió al compatriota betano con especial interés. A pesar de la digna edad del herm, su belleza provocaba admiración. A Miles le divirtió ver que Bel dirigía la mirada al pendiente betano de la oreja izquierda del desconocido. Por desgracia, era de los que significaban: «comprometido sentimentalmente; no busco».

—Me temo que tengo un problema especial con mi cargamento.

La expresión de Bel volvió a ser neutra; se preparaba sin duda para oír otra triste historia, con o sin soborno.

—Soy pasajero de la
Idris
. Transporto varios cientos de fetos de animales modificados en replicadores uterinos, que requieren atenciones periódicas. Hay que atenderlos otra vez. No puedo posponerlo mucho más. Si no se las cuida, mis criaturas podrían resultar dañadas o incluso morir. —Una mano de largos dedos tiró de la otra, nerviosamente—. Peor, se les termina el plazo. No esperaba un retraso tan largo en mi viaje. Si sigo retenido aquí mucho tiempo, tendrán que ser destruidos, y yo perderé el valor de mi cargamento y de mi tiempo.

—¿Qué clase de animales son? —preguntó Miles con curiosidad.

El alto herm lo miró.

—Cabras y ovejas, principalmente, y algunos otros más especiales.

—Mm. Supongo que podría usted amenazar con soltarlos en la Estación para obligar a los cuadris a vérselas con ellos. Varios centenares de ovejitas correteando por las bodegas de carga… —Esto le valió una mirada extremadamente seca del práctico Thorne. Miles continuó más comedido—: Pero confío en que no haga falta llegar a ese extremo.

—Le trasladaré su petición al jefe Watts —dijo Bel—. ¿Su nombre, honorable herm?

—Ker Dubauer.

Bel hizo una leve reverencia.

—Espere aquí. Vuelvo en un instante.

Mientras Bel se apartaba para hacer una llamada vid en privado, Dubauer, sonriendo levemente, murmuró:

—Muchas gracias por ayudarme, lord Vorkosigan.

—No hay de qué. —Con el ceño fruncido, Miles añadió—: ¿Nos hemos visto antes?

—No, milord.

—Mm. Oh, bien. Cuando estuvo a bordo de la
Idris
, ¿llegó a conocer al teniente Solian?

—¿El pobre joven que todos pensaban que había desertado, pero que ahora parece que no? Lo vi una vez haciendo su trabajo. Nunca hablé con él, para mi pesar.

Miles pensó en hacer pública la noticia de la sangre sintética, pero luego decidió quedarse la información un poco más. Tal vez hubieran cosas mejores y más inteligentes que hacer con ella que mandarla a hacer compañía al resto de los rumores. Unos seis pasajeros de la
Idris
se habían acercado durante esta conversación; esperaban para contar sus propias experiencias con el teniente desaparecido.

Las breves entrevistas fueron de un valor dudoso. Un asesino atrevido sin duda mentiría, pero uno listo simplemente no se acercaría. Tres de los pasajeros se mostraron a la defensiva y cortantes, pero diligentemente precisos. Los otros estaban ansiosos y llenos de teorías que compartir, ninguna en consonancia con que la sangre de la bahía de carga hubiera sido un truco. Miles consideró las ventajas de practicar una entrevista con pentarrápida a todos los pasajeros y tripulantes de la
Idris
. Otra tarea de la que Venn, o Vorpatril, o ambos juntos deberían haberse ocupado ya, maldición. Lástima, los cuadris tenían tediosas reglas sobre esos métodos invasivos. La gente de paso en la Estación Graf estaba fuera del alcance de las más bruscas técnicas de interrogatorio de Barrayar, y los miembros del personal militar barrayarés, a quienes Miles podía tratar como quisiera, estaban muy abajo en su actual lista de sospechosos. La tripulación civil komarresa era un caso más ambiguo: súbditos de Barrayar ahora bajo custodia cuadri.

Mientras tanto, Bel regresó junto a Dubauer, esperó en silencio a un lado con los brazos cruzados y murmuró:

—Puedo escoltarlo personalmente a bordo de la
Idris
para atender su cargamento en cuanto el lord Auditor haya terminado aquí.

Miles cortó la entusiasta teoría criminal del último komarrés y lo despidió.

—He terminado —anunció. Miró el crono de su comunicador de muñeca. ¿Alcanzaría a Ekaterin para almorzar? Parecía dudoso, a esa hora; por otro lado, ella podía pasarse inimaginables cantidades de tiempo contemplando plantas, así que tal vez hubiera una esperanza.

Los tres salieron juntos de la sala de conferencias y subieron las amplias escaleras hasta el espacioso vestíbulo. Ni Miles ni, supuso, Bel entraban jamás en una habitación sin hacer un barrido visual de todos los posibles puntos de observación desde donde pudieran disparar, un legado de años de experiencias desagradablemente compartidas. Así que divisaron simultáneamente la figura situada en el balcón de enfrente, que sostenía una extraña caja oblonga sobre la balaustrada. Dubauer siguió su mirada, lleno de asombro.

Miles atisbó unos ojos oscuros en un rostro lechoso bajo una mata de rizos rojizos, que lo observaba intensamente. Bel y él, a cada lado de Dubauer, reaccionaron espontánea y simultáneamente: agarraron al betano por los brazos y se abalanzaron hacia delante. Brillantes estallidos brotaron de la caja con un estampido ensordecedor. De la mejilla de Dubauer manó sangre mientras el herm caía: algo parecido a un enjambre de abejas furiosas pasó justo por encima de la cabeza de Miles. Luego los tres se arrastraron boca abajo para parapetarse tras las amplias columnas truncadas de mármol que sostenían las flores. Las abejas parecieron seguirlos; fragmentos del cristal de seguridad explotaron en todas direcciones, y trozos de mármol se desparramaron en una amplia fuente. Una rápida vibración llenó la sala, estremeció el aire, el atronador ruido se mezcló con gritos y lamentos.

Miles trató de alzar la cabeza para echar un rápido vistazo, pero Bel se arrojó sobre el otro betano y lo hizo aplastarse contra el suelo. Sólo pudo oír lo que pasó a continuación: más gritos, el súbito cese del zumbido, un fuerte golpe. Una voz de mujer gemía e hipaba en medio del sorprendente silencio, y luego se ahogó entre espasmódicos sollozos. Miles apartó la mano al sentir un beso suave y frío, pero eran sólo unas cuantas hojas y pétalos de flores desgajadas que revoloteaban lentamente por el aire para posarse alrededor de todos ellos.

8

—Bel, ¿quieres quitarte de encima de mi cabeza? —dijo Miles con voz ahogada.

Hubo una breve pausa. Luego Bel rodó y, cautelosamente, se sentó en el suelo, la cabeza encogida entre los hombros.

—Lo siento —dijo Bel a regañadientes—. Por un momento pensé que iba a perderte. Otra vez.

—No te disculpes.

Miles, con el corazón acelerado todavía y la boca muy seca, se incorporó y se sentó, la espalda contra una columna de mármol ahora más truncada que antes. Extendió los dedos para tocar la fría piedra sintética del suelo. Un poco más allá del estrecho e irregular arco de espacio protegido por las columnas de la mesa, una docena de profundas grietas marcaban el pavimento. Algo pequeño y brillante y metálico pasó rodando; Miles intentó sujetarlo pero apartó la mano al notar su ardiente calor.

El hermafrodita maduro, Dubauer, también se sentó en el suelo, y se tocó la cara allá donde manaba sangre. Miles hizo un rápido inventario con la mirada: no había habido otros impactos, aparentemente. Se dio la vuelta, se sacó del bolsillo el pañuelo con el monograma Vorkosigan y se lo tendió en silencio al sangrante betano. Dubauer tragó saliva, lo aceptó y se frotó la pequeña herida. Contempló su propia sangre en el pañuelo un instante, como sorprendido, y luego volvió a colocarlo en su mejilla lampiña.

En cierto modo, pensó Miles, tembloroso, era bastante halagador. Al menos alguien pensaba que era lo bastante competente y efectivo como para resultar peligroso. «O tal vez estoy sobre la pista de algo. Me pregunto qué demonios será.»

Bel apoyó las manos en la columna destrozada, se asomó con cautela y, luego, muy despacio, se puso en pie. Un planetario vestido con el uniforme del hotel llegó corriendo, un poco encorvado, tras sortear la ex pieza central, y preguntó con voz ahogada:

—¿Están ustedes bien?

—Eso creo —dijo Bel, mirando alrededor—. ¿Qué ha sido eso?

—Llegó desde el balcón, señor. La… la persona que había arriba lo dejó caer y huyó. El guardia de la puerta fue tras él.

Bel no se molestó en corregirlo respecto a su género, un claro signo de distracción. Miles se levantó también, y casi se desmayó. Todavía hiperventilando, se abrió paso entre los fragmentos de cristal roto, lascas de mármol, piezas de metal medio derretidas y ensalada de flores. Bel lo siguió. Al otro lado del vestíbulo, la caja oblonga yacía abierta de lado, notablemente abollada. Los dos se arrodillaron para observarla.

—Un remachador automático —dijo Bel al cabo de un instante—. Tiene que haber desconectado… un montón de mecanismos de seguridad para conseguir esto.

Miles consideró que esa explicación era quedarse un poco corto. Pero explicaba la falta de puntería del atacante. El aparato había sido diseñado para lanzar sus clavos con enorme precisión en un radio de milímetros, no de metros. Con todo…, si el asesino hubiera conseguido apuntar a la cabeza de Miles aunque fuera para una andanada corta… Miró de nuevo el mármol destrozado: ninguna criorresurrección podría haberlo recuperado esta vez.

Dioses, ¿y si no hubiera fallado? ¿Qué habría hecho Ekaterin, tan lejos de casa y sin ayuda, con un marido decapitado en las manos antes de que su luna de miel hubiera terminado siquiera, sin ningún apoyo inmediato más que el del inexperto Roic…? «Si me dispararon a mí, ¿cuánto peligro corre ella?»

Lleno de tardío pánico, conectó su comunicador de muñeca.

—¡Roic! ¡Roic, respóndeme!

Pasaron al menos tres agónicos segundos antes de que Roic respondiera:

—¿Milord?

—Dónde estás… no importa. Deja lo que estés haciendo y ve de inmediato con lady Vorkosigan, y quédate con ella. Llévala a bordo de…

¿La
Kestrel
? ¿Estaría a salvo allí? A esas alturas, un montón de gente sabía dónde tenía que buscar a los Vorkosigan. Tal vez a bordo de la
Príncipe Xav
, a buena distancia de la Estación, rodeada de soldados… «Los mejores de Barrayar, Dios nos ayude a todos.»

—Quédate con ella hasta que yo vuelva a llamar.

—Milord, ¿qué está pasando?

—Alguien ha intentado clavarme a la pared. No, no vengas aquí —cortó la incipiente protesta de Roic—. El tipo se escapó y, de todas formas, la seguridad cuadri empieza a llegar.

Dos cuadrúmanos uniformados entraron en el vestíbulo con sus flotadores mientras Miles hablaba. Siguiendo los gestos de un empleado del hotel, uno subió hasta el balcón. El otro se acercó a Miles y su grupo.

—Tengo que tratar con esta gente ahora —dijo Miles—. Estoy bien. No alarmes a Ekaterin. Y no la pierdas de vista. Cierro.

Miles vio cómo Dubauer se incorporaba tras examinar la columna masacrada por los remaches, el rostro muy pálido. El herm, con la mano todavía en la mejilla, estaba visiblemente conmocionado cuando se acercó a mirar el aparato remachador. Miles se levantó.

—Mis disculpas, honorable herm. Tendría que haberle advertido que no permanezca nunca demasiado cerca de mí.

Dubauer miró a Miles. Abrió los labios con asombro y luego dibujó con ellos un pequeño círculo, «Oh».

—Creo que me han salvado ustedes la vida. Yo… me temo que no vi nada. Hasta que esa cosa me alcanzó… ¿Qué era?

Miles se agachó y recogió un remache suelto, uno de cientos, ahora ya frío.

—Uno de éstos. ¿Ha dejado de sangrar?

El herm se quitó el pañuelo de la cara.

—Sí, creo que sí.

—Quédeselo de recuerdo —Miles le tendió el trozo de metal reluciente—. Se lo cambio por mi pañuelo.

Ekaterin lo había bordado a mano, como regalo.

—Oh… —Dubauer dobló el pañuelo sobre la mancha de sangre—. Oh, vaya. ¿Es de valor? Lo haré limpiar y se lo devolveré.

—No es necesario, honorable herm. Mi lacayo se encarga de esas cosas.

El betano parecía apurado.

—Oh, no…

Miles acabó la discusión extendiendo la mano, recuperando la fina tela de entre sus dedos y guardándosela en el bolsillo. La mano del herm intentó seguir el pañuelo, y luego cayó. Miles había conocido a gente amabilísima, pero nunca a nadie que pidiera disculpas por sangrar. Dubauer, desacostumbrado a la violencia física dados los pocos crímenes que se cometían en la Colonia Beta, estaba al borde del colapso.

Una patrullera de seguridad cuadri se acercó con su flotador. Se la veía ansiosa.

Other books

Honor Bound by Moira Rogers
Waiting for Callback by Perdita Cargill
Out of This World by Jill Shalvis
Death Too Soon by Celeste Walker
The Striker by Monica McCarty
The Tank Man's Son by Mark Bouman
Magic Burns by Ilona Andrews
Humbug Mountain by Sid Fleischman