Intercambio (2 page)

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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

Al preferir el vuelo polar sin escalas a Londres en vez del viaje en dos etapas vía Nueva York, Zapp calculaba que había reducido en un cincuenta por ciento sus probabilidades de ser atrapado en semejante hecatombe. Pero este reconfortante pensamiento era contrarrestado por el hecho de que viajaba en un vuelo chárter, y los aviones destinados a estos vuelos (también lo había leído en alguna parte) tienen muchas más probabilidades de estrellarse que los que vuelan en líneas regulares; Zapp deducía que esto era consecuencia de que se trataba de aviones valetudinarios, comprados a las grandes compañías aéreas como chatarra por operadores de tres al cuarto que los revendían una y otra vez a otros operadores, cada vez de menos garantía (el avión en que viajaba, por ejemplo, pertenecía a una compañía llamada Orbis; el nombre en latín era un camelo que no le inspiraba confianza alguna, y Zapp no hubiera tenido inconveniente en apostar que una fotografía ultravioleta revelaría, bajo la última capa de pintura, un palimpsesto con los distintivos de catorce líneas aéreas distintas), las cuales los confiaban a pilotos demasiado viejos, alcohólicos y esquizofrénicos, cuyas manos temblaban como consecuencia de aterrizajes forzosos, tormentas de hielo y secuestros perpetrados por árabes locos o por cubanos nostálgicos que blandían cartuchos de dinamita y empuñaban pistolas de pacotilla. Además, era su primer vuelo a través del charco (sí, Morris Zapp nunca había dejado la protección de la masa terrestre norteamericana y estaba muy orgulloso de ser el único profesor de su universidad que podía envanecerse de ello) y no sabía nadar. El insólito ritual de instrucción, en los primeros minutos de vuelo, para el uso del salvavidas hinchable, le inquietó. Aquel objeto de lona y goma era el sueño de un fetichista, pero Zapp tenía tantas posibilidades de ponérselo en caso de necesidad como de ponerse la faja de la azafata que hacía la demostración. Por otra parte, fueron vanos sus intentos de localizar el salvavidas donde se suponía que debía estar: debajo de su asiento. Sólo su repugnancia a adoptar una postura poco digna ante una rubia de gafas enormes que se sentaba a su lado hizo que no se pusiera a gatas para proceder a una comprobación más minuciosa. Se contentó con dejar caer sus largos brazos de gorila por encima del borde del asiento y rozar con sus dedos la parte inferior discretamente, igual que cuando se dejan los restos de un chicle o una pelotilla. Por un momento, extendiendo su mano cuanto pudo, tocó algo que parecía prometedor, pero resultó ser una pierna de su vecina, que la retiró muy indignada. Se volvió hacia ella, no para disculparse (Morris Zapp nunca se disculpaba), sino para echarle la famosa Mirada Zapp, que dejaba clavada a cualquier criatura humana, desde rectores de universidad a Panteras Negras, a una distancia de veinte metros, pero se encontró ante una impenetrable cortina de cabellos rubios.

Abandonó por fin la búsqueda del salvavidas al reflexionar que, de todos modos, el mar situado bajo su culo por el momento estaba sólidamente helado, lo cual tampoco es que fuera precisamente tranquilizador. No, éste no es el más feliz de los vuelos de Morris J. Zapp. («Jehová», les respondía con un murmullo, torciendo la boca, a las chicas que le preguntaban cuál era su segundo nombre; nunca fallaba: las mujeres desean ser folladas por un dios, ése es el origen de todas las religiones. «No tienen más que recordar los mitos: Leda y el Cisne, Isis y Osiris, María y el Espíritu Santo.» En una de las ocasiones en que Zapp pronunció esta frase en su seminario para posgraduados, tuvo que dejar clavados en sus asientos con su Mirada a un par de monjas que parecían a punto de revolucionarse.) Hay algo raro, se decía a sí mismo, en este avión; no se trataba del increíble nombre latino de la compañía, ni del salvavidas perdido, ni del contraste entre los miles de millones de toneladas de hielo que tenía debajo y el minúsculo cubito que se deshacía en el whisky ante él: allí ocurría algo, algo que no había concretado todavía. Aprovecharemos que Morris Zapp medita sobre este problema para explicar las circunstancias que les han llevado a él y a Philip Swallow a los cielos polares a la misma hora imprecisa (porque en ese momento los relojes de los pasajeros de ambos vuelos indican una hora que no es la correcta).

Entre la Universidad del Estado de Euforia (familiarmente llamada la Eufórica) y la Universidad de Rummidge existe, desde hace tiempo, un convenio de intercambio de profesores durante el segundo semestre de cada año académico
[1]
. Cómo se vincularon de esta manera dos universidades tan diferentes por su carácter y tan separadas geográficamente, es fácil de explicar. Resulta que los arquitectos de los campus de ambas universidades tuvieron la misma idea —con absoluta independencia el uno del otro— para la característica más distintiva de su proyecto: una réplica de la torre inclinada de Pisa, construida con piedra blanca y de tamaño dos veces mayor que el original en la Eufórica, y con ladrillo rojo y a escala idéntica en Rummidge, pero en los dos casos completamente vertical. El convenio de intercambio fue ideado para señalar esta coincidencia.

Según el acuerdo original, cada visitante percibiría el salario al cual le dieran derecho su rango y antigüedad según el escalafón de la institución anfitriona; pero como ningún estadounidense podría sobrevivir más allá de unos pocos días con el estipendio mensual que se percibe en Rummidge, la Eufórica abona la diferencia a los miembros de su claustro de profesores a la vez que paga a sus visitantes británicos un sueldo como nunca habían soñado y les otorga indiscriminadamente el título de catedrático visitante. No sólo en este detalle tiende a favorecer el convenio a los participantes británicos. Euforia, ese pequeño y densamente poblado estado de la costa occidental de los Estados Unidos, situado entre California del Norte y California del Sur, con sus montañas, lagos y ríos, con sus bosques de secuoyas, sus playas doradas y su bellísima bahía, en una de cuyas orillas se encuentra la Universidad del Estado, emplazada en Plotino, que mira hacia la atrayente y rutilante ciudad de Eseyefe, que se extiende por la otra, es considerado por muchos cosmopolitas expertos uno de los entornos más agradables del mundo. Ni siquiera sus ediles más chauvinistas se habrían atrevido a decir lo mismo de Rummidge, una ciudad grande que se desparrama sin gracia por las Midlands inglesas en la encrucijada de tres autopistas, veintiséis líneas férreas y media docena de canales de aguas estancadas.

No acaban aquí las diferencias. Gracias a una rigurosa explotación de sus riquezas, la Eufórica había podido convertirse en una de las mayores universidades de los Estados Unidos, mediante la contratación de los más distinguidos eruditos que pudo encontrar, a los que retenía con una generosa provisión de laboratorios, biblioteca, becas para investigación y bonitas secretarias de largas piernas. En el año de gracia de 1969 la Eufórica había alcanzado quizá su punto culminante como centro de enseñanza, y se iniciaba su proceso de decadencia —debido en parte al acelerado ritmo de disrupción de las actividades que imponían los estudiantes concienciados políticamente y en parte a las medidas para contrarrestar la agitación adoptadas por el gobernador del estado, el derechista Ronald Duck, un ex actor conocido familiarmente como el «Pato Ronald»—. Pero era tan elevada la categoría del personal docente y tan grande la acumulación de recursos, que habrían de pasar muchos años para que su fama resultara seriamente dañada. La Eufórica, en resumen, era todavía un nombre prestigioso en las salas de profesores del mundo entero. Rummidge, por su parte, nunca había sido más que una institución de segunda categoría en tamaño y en reputación, y últimamente había sufrido el humillante destino de la mayoría de las universidades inglesas que se encontraban en su misma situación: de fundación relativamente reciente, después de competir esforzadamente durante cincuenta años con dos universidades valoradas sobre todo por su antigüedad, se veía, cuando parecía que había alcanzado una relativa igualdad con ellas, nuevamente superada, pero ahora por una serie de universidades valoradas sobre todo por su modernidad. La actitud que predominaba en ella era, por consiguiente, de disgusto y desánimo, más o menos la misma que hubiera podido darse en el seno de la clase media de una sociedad que no hubiera conocido la revolución burguesa, sino que hubiera pasado directamente del dominio de la aristocracia al del proletariado.

Por esta y por otras razones, los profesores más destacados de la universidad se disputaban con afán el honor de representar a Rummidge en la Eufórica, mientras que ésta, a decir verdad, algunas veces tenía dificultades para encontrar a alguien dispuesto a ir a Rummidge. Los claustrales de la Eufórica, miembros de un cuerpo de élite, que reciben becas y asignaciones con la misma facilidad con que a los vulgares mortales les regalan calcetines, no se proponían enseñar cuando iban a Europa, y mucho menos en Rummidge, una institución de la que pocos de ellos habían oído hablar. De ahí que los profesores estadounidenses que deseaban ir a Rummidge solieran ser jóvenes o mediocres (o ambas cosas), decididamente anglófilos, que no encontraban otro medio de ir a Inglaterra, o, muy raramente, especialistas en algunas de las esotéricas disciplinas en que Rummidge, con el apoyo de la industria local, había alcanzado una supremacía incuestionable: la tecnología de los electrodomésticos, las ciencias del neumático y la bioquímica de las semillas del cacao.

Sin embargo, el intercambio de Philip Swallow y Morris Zapp constituía una inversión de las pautas habituales. Zapp no era mediocre, ni mucho menos, pero Swallow sí. Zapp había publicado artículos en los
Proceedings of the Modern Language Association
cuando era todavía estudiante; al ofrecerle la Eufórica su primer empleo, un puesto envidiable, exigió presuntuosamente como salario el doble de lo normal, y se lo dieron; había publicado cinco libros en los que daba muestras de una increíble inteligencia (cuatro de ellos sobre Jane Austen) antes de cumplir los treinta años, y a esa misma temprana edad se convirtió en catedrático. Swallow era un profesor adjunto apenas conocido fuera de su departamento, sólo había publicado algunos ensayos y reseñas, sus ingresos habían subido lentamente según los aumentos anuales y por aquel entonces se había quedado estancado, con pocas esperanzas de mejorar su situación. No es que Philip Swallow careciera de inteligencia y capacidad, pero le faltaban ambición, voluntad y «vista» profesional, cualidades que Zapp poseía en abundancia.

A este respecto, ambos eran ejemplos característicos de los sistemas de educación que los habían formado. En los Estados Unidos no es difícil conseguir una licenciatura. Al estudiante se le deja a merced de su propia iniciativa y acumula a su gusto los créditos que necesita, hacer trampa es fácil, y no hay demasiado suspense ni ansiedad acerca del resultado final. El chico (o la chica) queda así en libertad de prestar toda la debida atención a los intereses normales de la adolescencia: deportes, alcohol, diversiones y el sexo opuesto. Es cuando quiere doctorarse cuando realmente empieza la presión, cuando se pule y se disciplina al estudiante mediante una serie de cursos agotadores y de exigencias rigurosas hasta que se le considera digno de ser premiado con el doctorado. Para entonces han invertido tanto tiempo y tanto dinero en los estudios, que no puede pensar en otra carrera que la universitaria y está dispuesto a alcanzar el éxito en ella como sea, pues de lo contrario la vida le resultaría insoportable. En resumidas cuentas: está convenientemente aleccionado para ingresar en una profesión tan imbuida del espíritu de libre competencia como Wall Street, en la que cada investigador-profesor firma un contrato individual con su empresario y es dueño de ofrecer sus servicios al mejor postor.

En el sistema británico, la lucha empieza y termina mucho antes. Cuatro veces, según nuestras disposiciones sobre la enseñanza, es seleccionado el rebaño humano
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: a los once años, a los dieciséis, a los dieciocho y a los veinte; y puede considerarse feliz el que supera el obstáculo en cada ocasión, sobre todo en la última, el llamado examen final. El nombre ya indica que lo que ocurra después carece de importancia. El licenciado británico es un alma que se siente sola y abandonada, un ser inseguro de lo que hace y que no sabe a quién trata de complacer. Se le reconoce en los salones de té cercanos a la Biblioteca Bodleiana de Oxford y al Museo Británico de Londres por sus ojos apagados y su mirada ausente, como la de esos veteranos de guerra para quienes nada ha sido real desde la Gran Ofensiva. Si una vez licenciado consigue un puesto docente, no se enfrentará con demasiados problemas a corto plazo, dado que en las universidades británicas los empleos son prácticamente vitalicios y todo el personal es retribuido según la misma escala de sueldos. Pero al llegar a cierta edad, cuando las promociones y las cátedras empiezan a preocupar a un hombre, puede que mire con nostalgia su pasado, los días en que su intelecto era vivaz y veía las cosas con claridad, y estaba dedicado a un propósito único y positivo.

Philip Swallow había sido hecho y deshecho por el sistema precisamente de esta manera. Le gustaban los exámenes y siempre se lucía en ellos. Los exámenes finales habían sido, en muchos sentidos, el momento supremo de su vida. Soñaba a menudo que los pasaba de nuevo, y eran unos sueños realmente felices. Despierto, podía recordar sin dificultad las preguntas que había elegido para responder en cada examen aquel caluroso y lejano junio. En los meses precedentes se había preparado con atención minuciosa, llenando su mente de conocimientos destilados gota a gota, hasta que casi rebosaban en la víspera del primer examen («Textos en inglés antiguo de acuerdo con el cuestionario»). Durante diez días, cada mañana, llevó su precioso vaso a la sala de exámenes y vertió una cantidad regulada de su contenido en unas hojas de papel rayado. Día tras día, el contenido del vaso bajó, hasta que el décimo se agotó: el vaso quedó vacío, y su mente, también. En los años que siguieron trató de volverla a llenar, pero nunca consiguió los mismos resultados. Le faltaba motivación: no había un día del Juicio Final para el cual tuviera que acumular conocimientos, de manera que tendió a dejarlos escapar tan rápidamente como los adquiría.

Philip Swallow sentía auténtico amor por la literatura en todas sus formas. Se sentía tan feliz con
Beowulf
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como con Virginia Woolf, con
Esperando a Godot
como con
La aguja de Gammer Gurton
[4]
, y en los momentos en que no tenía a mano algo más noble, leía con atención lo impreso en la parte posterior de las cajas de cereales, la letra menuda de los billetes de ferrocarril y los anuncios que aparecen al dorso de los librillos de sellos
[5]
. Pero este indiscriminado entusiasmo le impedía señalarse un «campo» para cultivarlo como propio. Al principio se había dedicado al estudio de la obra de Jane Austen, pero después su atención se dispersó en temas tan variados como los sermones medievales, la imaginería de los sonetos isabelinos, las tragedias heroicas de la Restauración, los romances de ciego del siglo XVIII, las novelas de William Godwin
[6]
, la poesía de Elizabeth Barret Browning
[7]
y las premoniciones del teatro del absurdo en las obras de George Bernard Shaw. No había llevado a término ni uno solo de estos proyectos. Pocas veces, a decir verdad, había terminado de elaborar una bibliografía preliminar antes de que distrajera su atención un interés nuevo o revivido por un tema completamente diferente. Corría de aquí para allá entre los estantes de la literatura inglesa como un niño en una juguetería: le costaba tanto elegir un tema con preferencia a los demás, que al final se marchaba con las manos vacías.

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