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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

Pero había un aspecto en el cual Philip era reconocido como una autoridad, aunque sólo dentro de los confines de su departamento. Era un examinador fuera de lo común: escrupuloso, concienzudo, exigente, pero justo. Nadie era capaz de decidir como él si un estudiante merecía ser aprobado o suspendido por unas décimas de punto, ni de justificar su decisión con una lógica y una convicción tan absolutas. En las reuniones del departamento en que se discutían los cuestionarios de examen era muy temido por sus colegas por su perspicacia para las frases ambiguas, la repetición de preguntas en exámenes de años anteriores, el descuido que pudiera permitir a los candidatos duplicar material en dos respuestas. Sus propios cuestionarios eran obras de arte en las que trabajaba durante horas y horas corrigiendo y puliendo, sopesando cada palabra, jugando diestramente con las alternativas y las ambivalencias, equilibrando sensatamente las preguntas difíciles sobre autores populares con otras fáciles sobre autores poco conocidos, invitando a los examinandos a considerar, ilustrar, comentar, analizar, responder, hacer juicios comparativos o (como último recurso) discutir brillantes e irónicos comentarios de su propia invención que hacía pasar por citas de críticos anónimos.

Un colega le había dicho una vez que debería publicar sus cuestionarios de exámenes. Esta sugerencia no era más que una burla, pero Philip quedó prendado de la idea, y durante unas pocas horas de aturdida exaltación la vio como una solución llovida del cielo para su esterilidad profesional. Imaginó una obra crítica de concepción totalmente revolucionaria, un estudio conciso, pero completo, de la literatura inglesa, consistente en preguntas y nada más que preguntas, impreso elegantemente, con grandes espacios en blanco entre ellas, unas preguntas que eran milagros de condensación, de elocuencia y de reflexión, unas preguntas para leer y releer, para meditar, enigmáticas como haikais, memorables como proverbios, unas preguntas que contendrían en sí mismas, por así decirlo, la esencia embrionaria, sutilmente sugerida, de las respuestas correspondientes.
Colección de preguntas literarias
, por Philip Swallow. Un libro comparable a los
Pensamientos
de Pascal o las
Investigaciones filosóficas
de Wittgenstein…

Pero el proyecto no había avanzado más que los otros, más ortodoxos, que había acariciado anteriormente, y, entre tanto, los estudiantes de Rummidge habían empezado a manifestarse exigiendo la abolición de los exámenes convencionales, de manera que aquella peculiar habilidad suya corría peligro de convertirse en algo completamente inútil. Algunas veces, en los últimos tiempos, se había preguntado si era hombre idóneo para la carrera que había comenzado unos quince años antes, no por elección personal, sino por simple inercia, a causa de su extraordinario examen final.

Al licenciarse le concedieron automáticamente una beca, y aceptó la sugerencia de su profesor de escribir una tesis acerca de las obras de juventud de Jane Austen para conseguir un master en literatura. Transcurridos casi dos años, su trabajo distaba mucho de estar terminado, y, pensando que un cambio de ambiente podía serle provechoso, solicitó una beca para los Estados Unidos y una plaza de profesor adjunto en la Universidad de Rummidge. Con gran sorpresa suya, le concedieron ambas cosas (de nuevo jugaba a su favor su extraordinario examen final), y Rummidge ofreció generosamente aplazar su incorporación hasta el año siguiente a fin de que no tuviera que renunciar a una de ellas. En realidad, para entonces ya no tenía ganas de ir a los Estados Unidos, pues se había enamorado de una licenciada llamada Hilary Broome, que preparaba una tesis sobre la poesía pastoril inglesa de la época neoclásica pero le pareció que la beca era una oportunidad que no podía despreciar a la ligera.

De modo que se fue a Harvard, donde se sintió muy desventurado durante los primeros meses. Como trabajaba por su cuenta, intentando terminar su tesis, hizo pocas amistades. No tenía coche, porque no sabía conducir, de modo que tenía dificultades para desplazarse con libertad. Su timidez y una lealtad vaga e indefinida a Hilary Broome le impedían frecuentar la compañía de las chicas de Radcliffe
[8]
. Adoptó la costumbre de dar largos paseos solo por las calles y los alrededores de Cambridge, la de Massachusetts, durante los cuales le seguían coches de la policía, pues ver pasear a alguien sin rumbo determinado despertaba inevitablemente las sospechas de los agentes. Se le cayeron los empastes que, prudentemente, se había hecho poner en las muelas antes de alejarse del manto protector de la Seguridad Social, y un altanero dentista de Boston le informó de que necesitaba inmediatamente reparaciones en su dentadura por valor de mil dólares. Como esta cifra era casi un tercio de su estipendio total, Philip pensó que había encontrado el pretexto verosímil para renunciar a la beca y regresar con todos los honores a Inglaterra. Pero la fundación que se la había concedido se ofreció a cubrir la totalidad de la cuenta del dentista con cargo a sus aparentemente inagotables fondos, así que, en lugar de volverse, Philip le escribió a Hilary Broome para pedirle que se casara con él. Hilary, que empezaba a aburrirse de la poesía pastoril inglesa de la época neoclásica, devolvió los libros a la biblioteca, compró un traje de novia de confección en C&A y tomó el primer avión para reunirse con él. Los casó en Boston un pastor episcopalista a las tres semanas justas de que Philip le propusiera el matrimonio a Hilary.

Una de las condiciones de la beca era que los becados viajaran a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos, para lo cual se les proporcionaba generosamente un coche alquilado. A modo de luna de miel, y para escapar del crudo invierno de Nueva Inglaterra, los novios decidieron emprender el viaje inmediatamente. Hilary se puso al volante del gigantesco Chevrolet Impala, flamante, que les habían proporcionado, y partieron rumbo al sur, en dirección a Florida; de vez en cuando se apartaban de la carretera y hacían fogosamente el amor en el asiento trasero del coche, asombrosamente amplio. Dejaron Florida y atravesaron sin prisas los estados del Sur hasta que llegaron a Euforia y se instalaron para pasar el verano en un ático, en lo alto de una colina de la ciudad de Eseyefe. Desde su cama de matrimonio veían, al otro lado de la bahía, las verdes laderas de Plotino, donde está el campus de la Eufórica.

Esta larga luna de miel fue fundamental para que a Philip Swallow se le revelaran todas las posibilidades que le ofrecía aquella experiencia americana. Descubrió en sí mismo un insospechado apetito, largo tiempo dormido, por los placeres sensuales, que satisfizo no sólo con Hilary en el lecho conyugal, sino también con las sencillas comodidades del modo de vida americano: las duchas, la cerveza fría, los supermercados, las piscinas de agua tibia al aire libre, los helados de diversos sabores. Brillaba el sol. Philip se sentía relajado, seguro de sí mismo, feliz. Aprendió a conducir y recorrió con el majestuoso Impala las carreteras que suben y bajan igual que en una montaña rusa por las colinas que rodean a Eseyefe, con la despreocupación de un nativo y la radio a todo volumen. Frecuentó los sótanos y los cabarets satíricos del South Strand, donde la generación beat daba por aquel entonces sus recitales de jazz y poesía, y se sintió arrebatadamente vinculado al
Zeitgeist
. Terminó su tesis casi sin darse cuenta. Fue el último proyecto de importancia que llevó a buen fin.

En septiembre, al embarcar para Inglaterra, Hilary estaba embarazada de cuatro meses. Llovía a cántaros la mañana que llegaron a Southampton, y Philip pilló un resfriado que le duró más o menos un año. En Rummidge alquilaron, para seis meses, un piso amueblado, húmedo y con corrientes de aire; después de nacer el niño, se mudaron a una casa adosada pequeña, húmeda y con corrientes de aire. De esta casa pasaron, tres años más tarde, con otra criatura y una tercera en camino, a una mansión victoriana, grande, húmeda y con corrientes de aire. Hilary tuvo que dejar su trabajo para atender a los niños. El sueldo de Philip era escaso y pasaron pequeñas privaciones, al igual que le ocurría por aquel entonces a la mayor parte de la gente como los Swallow. Quizá a Philip no le hubiera importado de no haber conocido una existencia más rica en todos los aspectos. A veces miraba las fotografías de él y de Hilary en Euforia, tostados por el sol, confiados y alegres, y, pasándose una mano por el pelo, que empezaba a ralear, contemplaba aquellas figuras, maravillado y nostálgico, como si viera, con envidia, a unos parientes ricos y distantes a los que nunca hubiese conocido personalmente.

Por eso ahora a Swallow le brillan los ojos mientras está sentado en un Boeing de la BOAC, bebiendo a pequeños sorbos un zumo de naranja; por eso, a pesar de que el avión cabecea y se balancea de una manera aterradora debido a lo que el capitán ha descrito con voz tranquilizadora, dirigiéndose a los pasajeros, como «el paso por un punto de moderada turbulencia», no desearía encontrarse en ningún otro lugar. Aunque ha seguido la historia reciente de los Estados Unidos en los periódicos, aunque sabe que ese país se ha convertido en una tierra más violenta y melodramática de lo que había sido nunca, dividida por las diferencias de raza y de ideología, traumatizada por los asesinatos políticos, con los campus universitarios en abierta rebeldía, las ciudades en permanente atasco y los campos envenenados y devastados, para él es todavía, sentimentalmente, una especie de paraíso, el lugar donde una vez fue feliz y libre y donde espera volver a serlo. Piensa, con satisfacción sencilla e infantil, en todo lo que le espera: en los días soleados, en las bebidas con hielo —sobre todo en eso, en las bebidas—, en las fiestas, en el tabaco bueno y barato y en una variedad infinita de helados; en que le llamen «catedrático»; en que anónimas telefonistas le feliciten por su acento; en ser objeto de interés simplemente por el hecho de ser británico; y en recuperar su dominio del modo de hablar americano, algo oxidado por los años transcurridos sin practicarlo.

Cuando Philip volvió de la beca, los americanismos recién adquiridos se marchitaron muy pronto en sus labios ante las miradas de incomprensión y reproche de los estudiantes y de sus colegas de Rummidge. Diez años después resultaba admisible —de hecho, se había puesto de moda— soltar algún que otro giro americano (tanto erudito como vulgar) en los círculos universitarios británicos, pero (ésa era la historia de su vida) era demasiado tarde para que él cambiara. Su estilo era ya el de un típico inglés de los pies a la cabeza, y su lenguaje, de una inmaculada pureza. No obstante, el habla de los americanos conservaba para él un encanto íntimo y sutil. ¿Era quizá el legado de una infancia que transcurrió durante la guerra? ¿Acaso las películas de Hollywood y los ejemplares ajados del
Saturday Evening Post
habían establecido en aquellos años cruciales una profunda relación psíquica entre el inglés americano y las golosinas de que se vio privado por el racionamiento? Tal vez, pero había también un atractivo puramente estético, más difícil de analizar: una música tenue de acentos desplazados, graciosas contracciones, bellas redundancias y expresivos tropos, que Philip volvía a escuchar ahora que las costas de Gran Bretaña se alejaban y las de los Estados Unidos corrían a su encuentro. Igual que una vieja solterona que al recibir una herencia importante e inesperada hubiera salido inmediatamente hacia París y en su compartimiento del Flecha Dorada, inclinada hacia adelante, practicara con impaciencia, afanosamente, las frases francesas que recordaba de la escuela, de los menús de restaurante y de los lejanos viajes de un día a Boulogne, Philip Swallow, atado (a causa de la turbulencia) a su asiento del Boeing, movía los labios y la lengua y trataba de emitir una serie de palabras y frases medio olvidadas —cuyo sonido era ahogado por el ruido de los motores— intentando reproducir el característico modo de hablar de los americanos.

Philip Swallow no es una vieja solterona, sino un hombre casado y padre de tres hijos, pero en esta ocasión también viaja solo. Y el privilegio de tener que preocuparse sólo de sí mismo lo llena de alegría. Aunque le avergüence reconocerlo, eso le pondría alegre aunque volara hacia la Mongolia Exterior. Ahora, por ejemplo, la azafata le sirve una comida, que no sabría cómo calificar —tanto podría ser el almuerzo como la cena, pero a casi ocho mil metros por encima del globo terráqueo, que sigue dando vueltas, no hay quien pueda saberlo y, además, no tiene la menor importancia—, que parece muy tentadora: salmón ahumado, pollo con arroz, helado de melocotón, presentados en una elegante bandeja dividida en compartimientos; además hay queso y galletitas envueltos en celofán, cubiertos desechables, un salero y un pimentero a escala de casa de muñecas. Se lo come todo lentamente, saboreándolo; acepta una segunda taza de café y abre un paquete de cigarrillos libres de impuestos ostentosamente largos. Y eso es todo. Nadie le pide que le corte el pollo, y no tiene que garantizarle a nadie que el salmón ahumado es un bocado exquisito; ninguna bandeja próxima vuela de pronto por los aires para caer ruidosamente al suelo; nadie arranca bruscamente la taza de café de sus labios provocando que su ardiente contenido se derrame sobre su bragueta; su traje no guarda recuerdos de la comida en forma de migas de galletitas con mantequilla, de manchas de helado de melocotón o de residuos de mayonesa. Bien mirado, se dice, la ingravidez que se siente en el espacio o al dar un paseo por la Luna debe de ser algo muy parecido a la sensación que él experimenta ahora: una insólita sensación de alegría y de libertad, una brusca reducción del esfuerzo habitualmente requerido para los movimientos físicos ordinarios. Y esto no sólo sucederá hoy, sino que durará seis meses completos. Acaricia para sí esta idea con culpable alegría, porque no puede absolverse completamente de la acusación de haber abandonado a Hilary, que en este mismo instante quizá esté corrigiendo severamente los malos modales de los jóvenes Swallow en la mesa.

Pero le consuela pensar que él no planeó la deserción. De hecho, Philip Swallow nunca solicitó participar en el convenio de intercambio Rummidge-Euforia, en parte por una más que justificada modestia en cuanto a sus merecimientos, y en parte porque hacía tiempo que consideraba que sus responsabilidades domésticas le obligaban y le ataban demasiado para pensar en tales aventuras. Como le dijo a Gordon Masters, el jefe de su departamento, cuando le preguntó si había pensado alguna vez en aspirar al intercambio con Euforia:

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