Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) (37 page)

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Authors: John Gribbin

Tags: #Ciencia, Ensayo

Transcurridos unos pocos años, Eddington demostró cómo, incluso mediante la aplicación de las leyes más sencillas de la física, se podía descubrir profundos secretos relativos a la naturaleza de las estrellas. Si una estrella está en equilibrio —es decir, no se está contrayendo ni expandiendo— la fuerza de la gravedad que se ejerce hacia el interior debe ser compensada por la presión hacia el exterior de la materia caliente contenida en el interior de la estrella. Las leyes de la física nos dicen que una esfera de gas que contenga una cierta cantidad de materia y que se mantenga por su presión interna, debe tener un determinado tamaño, una determinada temperatura central y ha de radiar una determinada cantidad de energía, venga de donde venga esta energía. La masa del Sol se ha conocido con bastante exactitud a partir del modo en que su atracción gravitatoria influye en las órbitas de los planetas. En el caso de muchas otras estrellas, sus masas se pueden calcular de una manera similar porque gran cantidad de ellas tienen a otras estrellas como compañeras, formando sistemas binarios. Si las estrellas binarias están lo bastante cerca de nosotros como para que podamos medir las propiedades orbitales de las dos estrellas cuando se mueven una en tomo a la otra, entonces sus masas se pueden también calcular (la espectroscopia interviene aquí de nuevo, porque la variación de la frecuencia por el efecto Doppler en las líneas espectrales de las estrellas nos dice a qué velocidad se están moviendo en sus órbitas).

La cantidad de energía que produce una estrella puede también calcularse, midiendo su brillo aparente en el cielo y teniendo en cuenta a qué distancia está. Aquí es donde aparece la necesidad de medir distancias.

No fue sino al final de la década de 1830 cuando se midieron las primeras distancias exactas a las estrellas más cercanas. La técnica utilizada fue la triangulación, exactamente la misma técnica que utilizan los topógrafos en la Tierra, cuando miran un objeto distante desde dos puntos de una larga línea base cuidadosamente medida y se utilizan los ángulos que forma esta línea con las dos visuales para calcular la distancia al objeto a partir de nuestro conocimiento de las propiedades de los triángulos. La línea base utilizada en este tipo de topografía astronómica es el diámetro de la órbita que describe la Tierra en torno al Sol.
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Las observaciones se realizan con un intervalo de seis meses, cuando la Tierra se encuentra en lados opuestos de la órbita y unas pocas estrellas cercanas están lo bastante próximas como para que parezca que, durante este intervalo, se mueven ligeramente con respecto al trasfondo de otras estrellas distantes. Este efecto se conoce como paralaje y es exactamente igual al que se produce cuando extendemos un brazo horizontalmente, levantamos un dedo y lo miramos, cerrando primero un ojo y luego el otro: parece que en ese intervalo de tiempo el dedo se mueve en relación con los objetos que están mucho más distantes. Dado que los ángulos se miden en segundos de arco, de esta técnica resultan distancias medidas en términos del cociente entre segundos de arco y paralaje, expresándose el resultado en parsecs. Un parsec es algo más de 3'25 años luz, es decir, bastante más que 206.000 veces la distancia de la Tierra al Sol.

Las primeras estrellas cuyas distancias se midieron, hace algo más de siglo y medio, fueron 61 del Cisne (a una distancia de 3'4 parsecs o algo más de 11 años luz), de la Lira (8'3 parsecs o 27 años luz) y del Centauro, de la que se sabe actualmente que es un sistema múltiple de estrellas en el que está incluida la estrella más cercana al Sol, situada a una distancia de l'3 parsecs (4'3 años luz). El sistema estelar más próximo al Sol se halla a una distancia que es siete mil veces la distancia media de Plutón al Sol. Durante la pasada década, se midieron con una precisión exquisita las distancias a muchas estrellas algo menos cercanas, y se hizo utilizando esta técnica, por medio del satélite Hipparcos, que recorre una órbita libre del oscurecimiento causado por la atmósfera terrestre. Aprovechando el modo en que algunas estrellas todavía más lejanas se mueven por el cielo, se han utilizado a lo largo de los años otras técnicas geométricas, con las que se han calculado las distancias a diversas estrellas y clusters (enjambres) de estrellas. Todas estas técnicas en conjunto han demostrado ser adecuadas para proporcionarnos información sobre las distancias a clusters de estrellas que ofrecen los más importantes descubrimientos de la astronomía: las estrellas conocidas como cefeidas variables.

Lo extraordinario de las cefeidas es que su brillo varía de una forma muy regular y que para cada cefeida en particular el período de la variación (el tiempo que tarda en brillar, palidecer y brillar de nuevo) depende del brillo medio real, o luminosidad, de la estrella. Así, si medimos el período de una cefeida y su brillo aparente en el cielo, podemos calcular a qué distancia está, comparando el brillo aparente con el brillo intrínseco determinado por la relación período-luminosidad, del mismo modo que se puede determinar la distancia a una bombilla de 100 vatios midiendo su brillo aparente. Cuánto más débil sea éste, más lejos ha de estar.

Esta técnica sencillamente funciona; se llegó a conocer las distancias a, literalmente, un puñado de cefeidas antes de que se dispusiera de los datos proporcionados por el satélite Hipparcos, y fueron estas pocas estrellas las que se utilizaron para calibrar la relación período-luminosidad. Una vez que se calibró dicha relación, fue posible aplicarla para obtener las distancias a las cefeidas que aparecían formando clusters por toda la Vía Láctea, e incluso en nuestras galaxias vecinas más cercanas (se verá más sobre este tema en el próximo capítulo). Así es como sabemos que la galaxia llamada Vía Láctea es un disco aplanado de aproximadamente 4 kiloparsecs (trece mil años luz) de espesor en su parte central, unos 30 kiloparsecs (98.000 años luz) de longitud máxima, empotrado en un halo esférico de clusters globulares de estrellas que se extiende por un volumen de espacio cuyo diámetro es de 150 kiloparsecs (490.000 años luz). El Sol es una estrella muy corriente, situada en una zona corriente de esta galaxia, a unos 9 kiloparsecs del centro del disco, aproximadamente dos tercios del recorrido que hay desde el centro de la Vía Láctea hasta el borde de este disco, que tiene un radio de 15 kiloparsecs.

Hemos llegado a comprender las vidas de las estrellas de este disco porque podemos (al menos en algunos casos) medir sus distancias y su brillo, determinar sus masas y estudiar su composición utilizando la espectroscopia. También disponemos de otro instrumento de valor incalculable: la estadística. Hay tantas estrellas para estudiar que podemos verlas en todas las fases de sus ciclos vitales y podemos comparar las propiedades observadas en ellas con las predicciones de nuestros modelos por ordenador, el equivalente astronómico de comprobar modelos mediante experimentos. Exactamente del mismo modo, se puede averiguar cómo es el ciclo vital de un árbol estudiando un único bosque durante unas cuantas semanas e investigando los árboles que están en las distintas etapas de su vida, sin tener que estar observando todo el tiempo para ver cómo crece un plantón hasta convertirse en un árbol maduro que a su vez produce plantones.

Las leyes de la física que han de aplicarse para describir lo que sucede bajo las condiciones existentes en el interior de una estrella son particularmente sencillas (mucho más sencillas que las que describen lo que sucede en el interior de un árbol), porque, como ya hemos explicado, los electrones son lanzados fuera de sus átomos bajo estas condiciones de altas temperaturas y presiones elevadas, de tal forma que los núcleos individuales de los átomos se comportan como los componentes de un gas perfecto. Cuando una bola de gas contiene masa suficiente para que suceda esto, formando el llamado plasma de partículas cargadas, entonces las partículas de movimiento rápido convierten parte de su energía cinética en radiación, y esta radiación produce a su vez una interacción con otras partículas cargadas, contribuyendo a crear la presión que mantiene el volumen de la bola de gas, contrarrestando la fuerza de su propio peso. Una estrella incandescente y estable se mantiene por el efecto de una combinación de presión del gas y presión de la radiación. Pero si la bola de gas tiene más de una cierta cantidad de masa, las condiciones en su parte central llegan a ser tan extremas que las partículas de movimiento rápido irradian enormes cantidades de radiación electromagnética, una energía que hace que la estrella estalle en pedazos.

Eddington constató que existen tres, y sólo tres, destinos posibles para una bola de gas en el espacio, cuando se colapsa bajo su propio peso. Si es demasiado pequeña para que se forme un plasma en su interior cuando los electrones son arrancados de los átomos, se convertirá en un globo frío que se mantendrá únicamente gracias a la presión del gas (algo así como Saturno). Si es de un tamaño bastante mayor, puede convertirse en una estrella incandescente, que se mantendrá por una combinación de presión del gas y presión de la radiación. Y, si su tamaño sobrepasa unas dimensiones determinadas, brillará brevemente como un globo de gas extremadamente caliente, antes de estallar en pedazos por efecto de la presión de la radiación. A partir de estas ideas tan sencillas de la física, Eddington dedujo entre qué valores oscilan las masas que permiten a las estrellas estables continuar su existencia. Los números exactos que se obtienen de estos cálculos depende de la composición real que se suponga que tiene la estrella en cuestión, porque el número de electrones disponibles depende de qué átomos (núcleos) estén presentes (un electrón por cada átomo de hidrógeno, ocho por cada núcleo de oxígeno, etc.). Por esta razón, las cifras dadas por Eddington no se corresponden demasiado bien con las versiones modernas de estos cálculos. Sin embargo, los aspectos más amplios siguen siendo válidos, a pesar de que hoy en día, en relación con la composición de las estrellas, tenemos ideas mejores que las que tuvo Eddington en los años veinte.

El astrónomo británico nos pedía que imagináramos una serie de globos de gas de varios tamaños, primero de 10 gramos, luego de 100 gramos, el siguiente de 1.000 gramos, y así sucesivamente. El enésimo globo tiene una masa igual a 10
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gramos. Resulta que, según las leyes básicas de la física, los únicos globos que pueden tener una existencia estable como estrellas incandescentes son los que ocupan los lugares comprendidos entre 32 y 35 dentro de esta serie. Entonces ¿qué pasa si cotejamos esta predicción de las leyes básicas de la física con las observaciones realizadas en el universo real? El globo número 31 de la sucesión anterior tiene una masa de 1031 gramos, que es alrededor de cinco veces la masa de Júpiter. Desde luego, con bastante seguridad, Júpiter es una bola de gas que se mantiene por la presión del mismo, no una estrella incandescente. El globo número 32 de la sucesión anterior tiene una masa de 1032 gramos, que es aproximadamente una décima parte de la masa del Sol. Por lo tanto, una estrella no puede ponerse incandescente hasta ser varias veces mayor que Júpiter y tener alrededor de una décima parte de la masa del Sol; por cierto que el Sol está en el lado correcto de la línea divisoria.
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Y, en el otro extremo, las masas reales de las mayores estrellas conocidas no son más que unas cuantas veces 1035 gramos, es decir, alrededor de 100 veces la masa del Sol. El globo número 35 es realmente el mayor globo que puede formar una estrella estable.

El otro factor clave que surgió de la investigación de Eddington es que todas las estrellas, con independencia de su masa y su brillo, deben tener aproximadamente la misma temperatura en sus núcleos. Eddington calculó que esta temperatura ha de ser de unos 40 millones de grados Celsius, porque se permitió aceptar la presencia de una cantidad bastante excesiva de electrones; la versión moderna de este cálculo reduce esta estimación a 15-20 millones de grados. En su gran obra The Interna! Constitution of Stars (CUP, 1926) Eddington recopila todas estas cuestiones, justo un poco antes de que se llegara a establecer la nueva física cuántica. Utilizando ejemplos de estrellas específicas cuya masa y brillo se conocían, afirmó que aplicando las leyes más sencillas de la física:

Sin entrar en discusiones… tanto si se necesita un aporte [de energía] de 680 ergios por gramo (V Puppis), como si se necesita un aporte de 0'08 ergios por gramo (Krueger 60), la estrella ha de alcanzar los 40.000.000° para conseguirlo. A esta temperatura obtiene un aporte ilimitado.

La razón por la cual todas las estrellas tienen más o menos la misma temperatura interna se debe a la retroalimentación. Si una estrella (cualquier estrella) se contrae un poco, se calentará más en su interior, ya que se libera más energía gravitatoria. Esto hará que se expanda, para restaurar su equilibrio. O bien, supongamos que la estrella en todo caso se expande; este proceso necesitaría extraer energía del núcleo de la estrella, haciendo que se enfriara un poco, de tal modo que la presión caería y la estrella se contraería otra vez. Las estrellas llevan incorporado un termostato que mantiene sus núcleos justo a la temperatura necesaria para que se libere energía subatómica (nuclear).

Dicho sea de paso, esta retroalimentación ayuda a explicar una pregunta con la que generaciones de profesores de astronomía han puesto a prueba a sus estudiantes. La pregunta es sobre el efecto que producen las reacciones nucleares en la temperatura del núcleo de una estrella. La respuesta obvia es que dichas reacciones mantienen caliente a la estrella; sin embargo, esta respuesta está equivocada. Sin estas reacciones nucleares que sirven para producir energía, y con ello una presión hacia el exterior para resistir el tirón de la gravedad hacia el interior, la estrella se contraería y así se calentaría aún más. La función de las reacciones nucleares es mantener el núcleo de la estrella fresco, en términos relativos.

Al principio de la década de 1920, los físicos descartaron el conjunto de las teorías de Eddington, calificándolas de absurdas. La razón era que sabían cuánta energía cinética necesitarían dos protones para chocar con la fuerza suficiente y poder así superar su mutua repulsión eléctrica y fusionarse, produciendo helio, y sabían también que esta energía requeriría temperaturas mucho más elevadas que la que Eddington proponía como temperatura del núcleo de una estrella. Es famoso el hecho de que Eddington se defendió argumentando que «el helio que manejamos tuvo que ser producido en algún momento y en algún lugar» y continuó diciendo, irónicamente, «no estamos discutiendo con el crítico que preconiza que las estrellas no están suficientemente calientes para que este proceso pueda realizarse; lo que hacemos es decirle que vaya y encuentre un lugar más caliente». Esto se suele interpretar como el modo que tenía Eddington de decir a sus críticos que se fueran al infierno. Pero, incluso aunque el libro en el que aparecen estas palabras se estaba ya imprimiendo, la física estaba experimentando una transformación debida a la revolución cuántica.

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