Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) (32 page)

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Authors: John Gribbin

Tags: #Ciencia, Ensayo

El calibre de la diferencia entre nosotros mismos y los otros monos africanos apunta a un fraccionamiento en tres líneas a partir de la línea evolutiva de un antepasado común que vivió hace alrededor de cinco millones de años. Este fraccionamiento se produjo exactamente cuando empezó el modelo distintivo de cambios climáticos que consideramos como normal. Dicho fraccionamiento es tan reciente que parece probable que ese antepasado común de nosotros mismos, de los chimpancés y de los gorilas fuera más parecido al ser humano que a los monos; concretamente, ya había desarrollado una posición erecta. Fue la presión de las repetidas sequías y la necesidad de adaptarse aún mejor a la vida en los bosques lo que convirtió al chimpancé y al gorila en lo que son actualmente, de tal modo que, dando la vuelta a la expresión vulgar habitual, más que decir que el género humano desciende de los monos, tendría más sentido decir que los monos descienden del hombre, o al menos del homínido.
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Debemos nuestra existencia a una especie de efecto de trinquete, resultante de estos ritmos naturales del clima. La tendencia natural sería, según los ritmos de Milankovitch, llevar la situación del planeta hacia atrás, sumergiéndolo en un máximo de glaciación dentro de unos pocos miles de años. Sin embargo, dado que las actividades del ser humano son ahora una parte importante de la maquinaria meteorológica, parece probable que, como resultado, la próxima glaciación se pueda posponer indefinidamente, sea por accidente o a propósito.

La concentración de dióxido de carbono, el principal gas causante del efecto invernadero, es en la atmósfera de sólo un 0'03 por 100, aproximadamente, es decir, 300 partes por millón (ppm). Sin embargo, desde la revolución industrial del siglo
XIX
, ha aumentado de 280 ppm a 350 ppm, y esto es el resultado únicamente de la actividad humana, a saber, de quemar combustibles fósiles y destruir bosques. Esta variación constituye un aumento relativo del 25 por 100 y ya está cambiando la meteorología del planeta. Éste se ha calentado en conjunto un grado (Celsius) desde la década de 1880, y se sigue vertiendo dióxido de carbono a la atmósfera a un ritmo cada vez más rápido. Hasta dónde puede llegar este calentamiento depende de la cantidad de dióxido de carbono que aún se vaya a incorporar al aire y de la velocidad a la que esto se lleve a cabo; sin embargo, los cálculos más moderados sugieren que se producirá un calentamiento de un grado más durante, más o menos, los próximos veinte años, después de los cuales las previsiones serían ya más un asunto de adivinos que de científicos. No obstante, incluso con este calentamiento aparentemente moderado se alcanzarían temperaturas por encima de cualquiera de las que se han dado durante el interglacial actual y, por consiguiente (puesto que es obvio que las temperaturas eran más bajas durante la última glaciación), más elevadas que cualquiera de las que se han dado en la Tierra durante más de cien mil años.

El tiempo meteorológico del siglo
XXI
será distinto de cualquiera de los que se han dado en la Tierra desde que empezó la civilización, teniendo en cuenta que durante la primera mitad de ese siglo el planeta se estará calentando a una velocidad cincuenta veces mayor, aproximadamente, que al final de la última glaciación, cuando el cambio desde el máximo de glaciación hasta las condiciones de máximo interglacial supusieron un calentamiento de unos 8° C durante más o menos cinco mil años. Es imposible predecir qué efecto puede ocasionar en el mundo de los seres vivos un cambio tan dramático del entorno físico. Por lo tanto, escapándonos como los cobardes, no vamos a intentar predecir el futuro clima de nuestro planeta, sino que, en vez de eso, nuestro próximo paso será entrar en el universo en toda su amplitud, desde donde podemos abordar problemas mucho más sencillos, tales como explicar qué es lo que hace que el Sol y las estrellas brillen, y de dónde sacó el Sol su familia de planetas.

El sol y su familia

El Sol es una estrella. Es una estrella de lo más corriente, ni especialmente grande, ni especialmente pequeña, ni especialmente brillante, ni especialmente apagada, y que se encuentra aproximadamente en la mitad de su ciclo vital. La única razón por la que parece diferente de otras estrellas del cielo es porque estamos muy cerca de ella; la Tierra describe una órbita alrededor del Sol a una distancia de sólo 150 millones de kilómetros y tarda un año en realizar el viaje completo. La mayoría de los libros de astronomía (y muchos maestros de escuela) nos dirían que en la familia del Sol hay nueve planetas, incluyendo la Tierra. Sin embargo, esto no es exacto, ya que el más distante (con respecto al Sol) de estos nueve objetos, Plutón, es claramente un objeto de otro tipo, diferente de los otros ocho planetas. Se podría definir más bien como un trozo bastante grande de detritos cósmicos, más parecido a los cometas y a los asteroides que ensucian el sistema solar, que a un planeta auténtico.

Una de las características más obvias de la peculiaridad de Plutón en comparación con otros planetas es que, aunque por término medio sea, desde luego, el planeta más alejado del Sol en el conjunto de los nueve planetas reconocidos, tiene una órbita más elíptica que la de cualquiera de los otros planetas, por lo que a veces (por ejemplo, entre 1979 y 1999) está realmente más cerca del Sol que Neptuno, el más distante de los otros planetas con respecto al Sol. Ningún otro planeta cruza la órbita de ninguno de sus vecinos.

Los astrónomos miden las distancias en el sistema solar utilizando como referencia la distancia media entre la Tierra y el Sol, que se define como una unidad astronómica (1 UA); la distancia media de Plutón al Sol es algo menos de 40 UA, pero la distancia real oscila entre 30 UA y 50 UA en distintos puntos de su órbita. Así, en el punto más distante del Sol, Plutón se encuentra cincuenta veces más alejado que nosotros. Tiene un diámetro de sólo 2.320 km (dos tercios del diámetro de nuestra Luna) y su masa es sólo un 0'3 por 100 de la masa de la Tierra. Plutón va acompañado por una luna llamada Caronte, cuyo diámetro es de 1.300 km (más de la mitad del diámetro de dicho planeta) y describe una órbita alrededor de Plutón a una distancia de tan sólo 19.400 km. Ambos objetos espaciales están constituidos en su mayor parte por agua helada y metano congelado, siendo su densidad media menos del doble de la densidad del agua. Sus superficies están a 50 grados Kelvin (por debajo de menos 220 grados Celsius) y tardan 248 años en describir una órbita completa alrededor del Sol.

Dejando a Plutón a un lado, podemos concentrarnos en los ocho auténticos planetas que son los miembros más evidentes de la familia del Sol, así como en el estudio más detallado de los detritos cósmicos del sistema solar. La familia del Sol se divide en dos grupos de cuatro: por una parte, cuatro planetas rocosos, pequeños, que describen sus órbitas en la parte interior del sistema solar y, por la otra, cuatro grandes planetas gaseosos, que orbitan en la parte exterior del sistema solar. Estos dos cuartetos están separados por una franja de detritos (entre las órbitas de Marte y Júpiter) conocida como cinturón de asteroides.

Todas las estrellas brillantes relucen, como el Sol, porque generan calor en su interior, mediante procesos de fusión nuclear. Sin embargo, los planetas son visibles sólo porque reflejan la luz proveniente del Sol. Por consiguiente, son unos objetos mucho menos luminosos, siendo éste el motivo por el cual hasta hace poco no ha habido pruebas directas de la existencia de planetas que orbiten en torno a otras estrellas. Los astrónomos estaban seguros de que debían estar allí, pero los planetas eran demasiado pálidos para ser vistos. No obstante, en la década de 1990 se hallaron pruebas directas de la existencia de planetas que describen órbitas en torno a otras estrellas, gracias a mediciones extremadamente precisas del modo en que dichas estrellas se balancean en el cielo. El balanceo se interpreta como el efecto de la gravedad de un gran planeta que ejerce una tracción sobre la estrella cuando orbita alrededor de ella, tirando de ésta primero en un sentido y luego en el otro. La técnica sólo revela la existencia de planetas grandes (como Júpiter, el planeta de mayor tamaño en nuestro sistema solar), pero resulta una extrapolación razonable inferir que si se ven planetas como Júpiter en órbita alrededor de estrellas como el Sol, entonces habrá probablemente planetas como la Tierra que describan órbitas alrededor de al menos algunas de esas estrellas.

Otro logro de la década de 1990 ha sido la detección directa de nubes de materia en polvo en un grueso disco que rodea a algunas estrellas jóvenes. Incluso antes de que dichos discos fueran identificados (y fotografiados directamente mediante el telescopio espacial Hubble y otros instrumentos), los astrónomos parecían tener ya un buen modelo del modo en que los planetas del sistema solar pudieron haberse formado a partir de un disco de polvo que rodeaba al Sol cuando era joven. La existencia de unos discos que son exactamente del tipo requerido por este modelo y que describen órbitas en torno a estrellas exactamente iguales al joven Sol (según los modelos astrofísicos, que discutiremos con más detalle en el próximo capítulo) deja poco margen para dudar de que realmente sí comprendemos cómo se formaron el Sol y su familia. Sin embargo, esto no es lo mismo que una comprobación de los modelos mediante experimentos llevados a cabo en los laboratorios. Está claro que no podemos comprobar nuestro modelo de la formación del sistema solar haciendo otro sistema solar.

Esto pone de manifiesto una diferencia importante entre la astronomía y la mayoría de las ciencias de las que ya hemos hablado con anterioridad en este libro, y significa que, hasta cierto punto, los modelos astronómicos son siempre menos satisfactorios que los mejores modelos de que disponemos para procesos que se desarrollan aquí en la Tierra. Sin embargo esta diferencia de calidad puede ser muy pequeña en algunos casos y esperamos poder dejar claro que esto ciertamente no significa que en general los modelos astronómicos no sean más que especulaciones arbitrarias (algunos lo son, pero de ésos no vamos a tratar aquí). Los mejores de estos modelos se verifican por comparación con el modo en que se desarrollan las cosas en el universo real, o mediante simulación por ordenador y, en muchos casos (incluido, por ejemplo, el modo en que las estrellas generan calor), utilizando datos de experimentos realizados en laboratorios situados en la Tierra, en los que se mimetizan al menos algunos de los procesos clave que intervienen en aquellos fenómenos astrofísicos que son de interés.

El mejor modelo que tenemos para explicar cómo se formaron el Sol y su familia de planetas (y otros fragmentos de detritos) relaciona estos acontecimientos con la estructura de toda la galaxia de estrellas (la Vía Láctea) en la que vivimos. El tema de las estrellas se comenta con más detalle en el capítulo 10, pero las características más importantes son que el Sol es una estrella entre unos pocos cientos de miles de millones de estrellas que juntas forman un sistema aplanado, en forma de disco, que tiene aproximadamente un diámetro de cien mil años luz y un espesor de un par de miles de años luz.
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El sistema solar se encuentra a alrededor de dos tercios de la distancia que hay entre el centro y el borde de este disco y, como el resto de la población del disco, describe una órbita alrededor del centro del mismo. Si viajáramos a una velocidad de 250 kilómetros por segundo, tardaríamos unos 225 millones de años en recorrer una órbita completa, un intervalo que se denomina a veces «año cósmico». Como muchas de las otras galaxias en forma de disco, nuestra Vía Láctea se caracteriza por dos rasgos distintivos conocidos como brazos espirales, que se enrollan alejándose del centro. Estos brazos se han puesto de manifiesto por la emisión de radiaciones procedentes de las nubes de gas hidrógeno que contienen.
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Las formas en espiral son ondas de presión, por lo que todo lo que orbita alrededor de la galaxia se aplasta cuando pasa a través de estos brazos. Los brazos equivalentes de otras galaxias se ven brillantes porque contienen muchas estrellas jóvenes calientes y, además, la razón por la que contienen dicho tipo de estrellas es que las nubes de gas y polvo que orbitan alrededor de la galaxia resultan aplastadas por la onda de presión cuando pasan a través de un brazo espiral. Por otra parte, las estrellas de mayor masa que surcan los brazos espirales desarrollan muy rápidamente sus ciclos de vida y explotan, emitiendo ondas de choque que producen un aplastamiento añadido en todas las nubes de gas y polvo que se encuentren próximas.

Las estrellas del disco están distribuidas en grupos y muchas han nacido al mismo tiempo a partir de una única gran nube de gas y polvo que se colapsaba. En primer lugar forman lo que se conoce como un cluster (o enjambre) abierto de estrellas, existiendo más de setecientos de estos clusters abiertos dentro de un radio de ocho mil años luz en torno al Sol. Sin embargo, la cohesión interna de estos clusters por efecto de la gravedad no es lo suficientemente fuerte como para mantener su identidad, por lo que las estrellas individuales se dispersan y se distancian una de otra para seguir las órbitas que describen por la galaxia, de tal manera que después de unos pocos cientos de millones de años no hay ya ningún modo de decir qué estrellas nacieron juntas de una misma nube.

Nuestro Sol se formó de esta manera hace unos cinco mil millones de años y desde entonces ha estado orbitando por la Vía Láctea, habiendo realizado unas 20 vueltas aproximadamente durante toda su vida hasta la fecha actual. La nube de materia a partir de la cual se formaron el Sol y su familia (junto con las otras estrellas de un cluster abierto que ahora aparece ampliamente disperso), estaba constituida casi en su totalidad por hidrógeno (alrededor del 75 por 100) y helio (alrededor del 25 por 100), unos gases que quedaron después del Big Bang en que nació el universo (véase el capítulo 11). Pero esta nube de materia también estaba salpicada de una pequeña cantidad (alrededor del 1 por 100) de elementos más pesados, fabricados todos ellos en el interior de unas estrellas (tal como explicamos en el próximo capítulo) y que se diseminaron por el espacio al morir estas estrellas. Cuando el fragmento de nube interestelar que se iba a convertir en el sistema solar empezó a contraerse, colapsándose bajo su propio peso, su núcleo se calentó, porque al empequeñecerse la nube se liberó energía gravitatoria; si dos objetos se atraen mutuamente por el efecto de la gravedad, obviamente hay que aplicarles una cantidad de energía para separarlos; cuando se aproximan el uno al otro, esa misma cantidad de energía se libera, siendo esto aplicable a cualquier molécula de gas que formara parte de la nube que estaba contrayéndose. Finalmente, su interior llegó a estar tan caliente (a unos 15 millones de grados) que los núcleos de hidrógeno empezaron a convertirse en núcleos de helio, liberándose energía durante este proceso.

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