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Authors: John Gribbin
Tags: #Ciencia, Ensayo
La explicación de Bohr sobre la tabla periódica y sobre los detalles de espectroscopia que ya discutimos en el capítulo 2, incluía el hecho de que cada capa se llenaba en sucesión a medida que íbamos hacia átomos con números atómicos cada vez mayores (pero tuvo en cuenta debidamente los sutiles efectos que producen las tierras raras). Su idea clave, que hizo que la química fuera de una vez por todas una rama de la física, fue la constatación de que, por lo que respecta a sus interacciones con el mundo exterior (es decir, con otros átomos), prácticamente la única cosa que importa en un átomo es el número de electrones que hay en la capa ocupada más externa. Lo que sucede en zonas más profundas del átomo sólo tiene una importancia secundaria.
Ésta es la razón por la cual el hidrógeno, que únicamente posee un electrón, presenta propiedades químicas similares a las del litio, que tiene tres electrones, dos de los cuales están en la capa más interna y el tercero se sitúa en otra más alejada del núcleo. Es el motivo por el cual el flúor, que tiene dos electrones en la capa más interna y siete en la siguiente, muestra propiedades químicas similares a las del cloro, que tiene dos capas llenas (una que contiene dos electrones y otra que contiene ocho) y una tercera, la capa ocupada más externa, que contiene siete electrones más. Y así sucesivamente. Por supuesto, la existencia de las capas internas no se puede ignorar del todo, y tampoco se puede despreciar la masa global del átomo, ya que son factores que hacen que el cloro no sea exactamente igual que el flúor, ni el hidrógeno exactamente lo mismo que el litio. Sin embargo, en cada caso las similitudes son mucho más importantes que las diferencias.
Bohr no tenía idea de por qué una capa que contiene ocho electrones tendría que estar llena (o «cerrada», según su terminología), lo que no tiene importancia para entender la química. Lo que importa es que, por la razón que sea, los átomos parecen tener capas cerradas. Posteriormente, aplicando la mecánica cuántica, fue posible explicar por qué esto tenía que ser así: una capa de electrones llena corresponde a un estado de baja energía para el átomo, y los estados de baja energía siempre son deseables. Sin embargo, no es necesario que nos preocupemos por esto, al igual que Bohr no tenía necesidad de preocuparse por ello en 1922. La idea de Bohr explicaba inmediatamente por qué a ciertos átomos les gustaba unirse para formar moléculas y (lo que es igualmente significativo) por qué otros átomos eran reacios a actuar de esa manera.
El mejor modo de explicar esto es poner un ejemplo. El hidrógeno sólo tiene un electrón en su única capa ocupada, pero le gustaría tener allí dos electrones, para cerrar la capa. El carbono tiene un total de seis electrones, dos de ellos en la capa más interna (que está, por consiguiente, cerrada) y cuatro en la segunda capa. Le gustaría tener ocho electrones en la capa externa ocupada. Una forma de que pueda cumplir su deseo consiste en unirse con cuatro átomos de hidrógeno para formar una molécula de metano (CH
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).
Imaginemos a cada átomo de hidrógeno (o más bien a cada núcleo de hidrógeno) asiéndose mediante la fuerza electromagnética a uno de los cuatro electrones externos del átomo de carbono, mientras que el átomo de carbono (el núcleo) se agarra a cada uno de los cuatro electrones de los cuatro átomos de hidrógeno. Entre los dos núcleos se comparten pares de electrones, de manera que cada átomo de hidrógeno tiene una participación en dos electrones, mientras que el átomo de carbono participa en ocho electrones (más sus dos electrones internos). Desde luego, éste resulta ser un estado más estable (energía más baja) que disponer de cuatro átomos de hidrógeno sueltos y un átomo de carbono también suelto.
El mismo razonamiento explica por qué sustancias como el helio (que tiene su capa más externa llena con dos electrones) y el neón (que tiene una capa exterior llena con ocho electrones, así como una capa interior con dos electrones y también llena) son reacios a cualquier interacción química. No tienen necesidad de ello, es decir, han alcanzado ya el equivalente químico del nirvana.
La clase de enlace químico que se describe mediante esta forma de compartir electrones entre átomos se llama enlace covalente. Un par de electrones compartidos constituye un enlace covalente. Sin embargo, como Bohr observó, existe otro modo de alcanzar el nirvana químico. Pensemos en un átomo que tiene un solo electrón en su capa ocupada más externa; por ejemplo, el sodio, que tiene dos capas llenas (una con dos y otra con ocho electrones) más un electrón solitario en el exterior de dichas capas. La manera más fácil de conseguir una capa exterior cerrada sería librarse de ese electrón más externo, para lo que bastaría con que éste tuviera algún lugar adonde ir.
Pensemos ahora en un átomo que tenga un solo hueco en su capa ocupada más externa; como por ejemplo el cloro, que tiene dos capas llenas (una con dos y otra con ocho electrones) más una tercera capa que contiene siete electrones. El modo más sencillo de formar una capa cerrada consistiría en agarrarse a un electrón suplementario, si hubiera uno disponible. Cuando el sodio y el cloro se unen, cada átomo de sodio puede dar un electrón a un átomo de cloro. Ambos alcanzan así el nirvana químico. Sin embargo, cada electrón que se intercambia lleva consigo una carga eléctrica igual a una unidad negativa, por lo que cada átomo de sodio se queda con una carga eléctrica residual +1, y cada átomo de cloro adquiere una carga eléctrica residual cuyo valor es -1. Dado que las cargas eléctricas opuestas se atraen entre sí, los átomos cargados (conocidos habitualmente como iones) se adhieren eléctricamente para formar cristales de sal común, es decir, cloruro de sodio. Esto se llama un enlace iónico.
Estamos viendo ejemplos claros y directos, pero en muchos casos el enlace químico entre los átomos de una molécula conlleva aspectos tanto del enlace covalente como del enlace iónico. Sin embargo, no es necesario que nos preocupemos por los detalles. Lo importante aquí es que todas las reacciones químicas se pueden explicar de este modo, por el hecho de compartir o intercambiar (o ambas cosas a la vez) electrones entre los átomos, en un intento de alcanzar el deseable estado de tener llenas las capas ocupadas más externas.
Como todos los mejores modelos científicos, el de Bohr formulaba una predicción que se podía comprobar. Esta predicción se comparó con los resultados de varios experimentos y el modelo pasó la prueba con un éxito rotundo.
Incluso en 1922, existían todavía algunos huecos en la tabla periódica de elementos, que correspondían a elementos aún no descubiertos cuyos números atómicos eran 43, 61, 72, 75, 85 y 87. El modelo de Bohr vaticinaba con todo detalle las propiedades de los elementos necesarios para llenar los huecos de la tabla, del mismo modo que Mendeleiev había formulado predicciones similares durante el siglo anterior. Sin embargo, resultaba crucial el hecho de que el modelo de Bohr, para el elemento número 72 (el hafnio) auguraba propiedades diferentes de las que predecían otros modelo rivales. Menos de un año después de haberse hecho esta predicción, el hafnio fue descubierto y bautizado, y además resultó que presentaba justo las propiedades que Bohr había predicho (en el caso de los otros elementos que faltaban, también resultó que tenían las propiedades vaticinadas anteriormente, aunque en estos casos las diferencias entre las predicciones de Bohr y las de otros modelos no eran tan claras).
Todo esto se realizó sin utilizar la idea de ondas de electrones, que no se había descubierto aún por aquel entonces. En una molécula como la de hidrógeno (H
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) se consideraba que cada átomo de hidrógeno contribuía al par con un electrón, estando el par de electrones, más o menos, entre los dos núcleos de hidrógeno, de tal forma que cada núcleo podía disponer de los dos electrones. Sin embargo, la idea de ondas electrónicas aporta una manera de considerar las moléculas que es, en cierto modo, más fácil de entender, una vez que se haya aceptado que cualquier electrón puede realmente dispersarse por un volumen de espacio equivalente al tamaño del átomo o de la molécula, y que no está limitado a un solo punto en la órbita descrita alrededor del núcleo. El volumen que ocupa un electrón en un átomo o una molécula se denomina orbital y en el caso del átomo de hidrógeno el orbital es esencialmente una capa esférica que rodea al núcleo. Cada orbital puede estar ocupado por un máximo de dos electrones, de manera que el espín de cualquiera de ellos sea opuesto al espín del otro.
Actualmente tenemos una visión distinta de la molécula de hidrógeno, que no es la que ofrecía el modelo de Bohr de 1922. En vez de los dos electrones puntuales situados en el espacio que hay entre los dos núcleos, lo que podemos imaginar es que cada electrón rodea ambos núcleos.
Imaginemos que los dos núcleos están situados a una cierta distancia uno del otro, puesto que se mantienen alejados por la mutua repulsión de sus cargas positivas. El orbital que ocupan ahora los dos electrones se puede describir como si tuviera la forma de una especie de reloj de arena (con un cuello muy ancho) rodeando ambos núcleos, con un núcleo en cada mitad del reloj. Cada núcleo está completamente rodeado por el orbital y siente la presencia de los dos electrones en el orbital correspondiente, cerrando la capa más interna. Es como si la molécula de hidrógeno fuera un único átomo que contuviese dos núcleos. La razón por la que se forman las moléculas de hidrógeno es que los dos electrones de su configuración tienen una cantidad de energía menor que la que tendrían si estuvieran en dos átomos de hidrógeno separados. La química trata precisamente de esto: de minimizar la energía de los electrones.
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Por supuesto, la energía ha de ir a algún lugar, y cuando dos átomos de hidrógeno chocan y se unen, con un reordenamiento de los electrones en el modo que se ha dicho, se libera algo de energía en forma de ondas electromagnéticas (o, si se prefiere, como fotones). Una parte de esta energía se convierte en energía cinética para las moléculas (la energía de su movimiento), haciendo que se muevan más rápido (lo que significa que incrementan su temperatura).
El hecho de que exista un estado de energía inferior no implica que siempre vaya a ser ocupado. Si estoy en la cima de una montaña, admirando el panorama, me encuentro en un estado de energía superior al que ocuparía si estuviera en el valle al pie de la montaña, porque estoy más alejado del centro de la Tierra (más lejos del centro de su campo gravitatorio). Sin embargo, siempre que tenga cuidado de no caerme, puedo permanecer en el estado de alta energía todo el tiempo que desee. En el caso de los átomos de hidrógeno que se combinan para formar moléculas, es muy fácil acceder al estado de menor energía (basta con «rodar monte abajo»), ya que prácticamente cualquier choque entre dos átomos de hidrógeno a temperatura ambiente puede reordenar los electrones para formar moléculas de hidrógeno.
De un modo similar, los átomos de oxígeno se combinan muy fácilmente entre sí para formar moléculas diatómicas, 0
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. En este caso existe una sutil diferencia. La capa ocupada más externa de un átomo de oxígeno contiene seis electrones, por lo que se necesitan dos más para llenar dicha capa. Por consiguiente, aplicando el esquema de Bohr, en cada molécula de oxígeno hay dos pares de electrones (en total cuatro electrones, dos de cada átomo) que están compartidos entre los dos átomos, formando lo que se conoce como enlace doble (en un enlace simple interviene un electrón de cada átomo). Incluso en el modelo ondulatorio cuántico sucede que las capas interiores, que están completas, desempeñan una función poco importante a la hora de formarse los enlaces, y en la teoría ondulatoria se puede considerar que cada molécula de oxígeno está constituida por dos núcleos centrales (en este caso se trata de núcleos envueltos en una capa interior que está llena con solamente dos electrones), encontrándose todo ello rodeado por una capa de doce electrones, según aquella configuración en forma de reloj de arena con un cuello muy ancho.
Si comenzáramos por escarbar en una mezcla de átomos de hidrógeno y átomos de oxígeno, y quisiéramos unir moléculas a mano (¡utilizando unas pinzas muy finas!) para dar el nivel de energía más baja a los electrones en cuestión, obtendríamos moléculas de agua, II». Recuérdese que cada átomo de oxígeno necesita dos electrones suplementarios para completar su capa más externa, mientras que cada átomo de hidrógeno necesita sólo uno. Por lo tanto, si un átomo de oxígeno forma enlaces con dos átomos de hidrógeno independientes, los electrones de los tres átomos consiguen un estado de energía más baja, que resulta ser aún más baja que en las moléculas de oxígeno o en las moléculas de hidrógeno. Según la teoría ondulatoria, los dos núcleos de hidrógeno junto con el núcleo de oxígeno se sitúan formando una V, de modo que el oxígeno está en el vértice de la V y hay un total de ocho electrones (seis de la capa más externa del oxígeno, más el único electrón de cada uno de los dos átomos de hidrógeno) con los que se completa una capa que rodea al conjunto de los tres componentes centrales.
Sin embargo, tanto las moléculas de hidrógeno como las de oxígeno son relativamente estables, por lo que a temperatura ambiente rebotarían las unas contra las otras, sin combinarse para formar moléculas de agua. Una manera de imaginarse gráficamente por qué esto tendría que ser así, aunque la configuración del agua tenga menos energía, es pensar que las distintas moléculas ocupan unos pequeños huecos en la ladera de una colina. El hueco que ocupa una molécula de hidrógeno y el que ocupa una molécula de oxígeno están ambos situados a mayor altura en la ladera de la colina que el hueco ocupado por una molécula de agua. Si de un golpe lanzáramos fuera de sus huecos a la molécula de hidrógeno y a la molécula de oxígeno, éstas rodarían colina abajo hasta meterse en el hueco del agua. Pero necesitan ser lanzadas inicialmente mediante un golpe para salir de los huecos en los que anidan, es decir, las moléculas de hidrógeno y de oxígeno han de chocar entre sí lo suficientemente rápido como para que sus estructuras se rompan y puedan ser reorganizadas posteriormente para formar moléculas de agua.
Esto sucede —espectacularmente— cuando una mezcla de hidrógeno y oxígeno a temperatura ambiente entra en ignición por efecto de una chispa o una llama. El calor de la chispa o de la llama hace que unas cuantas moléculas se muevan con la rapidez necesaria para que la reorganización se produzca. Cuando esto tiene lugar, se libera más energía, la cual calienta las moléculas próximas y las impulsa a reaccionar del mismo modo. Así, una ráfaga de actividad química se extiende por la mezcla de oxígeno e hidrógeno como una explosión, y al final conseguimos obtener unas cuantas gotitas de agua.