Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) (11 page)

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Authors: John Gribbin

Tags: #Ciencia, Ensayo

Maxwell descubrió que las ondas electromagnéticas se desplazan a la velocidad de la luz y se dio cuenta de que la luz tenía que ser alguna clase de onda electromagnética. Esta conclusión se hizo inevitable cuando Heinrich Hertz, en la década de 1880, descubrió las ondas de radio, que Maxwell ya había predicho y que se desplazan también a la velocidad de la luz. Ésta es la razón por la que los físicos se sorprendieron tanto cuando, a principios del siglo
XX
, descubrieron que en el mundo cuántico la luz ha de ser tratada a veces como un chorro de diminutas partículas. Sin embargo, es posible que Faraday no se hubiera sorprendido tanto.

La primera vez que Faraday expresó en público sus teorías acerca de las líneas de fuerza y los campos fue en dos conferencias que dio en la Royal Institution en 1844 y 1846. Sus teorías resultaron avanzadas para su tiempo, ya que en aquella época todavía se aceptaba en amplios sectores que el «espacio vacío» estaba lleno de una misteriosa sustancia llamada éter, que transportaba los movimientos de las ondas luminosas, del mismo modo que las ondulaciones que se producen en una charca son transportadas por el agua de la charca. En su conferencia de 1846, hablando más o menos del modelo que acabamos de esbozar, pero sin las matemáticas de Maxwell, Faraday dijo explícitamente que su propósito era «descartar el éter, pero no las vibraciones», sugiriendo en cambio que las vibraciones estaban asociadas con las líneas de fuerza, como cuerdas vibrantes de una guitarra. Indicó que la propagación de la luz tarda un tiempo, lo cual encaja con la idea de que una ondulación se desplaza a lo largo de una línea de fuerza, y formuló la conjetura de que la gravedad debe operar de un modo similar. Sin embargo, en algunos aspectos lo que dijo en la conferencia anterior, el 19 de enero de 1844, es aún más fascinante.

Además de descartar el concepto de éter, Faraday deseaba suprimir la idea de átomo (esto sucedía antes de que la idea de átomo hubiera sido aceptada por completo dentro del mundo de la ciencia). Tal deseo suena a locura, desde la perspectiva del éxito que ha tenido el modelo atómico que describíamos en el capítulo anterior. Sin embargo, desde la perspectiva de la teoría cuántica de campos desarrollada en el siglo
XX
, sería perfectamente razonable, si reemplazamos el significado decimonónico de la palabra «átomo» por el término moderno equivalente: «partícula». Esto constituye otro ejemplo de la necesidad de utilizar modelos diferentes cuando describimos la misma cosa en distintas circunstancias.

Faraday argumentaba que podía no existir una diferencia real entre el llamado espacio y los átomos («partículas») que se encuentran en el mismo. Decía que los átomos (partículas) deberían considerarse sencillamente como concentraciones de fuerzas y que, en vez de pensar en un átomo (partícula) como el origen de un tejido de fuerzas (el campo) que se despliegan alrededor de él, lo que deberíamos entender como realidad fundamental era el propio campo de fuerzas, considerando las partículas como simples concentraciones en las líneas de fuerza, es decir, nudos del tejido.

Para lograr sus propósitos, Faraday pidió a la audiencia que se imaginara un «experimento mental» en el que el Sol estaba a su libre albedrío en el espacio. ¿Qué le sucedería a la Tierra si la colocáramos de repente, como por arte de magia, en su posición, a la distancia del Sol que de hecho le corresponde? ¿Tendría que viajar alguna fuerza desde el Sol hacia el exterior y agarrar firmemente a la Tierra para que ésta empezara a sentir la gravedad del Sol? ¿O la Tierra sentiría el tirón gravitatorio del Sol inmediatamente?

Faraday dijo que, aunque el Sol estuviera solo en el espacio, su influencia gravitatoria se extendería por todas partes, incluso a través del lugar donde la Tierra iba a hacer su aparición. Nuestro planeta no aparecería en un «espacio vacío», sino en un tejido de fuerzas (el campo), y respondería instantáneamente a la naturaleza del campo y a la posición de la propia Tierra. Lo que a la Tierra le afecta es su posición y la naturaleza del campo en dicha posición, no la naturaleza de la fuente del campo (en este caso, el Sol) —siempre que, por supuesto, la idea de que el campo tiene una fuente fuera correcta—. Para Faraday el campo era la realidad, y la materia no era más que una zona donde el campo se concentraba, o hacía un nudo. En el transcurso de estas dos conferencias, descartó tanto la idea de existencia del éter, como la idea de partículas con una realidad material, dejando una imagen del universo en la que éste era nada más (o nada menos) que un tejido de campos con interacciones mutuas, anudados aquí y allá. Es casi exactamente el modo en que un moderno experto en la teoría cuántica de campos describiría el universo.

El ejemplo clásico, desde luego, es el propio fotón. Un fotón puede considerarse como un nudo en un campo electromagnético, una pequeña maraña de ondas electromagnéticas. Pero recordemos que los físicos descubrieron en el siglo
XX
que incluso aquello que solemos considerar como partículas materiales, por ejemplo electrones, en su propia naturaleza manifiestan también un carácter ondulatorio. En la teoría cuántica de campos, cada tipo de partícula tiene su propio campo; así, por ejemplo, hay un campo de electrones que llena el universo. Lo que nosotros percibimos como partículas (electrones u otros) son nudos en el campo correspondiente, del mismo modo que los fotones son nudos del campo electromagnético.

Se hace extraño pensar en la existencia de un campo de electrones que llena el universo y que nosotros, de forma natural, no podemos percibir. Es aún más extraño pensar en la existencia de una clase distinta de campo para cada clase de partícula, así como en la existencia de los campos eléctrico y magnético, que nos resultan algo más familiares, y otros. Suena como si el universo estuviera atestado de campos en un confuso enmarañamiento (como de hecho lo está, según este modelo) y tuviéramos que ser conscientes de ello (y no lo somos). Sin embargo, recordemos que no notamos los campos electromagnéticos que impregnan el entorno; en este momento hay señales de docenas de emisoras de radio y televisión que pasan justo a través de nosotros.

Lo que sucede con todos estos campos de materia, como se les denomina, se parece bastante al modo en que percibimos —o, más bien, no percibimos—la atmósfera de la Tierra. En un día en que el tiempo es apacible no notamos que estamos inmersos en un mar de aire. Dado que es igual por todas partes, no hay forma de precisar que está ahí. El único caso en que percibimos el aire es cuando está en movimiento, y ese movimiento está producido por irregularidades que oscilan desde pequeños remolinos hasta grandes tormentas y huracanes. Las partículas materiales que percibimos —electrones y otras— son el equivalente a los remolinos, pero en los campos de materia y, al igual que éstos, su influencia se propaga a poca distancia en su entorno. Sólo percibimos las irregularidades, no la uniformidad lisa y suave de los campos que llenan el resto del universo.

Este modelo resulta muy práctico para comprobar los estratos más profundos del mundo cuántico; sin embargo, para lo que nosotros nos proponemos basta con saber que éste es el modo en que ven el mundo los expertos en teoría cuántica de campos, y para quedarnos impresionados por la perspicacia de Faraday. Si el propósito es conseguir un esbozo de lo que sucede en lo más profundo de los átomos, podemos seguir trabajando con un modelo que es una mezcla de partículas y campos, y explica el comportamiento de estas entidades por analogía con el modo en que los electrones ejercen interacciones con los campos electromagnéticos, y mutuamente entre los propios electrones. El concepto de partículas sigue siendo práctico, tanto si se piensa en ellas como nudos de un campo como si se contemplan de otra manera.

Cuando dos electrones se acercan el uno al otro, se repelen entre sí, porque cada uno de ellos tiene la misma carga eléctrica (en este caso, negativa). Pero ¿cómo funciona esta repulsión? Siguiendo con la idea de los electrones como partículas y aplicando la teoría cuántica a los campos electromagnéticos que rodean a estas partículas, podemos conseguir una imagen clara de lo que está sucediendo. En la interacción entre los dos electrones participa un chorro de fotones (encargados de transportar la fuerza electromagnética) que se desplazan de un electrón a otro (y, desde luego, del segundo electrón al primero). Pensemos en estos fotones como en una ráfaga de balas de metralleta. Cada electrón emite una ráfaga de partículas y retrocede, mientras que, al mismo tiempo, cada electrón es alcanzado por una ráfaga de partículas que lo rechazan con sus golpes. No es de extrañar que los dos electrones se repelan mutuamente.

Es más difícil plantearse por qué las partículas de carga opuesta (por ejemplo, un electrón y un protón) han de atraerse unas a otras, pero así es precisamente como sucede. Una analogía que ayuda algo es pensar en un grupo de atletas que participan en un ejercicio de entrenamiento en el que van corriendo mientras se pasan del uno al otro un pesado balón de fisioterapia. Se tienen que mantener muy cerca unos de otros, porque no pueden arrojar este balón a mucha distancia. Sin embargo, a veces esta atracción funciona, en el mundo de las partículas, incluso cuando se intercambian partículas muy ligeras. Un chorro de fotones procedente de un electrón y que llega a un protón, no produce ningún empuje para alejar a este protón, sino que tira de él hacia el electrón, y viceversa.

Todo esto puede suceder a una distancia considerable, porque es fácil producir fotones. No tienen absolutamente nada de masa, por lo que, aunque transportan algo de energía, no existe energía másica implicada en el proceso, y así las partículas cargadas pueden producir chorros de fotones sin perder mucha energía. Una vez que han sido emitidos, los fotones pueden desplazarse, en principio, eternamente por el espacio. Por lo tanto, el electromagnetismo es una fuerza de muy largo alcance y puede, si nada lo impide, llegar a todas partes atravesando el universo (igual que lo hace la gravedad y por la misma razón: el gravitón tiene también masa cero). De hecho, el alcance de las fuerzas eléctricas y magnéticas está limitado por su tendencia a ser neutralizadas a una escala menor. Debido a que por cada protón hay un electrón en el átomo, no existe una carga eléctrica global que pueda ejercer su influencia en el mundo de una manera extensa.

Las cosas difieren significativamente cuando descendemos a la escala del núcleo del átomo. Allí los protones y los neutrones se mantienen juntos por el efecto de otra fuerza, la poderosa fuerza nuclear, que impide que se separe toda la carga positiva concentrada en el núcleo. Sin embargo, esta fuerza no está relacionada directamente con los neutrones y los protones, sino con un estrato estructural más profundo que se encuentra dentro de ellos, al nivel de los quarks.

Existe todo tipo de pruebas de la existencia de los quarks, pero las mejores y más directas provienen de experimentos llevados a cabo a finales de la década de los años sesenta y durante los setenta, cuando se realizó el bombardeo de núcleos atómicos mediante ráfagas de electrones dotadas de gran cantidad de energía, para estudiar el modo en que los electrones rebotaban (se dispersaban) rechazando a las partículas de los núcleos. Por un procedimiento que recuerda sorprendentemente la forma en que el equipo de Ernest Rutherford había descubierto la estructura interna del átomo, dispersando partículas alfa que rebotaban en el núcleo, estos experimentos, de los que fueron pioneros los investigadores de la Universidad Stanford de California, mostraron la estructura interna de los protones y los neutrones, dispersando electrones que rebotaban en las partículas del núcleo.

Los protones y los neutrones están formados por quarks; en cada caso, tres quarks. Sin embargo, sólo se necesitan dos tipos diferentes de quarks para explicar la estructura de los protones y los neutrones. Se les han dado nombres elegidos arbitrariamente, cuya única función es hacer de etiquetas: un tipo de quark se llama «superior» y el otro recibe el nombre de «inferior». Pero esto no significa, en ningún caso, que apunten hacia direcciones diferentes, ni que se encuentren a distintas alturas. Sus etiquetas podrían haber sido igualmente José y Rita.

Cada quark superior lleva una cantidad de carga eléctrica que es positiva e igual a dos tercios de la carga de un electrón. Cada quark inferior contiene una cantidad de carga eléctrica que es negativa e igual a un tercio de la carga de un electrón. Un protón está formado por dos quarks superiores y uno inferior que juntos dan una unidad de carga positiva (2/3 + 2/3 - 1/3 = 1), mientras que cada neutrón está formado por dos quarks inferiores y uno superior, por lo que globalmente no tiene ninguna carga eléctrica (2/3 - 1/3 - 1/3 = O).

La característica más intrigante que poseen los quarks es que nunca se encuentran aislados, sino solamente en tríos o parejas. Las parejas de quarks (de hecho, siempre una pareja quark-antiquark)
[ 4 ]
reciben el nombre de mesones, y son precisamente estos mesones los que mantienen unidos los núcleos de los átomos, siendo intercambiados constantemente entre los protones y los neutrones que constituyen el núcleo. Los mesones transportan una fuerza que se ejerce entre las partículas componentes del núcleo (los nucleones) de una manera análoga al modo en que los fotones transportan la fuerza electromagnética. Sin embargo, a diferencia de los fotones, los mesones poseen masa. Por consiguiente, hace falta mucha energía para fabricar un mesón. La única razón por la que los mesones se pueden fabricar dentro de un núcleo viene dada por la entrada en escena de la incertidumbre cuántica.

Esta vez se trata de una importante incertidumbre que afecta a la cantidad de energía asociada con cada uno de los nucleones. Del mismo modo que no se pueden determinar con exactitud la posición y el momento de una entidad cuántica, tampoco se puede determinar con precisión la cantidad de energía asociada a la misma, y no por la imprecisión de los aparatos de medición, sino porque el propio universo no «conoce» con exactitud cuánta energía hay allí en un instante cualquiera. Si se considera un tiempo suficientemente breve (un tiempo relacionado con la constante de Planck, por lo tanto muy breve), la energía puede surgir de la nada, siempre que vuelva a desaparecer dentro del tiempo asignado. Cuanta más energía surja, menos tiempo puede permanecer. Sin embargo, si tenemos suficiente energía, ésta puede convertirse temporalmente en partículas durante su breve tiempo de vida.

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