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Authors: John Gribbin
Tags: #Ciencia, Ensayo
En un famoso procedimiento inverso al mencionado, el astrónomo británico Norman Lockyer explicó las líneas del espectro solar que no correspondían a ningún elemento conocido en la Tierra, atribuyéndolas a un elemento desconocido, al que llamó helio (según el nombre griego del Sol, helios). El helio se descubrió posteriormente en la Tierra y se vio que tenía exactamente el espectro requerido para coincidir con esas líneas solares específicas.
El espectro del hidrógeno es especialmente sencillo; hoy en día sabemos que esto se debe a que el átomo de hidrógeno está formado por un único protón asociado a un solo electrón. Las líneas del espectro que constituyen la huella única del hidrógeno llevan el nombre de Johann Balmer, un maestro suizo que desarrolló en 1884 una fórmula matemática para describir esta pauta y la publicó en 1885. La fórmula de Balmer era tan sencilla que contenía claramente una profunda verdad en relación con la estructura del átomo de hidrógeno. Pero nadie lo supo, hasta que Bohr entró en escena.
Aunque había hecho algo de espectroscopia antes de terminar la carrera, Bohr no era un experto en esta técnica, por lo que, cuando empezó a trabajar en el enigma de la estructura del átomo de hidrógeno, no se le ocurrió inmediatamente que la serie de Balmer era la clave con la que podía desentrañar el misterio. No llegó a apreciar su importancia hasta que un colega le indicó lo sencilla que era realmente la fórmula de Balmer. Esto sucedió en 1913 y fue lo que condujo directamente al modelo de Bohr del átomo de hidrógeno, en el que hay un solo electrón que puede saltar de un nivel de energía a otro. El espacio existente entre los niveles de energía depende del valor de la constante de Planck, y ésta a su vez determina el espacio entre las líneas de la serie de Balmer. Por lo tanto, utilizando el espaciamiento observado entre las líneas de la serie, Bohr pudo calcular el espacio existente entre los niveles de energía, y así la fórmula de Balmer se pudo reescribir, de un modo muy natural, para que incluyera la constante de Planck. Fue este trabajo de Bohr, inspirado en la física del siglo
XIX
, el que demostró de manera definitiva que el átomo de hidrógeno contiene exactamente un electrón.
El modelo atómico de Bohr explicaba tanto la aparición de líneas brillantes en el espectro de emisión de un elemento, como la presencia de líneas oscuras en las mismas longitudes de onda en su espectro de absorción. Desde luego, este modelo funcionó. Con cada salto de una órbita a otra correspondiente a un nivel específico de energía, y por consiguiente a una longitud de onda de luz determinada, este modelo explicaba el espectro de luz emitido por el átomo más sencillo, el hidrógeno. Pero la constante de Planck es muy pequeña. En el mismo sistema de unidades en que las masas se miden en gramos, el valor de la constante de Planck es 6'55 x10 ". Los efectos cuánticos sólo llegan a ser importantes para aquellas partículas cuyas masas en gramos son aproximadamente iguales (o menores) que este número. La masa de un electrón es 9 x 10' gramos, por lo que los efectos cuánticos son enormemente importantes para los electrones. Estos efectos se hacen cada vez menos relevantes a medida que los objetos aumentan de tamaño, por lo que cualquier objeto mucho mayor que un átomo no estará profundamente afectado por procesos cuánticos (excepto, por supuesto, en el sentido de que está constituido por átomos y éstos sí que están afectados por procesos cuánticos).
Es difícil hacerse una idea de lo pequeño que es el mundo de los cuantos; en cierto sentido, de lo lejos que está de nosotros. Pero vamos a intentar lo siguiente: si un objeto tuviera un diámetro de 10
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cm, harían falta 10
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de estos objetos para completar un solo centímetro, que viene a ser la arista de un terrón de azúcar de forma cúbica. Este número, 10
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, es igual a aproximadamente 10
16
veces el número de estrellas brillantes que hay en la Vía Láctea. Es el número que obtendríamos si tomáramos el número de estrellas de esta galaxia (10
11
), multiplicado por sí mismo (daría 10
22
) y luego multiplicáramos este cuadrado por 100.000. Si tomamos 10
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terrones de azúcar y los colocamos en una hilera, tocándose entre sí, recorrerían una distancia de mil millones de años luz, aproximadamente un décimo del tamaño del universo conocido. En números redondos, la escala en la que predominan los procesos cuánticos es mucho menor que un terrón de azúcar, en una proporción aún menor que aquella en que un terrón de azúcar es menor que el universo. En este tipo de aproximación unas pocas potencias de diez no suponen gran cosa, por lo que podemos afirmar que tanto un terrón de azúcar como un ser humano se quedan más o menos en la mitad de la escala de tamaños, a medio camino entre la escala de los cuantos y la escala del universo, si se mide de esta manera logarítmica («potencias de diez»).
Así pues, aunque el modelo de Bohr funcionaba (especialmente como explicación del origen de las líneas espectrales), no sorprenderá saber que en los primeros intentos de abordar las propiedades del mundo cuántico pronto se necesitó mejorar dicho modelo, a medida que iban surgiendo nuevos descubrimientos. El más importante de éstos se refería a la naturaleza de los electrones, que, como ya hemos explicado, son las entidades cuánticas arquetípicas, ya que tienen justo la masa adecuada para que les afecten profundamente aquellos procesos en los que hay que tener en cuenta la constante de Planck.
Durante el primer cuarto del siglo
XX
surgieron algunos descubrimientos asombrosos relativos al comportamiento de los electrones. Se pueden resumir diciendo que afectan al comportamiento de los electrones dentro de los átomos. El modelo de Rutherford-Bohr para el átomo, planteado como un sistema solar en miniatura, en el que los electrones actúan como diminutas bolas que zumban por allí dando vueltas al modo de los planetas, funcionaba muy bien por lo que respecta a explicar la espectroscopia (siempre que se tuviera en cuenta el comportamiento cuántico de los electrones saltando entre los distintos niveles de energía). Pero los propios átomos seguían comportándose como esferas rígidas y lisas cuando, por ejemplo, funcionan en conjunto para producir la presión que un gas ejerce sobre las paredes de un recipiente. Es difícil ver cómo unos pocos electrones que describen órbitas en torno al núcleo se podrían combinar para darle al átomo la apariencia de una superficie lisa y rígida.
Dándole la vuelta a la analogía, si una estrella que tiene otro sistema planetario alrededor de ella se aproxima a nuestro propio sistema solar, no rebotaría cuando los planetas más exteriores de ambos sistemas se pusieran en contacto. La estrella visitante surcaría directamente el espacio a través del sistema solar, lanzando a los planetas fuera de su camino y, si llevara la trayectoria adecuada para ello, acabaría chocando con el propio Sol. Del mismo modo, podemos imaginarnos uno o dos, o incluso una docena, de pequeños electrones que describen órbitas alrededor del núcleo de un átomo, creando una barrera eficaz cuando los átomos chocan. Esto podría funcionar en el caso del uranio, que tiene 92 electrones moviéndose sin parar. Sin embargo, incluso el hidrógeno se comporta como si su núcleo estuviera totalmente rodeado por su único electrón, existiendo una distribución uniforme de carga eléctrica negativa que hace todo lo que puede para que la carga positiva quede confinada en el núcleo. ¿Cómo puede ser esto?
La respuesta comenzó a surgir a principios de los años veinte, cuando el físico francés Louis de Broglie observó que se podía invertir la ecuación que utiliza la constante de Planck para relacionar la longitud de onda de la luz con una energía equivalente para una partícula (el fotón). En esencia se podía utilizar la misma ecuación para tomar la energía de una partícula (tal como el electrón) y obtener una longitud de onda equivalente para la entidad cuántica que correspondiera a dicha partícula. De Broglie sugirió en su tesis doctoral que los electrones podrían tener que tratarse como si fueran ondas, en determinadas circunstancias, del mismo modo que la luz ha de ser tratada como un chorro de partículas en algunas circunstancias concretas.
El supervisor de la tesis de De Broglie, Paul Langevin, no fue capaz de decidir si esto era la obra de un genio o una auténtica basura, por lo que envió la tesis a Albert Einstein para que éste la valorara. Acertó plenamente. Einstein había estado precisamente participando en el trabajo definitivo que estableció que la luz tiene que ser tratada realmente como fotones, y que la razón por la cual los átomos sólo pueden emitir o absorber luz en ciertas cantidades se debe a que la luz, de hecho, sólo existe en paquetes de un determinado tamaño, los cuantos. La luz aparece en cuantos, de una forma análoga al modo en que el dinero en efectivo se cuantifica en peniques, y resulta que un electrón y un átomo sólo pueden emitir o absorber un fotón cada vez. De manera que Einstein ya estaba trabajando en una dirección que llevaba a la idea de que todas las entidades cuánticas podrían ser tanto partículas como ondas, por lo que la respuesta que envió a Langevin fue que la tesis de De Broglie tenía que tomarse muy en serio.
La idea de De Broglie, combinada con la creciente evidencia de la realidad de los fotones, llevó a los físicos en la segunda mitad de los años veinte a desarrollar una completa teoría de la física cuántica (denominada a menudo también mecánica cuántica) basada en el concepto de la dualidad onda-partícula, lo cual significa que todas las entidades cuánticas comparten la misma esquizofrenia que tiene la luz. En principio esta dualidad se aplica a todo; así, existen, por ejemplo, características ondulatorias asociadas a la mesa ante la cual estoy sentado, o a mi propio cuerpo. Sin embargo, debido a que el peso (hablando más estrictamente, la masa) de la mesa, o de mi cuerpo en gramos es muchísimo mayor que 6x10
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, la longitud de onda correspondiente es tan pequeña que se desvanece y se puede despreciar. No le veo a mi mesa ningún borde rizado producido por ningún fenómeno ondulatorio. Solamente para cosas tales como electrones y fotones sucede que las dos facetas de la realidad tienen la misma importancia.
Entre otras cosas, esto resuelve el enigma de cómo un átomo que contiene unos pocos electrones puede mostrar al mundo una superficie lisa y comportarse como una pequeña esfera rígida. Todo electrón de la nube que rodea al núcleo tiene que ser considerado, no como una pequeña bola rígida, sino como una onda que se propaga alrededor de todo el núcleo. El único electrón del átomo de hidrógeno forma en realidad el solo toda una nube esférica alrededor del núcleo. Los electrones que se encuentran en niveles superiores de energía pueden constituir nubes con formas más complejas, algunos de ellos como lóbulos situados a ambos lados del núcleo y que recordarían a unas pesas de halterofilia. Pero el efecto general siempre es que el núcleo se encuentra rodeado completamente por su nube de electrones.
En un mismo átomo las nubes de electrones correspondientes a distintos niveles de energía pueden, hasta cierto punto, interpenetrarse, por lo que la mejor imagen del átomo no es algo como un sistema solar con los electrones en órbitas individuales, sino más bien algo parecido a una serie de capas como la cebolla, nubes de carga eléctrica que rodean completamente al núcleo y que están situadas bastante cerca las unas de las otras. Entonces el cambio en los niveles de energía cuando un átomo absorbe o emite un fotón puede imaginarse, no tanto como una pelota botando arriba y abajo por una escalera, sino más bien como las diferentes notas que se pueden obtener de una sola cuerda de guitarra haciéndola vibrar en diferentes armónicos.
En 1927 se proclamó la nueva física cuántica, cuando dos equipos de investigadores, uno de ellos encabezado por George Thomson (el hijo de J. J.), llevaron a cabo unos experimentos que mostraban sin ambigüedades unos electrones cuyo comportamiento al saltar fuera de los átomos en un cristal era como el de las ondas. Thomson había recibido el Premio Nobel por descubrir el electrón y por demostrar que es una partícula. En 1937, George Thomson recibió, junto con otros, un Premio Nobel por demostrar que los electrones son ondas. Ambos tenían razón y ambos premios estuvieron bien merecidos. No hay nada que demuestre mejor las peculiaridades del mundo cuántico y la necesidad de recordar que los modelos son sólo ayudas para la imaginación, no la verdad última. El modo más claro de pensar sobre esta dualidad onda-partícula es decir que una entidad cuántica tal como un fotón o un electrón viaja como una onda, pero llega como una partícula. Cuando se les deja actuar por sus propios mecanismos, los objetos tales como los electrones se propagan como ondas; sin embargo, cuando se mide su posición, se concentran en un instante en un lugar determinado, en un fenómeno que se denomina «el colapso de la función de ondas». Luego comienzan de nuevo a propagarse hasta que tienen una interacción con alguna cosa.
La nueva física cuántica, construida sobre la idea de dualidad onda-partícula, se centra en torno a uno de los más famosos (pero no siempre uno de los mejor comprendidos) conceptos de la física: el principio de incertidumbre, descubierto por Werner Heisenberg a finales de 1926.
Una característica de las ondas es que son algo que se propaga y nunca se pueden concentrar literalmente «en un punto». Lo mismo se puede decir de los electrones. Se pueden situar bastante ajustadamente —por ejemplo, cuando uno de los electrones del haz que dibuja la imagen en la pantalla de nuestro televisor choca con dicha pantalla y forma una diminuta salpicadura de luz— pero nunca en lo que los matemáticos llaman un punto, un lugar de dimensión cero. El carácter de onda de un electrón significa que siempre hay una cierta incertidumbre acerca de su posición, y esto mismo se aplica a todas las entidades cuánticas. Heisenberg descubrió una relación matemática (relacionada, una vez más, con la constante de Planck) que expresa esta incertidumbre. Resulta que para una entidad cuántica, tal como un electrón, cuanto más se delimita su posición (cuanto más ajustadamente se fija su onda), menos certeza existe sobre dónde va a ir a continuación (de hecho, sobre su velocidad). Nos podemos imaginar esto un poco como cuando apretamos un muelle entre el índice y el pulgar: después saltará en alguna dirección impredecible. Recíprocamente, cuanto mayor sea la precisión con que se determina la velocidad de una entidad cuántica, menos certeza existe sobre su posición: se hace más «ondulante». (El muelle que salta de nuestros dedos se mueve en una dirección determinada, pero se ha expandido y se ha estirado hasta su máxima longitud, no se concentra en un punto.)