Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) (29 page)

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Authors: John Gribbin

Tags: #Ciencia, Ensayo

No obstante, esta delgada mancha de aire que cubre la superficie terrestre es absolutamente crucial para hacer que nuestro planeta sea un lugar adecuado para vivir. Todo esto empezó precisamente al principio, justo después de formarse la Tierra. No es mucho lo que sabemos sobre las condiciones que se daban entonces en la superficie terrestre, pero sí que conocemos, por las pruebas geológicas, que se estaban formando rocas sedimentarias hace 3.800 millones de años, existiendo vestigios de vida en dichas rocas desde hace 3.500 millones de años. Las rocas sedimentarias sólo se forman bajo el agua, por lo que está claro que había agua líquida en abundancia sobre la superficie de la Tierra hace 3.800 millones de años, es decir, menos de mil millones de años después de la formación del planeta. Esto resulta intrigante, pues los astrónomos calculan, a partir de sus modelos relativos al funcionamiento de las estrellas (véase el capítulo 10), que en aquella época el Sol únicamente producía alrededor del 75 por 100 del calor que genera hoy en día. Sin tener en cuenta otros aspectos, esto podría significar que la Tierra en su primera época era una pelota de hielo sin vida, con una temperatura en su superficie que estaría bastante por debajo del punto de congelación del agua. Además, dado que el hielo es un buen reflector, aunque el Sol con el tiempo se fue calentando, aquella Tierra primitiva congelada podía haber permanecido congelada para siempre, reflejando cualquier aporte de calor, en vez de absorberlo y utilizarlo para fundir el hielo.

Así pues, ¿por qué estaba aquella Tierra de los primeros tiempos lo suficientemente caliente como para tener océanos de agua líquida en los que la vida evolucionaba? Casi con toda seguridad, esto sucedió gracias al efecto invernadero. El efecto invernadero es el proceso por el cual las atmósferas mantienen a los planetas más calientes de lo que estarían en otro caso. Recibe este nombre porque el aire en un invernadero está también más caliente de lo que lo estaría si el invernadero no existiera; aunque, paradójicamente, un invernadero lo hace de otra manera. Un invernadero real capta el calor porque su techo de cristal actúa como una barrera física. El aire caliente que se encuentra cerca del suelo se calienta porque el propio suelo (y todo lo que haya en el invernadero) se calienta debido a la entrada de rayos solares, y dicho aire caliente no puede elevarse por convección, ni tampoco escapar, porque el tejado se interpone en su camino. El «efecto invernadero» funciona de un modo bastante diferente. La energía procedente del Sol, en su mayor parte en forma de luz visible, pasa a través del aire casi sin obstáculos y calienta la superficie de la tierra o del mar. La superficie caliente también irradia energía, pero con longitudes de onda más largas (porque está más fría que la superficie del Sol), dentro de la parte del espectro correspondiente a los infrarrojos. Esta radiación de infrarrojos es captada en gran medida por los gases que están en la atmósfera, como el dióxido de carbono y el vapor de agua. Como resultado de esto, la parte inferior de la atmósfera se calienta, ocasiona una convección y pone en marcha todos los sistemas meteorológicos del planeta.

Justo después de formarse, la Tierra era un balón de rocas fundidas en el que no había aire. Sin embargo, cuando las rocas se enfriaron y se formó una corteza, los gases que escapaban de los volcanes y de las grietas de esa corteza empezaron a formar una atmósfera. Estos gases deben haber sido el mismo tipo de mezcla que sale actualmente de los volcanes. Contenían vapor de agua, que cayó en forma de lluvia y originó los océanos, nitrógeno y también amoniaco, que fue descompuesto por la luz solar dando hidrógeno y nitrógeno. La mayor parte del hidrógeno se fue al espacio, porque sus moléculas son muy ligeras; el nitrógeno es un gas relativamente pesado, estable y no reactivo, por lo que este primer nitrógeno se quedó formando parte de la atmósfera, donde constituye más del 78 por 100 del aire que respiramos hoy en día. Además, en la primitiva atmósfera de la Tierra también había una enorme cantidad de dióxido de carbono, que es un gas muy efectivo a la hora de ocasionar un efecto invernadero.

Sabemos qué cantidad de dióxido de carbono había, porque se ha conservado en forma de rocas carbonatadas, que se formaron en procesos asociados a la disolución en agua del dióxido de carbono que estaba en el aire; las estalactitas y estalagmitas de las cuevas de calizas son un ejemplo de cómo funciona este proceso. La presión que la atmósfera ejerce actualmente al nivel del mar se define como un bar, es decir, una atmósfera de presión. Si todos los carbonatos que se encuentran en las rocas de la corteza terrestre se convirtieran de nuevo en dióxido de carbono, en la superficie se produciría una presión de 60 bares, es decir, sesenta atmósferas de presión. Desde luego, es evidente que todo el dióxido de carbono no estaba en la atmósfera al mismo tiempo. Pero había suficiente para justificar que la joven Tierra se mantuviera lo bastante caliente como para que el agua fluyera, debido al efecto invernadero, incluso sabiendo que el Sol hacía mucho tiempo que estaba más frío. Lo que ha hecho que la Tierra sea un lugar adecuado para la vida durante más de tres mil millones de años es la combinación de una atmósfera de dióxido de carbono que mantenía caliente a la Tierra y unos océanos en los que el dióxido de carbono se disolvía y se depositaba formando rocas, de modo que el efecto invernadero se debilitó cuando el Sol se calentó. Además, podemos ver cómo podrían haber sido las cosas sólo mirando a nuestros más próximos vecinos del espacio: la Luna, que carece de aire, el planeta Venus (el siguiente a la Tierra, si nos acercamos al Sol) y el planeta Marte (el siguiente a la Tierra, pero más alejado del Sol).

Un efecto producido por la capa de aire que rodea al planeta es transportar el calor alrededor del globo, suavizando las diferencias de temperatura. Esto no puede suceder en la Luna, que no tiene aire, por lo que allí la temperatura se eleva a más de 100° C en la parte bañada por el Sol y desciende a unos -150° C durante la noche. La temperatura media es de aproximadamente -18° C, a pesar de que la Luna se encuentra más o menos a la misma distancia del Sol que la Tierra y su superficie se calienta y devuelve luego la energía solar de una forma muy parecida a como lo hace la superficie terrestre. En cambio, la temperatura media en la superficie de la Tierra es de unos 15° C. Por lo tanto, en la superficie terrestre la temperatura es aproximadamente treinta y tres grados más alta en comparación con lo que sería si no tuviera una capa de aire y esto se debe por completo a la existencia del efecto invernadero, a pesar de que actualmente la atmósfera sólo contiene alrededor de un 0'035 por 100 de dióxido de carbono (esta proporción era solamente un 0'028 por 100 hace siglo y medio, antes de que se empezaran a quemar profusamente combustibles fósiles, devolviendo así al aire el dióxido de carbono del carbonífero). Es fácil calcular las dimensiones del efecto invernadero producido por este dióxido de carbono y por el vapor de agua contenido en el aire, y dicho cálculo, desde luego, «predice» que la temperatura en la superficie terrestre puede ser, de hecho, treinta y cinco grados más caliente en comparación con lo que sería si la Tierra no tuviera atmósfera, o si la atmósfera estuviera compuesta exclusivamente por nitrógeno, que no es un gas de los que producen efecto invernadero.

Entonces ¿cuánto calentamiento por efecto invernadero producirían 60 bares de dióxido de carbono? Es casi una pregunta capciosa, porque la radiación de infrarrojos que sale de la superficie terrestre y puede ser absorbida es limitada. Un fotón que sea absorbido por una molécula de dióxido de carbono no será absorbido de nuevo, independientemente del número de moléculas de dióxido de carbono que haya. Una vez que todos los fotones de la radiación de infrarrojos hayan sido absorbidos en el efecto invernadero, no habría ninguna diferencia aunque se añadiera más dióxido de carbono. Mucho antes de que alcanzáramos los 60 bares, se produciría un efecto invernadero galopante, con lo que el planeta se calentaría tanto como fuera posible.

Esto es exactamente lo que sucedió en Venus. Aunque Venus es casi igual que la Tierra en tamaño, se encuentra más cerca del Sol y recibe de él más calor. Incluso sin atmósfera, la temperatura de su superficie sería de 87° C y con tan sólo un pequeño efecto invernadero su temperatura ascendería a 100° C. Venus nació exactamente del mismo modo que la Tierra, pero su mayor calentamiento por el Sol junto con el efecto invernadero se combinaron para garantizar que, incluso cuando Venus era aún joven, su temperatura nunca descendiera tanto como para que el agua se condensara y cayera de la atmósfera. Todos los gases de dióxido de carbono que se pudieron emitir en Venus permanecieron en el aire, porque no había océanos para disolverlos. Esto se sumó al efecto invernadero, y la temperatura de la superficie se elevó cuando el Sol se calentó. El resultado es que Venus actualmente tiene en su superficie una temperatura de más de 500° C, muy superior al punto de ebullición del agua. Entonces ¿cuánto dióxido de carbono hay en su espesa atmósfera? En números redondos, 60 bares, es decir que este planeta gemelo de la Tierra ha emitido la misma cantidad de gas invernadero que nuestro propio planeta, pero la diferencia es que, al no tener agua líquida para disolverlo, todo el dióxido de carbono se ha quedado en la atmósfera. Así pues, ésta es la razón por la cual Venus es un desierto abrasador, mientras que la Tierra es un lugar adecuado para la vida.

Marte, que es más pequeño que la Tierra y se encuentra más alejado del Sol, sólo posee actualmente una fina atmósfera de dióxido de carbono y es un frío desierto sin vida. En la mayoría de los lugares de Marte, la temperatura cae cada noche por debajo de -140° C y las temperaturas diurnas sólo rebasan la temperatura de congelación del agua durante un breve período del verano en el hemisferio sur del planeta. Sin embargo, su superficie está marcada por muchos trazos que parecen haber sido excavados por agua que fluyera hace mucho tiempo, cuando el planeta aún era joven. Todas las evidencias sugieren que Marte comenzó siguiendo el mismo camino que la Tierra, con un efecto invernadero lo bastante fuerte como para subir la temperatura en su superficie por encima del punto de congelación durante todo el año. Sin embargo, debido a que Marte es tan pequeño —su masa es sólo poco más de un décimo de la masa de la Tierra— la fuerza de atracción de la gravedad fue (y sigue siendo) demasiado débil para retener el dióxido de carbono, por lo que la mayor parte de éste se ha perdido en el espacio. Una vez que se perdió, la atmósfera original no pudo ser reemplazada, debido a lo pequeño que es Marte. Se supone que el planeta perdió su calor interno de manera relativamente rápida, de tal modo que sus procesos tectónicos se detuvieron y ya no hubo volcanes activos que pusieran más dióxido de carbono en la atmósfera. Así, el efecto invernadero que existe en Marte actualmente es sólo un vago recuerdo de lo que fue. Ésta es la razón por la que Marte es hoy un desierto congelado, mientras que la Tierra es un bonito lugar para vivir.

Pero, si bien la naturaleza de la primitiva atmósfera de la Tierra tuvo un profundo efecto en cuanto a hacer el planeta habitable, una vez que la vida puso pie en dicho planeta, comenzó ella misma a cambiar la naturaleza de esa atmósfera. En la fotosíntesis hay una serie de reacciones químicas inducidas por la energía de la luz solar (es decir, van «hacia arriba» en el sentido relativo a la energía química que le hemos dado a la expresión anteriormente) que fabrican unos compuestos complejos —hidratos de carbono— a partir del carbono, el hidrógeno y el oxígeno.

La primera bacteria que aprovechó la fotosíntesis utilizó ácido sulfhídrico como fuente de hidrógeno (razón por la cual algunos piensan que la vida en la Tierra se originó en torno a chimeneas volcánicas calientes) y consiguió carbono y oxígeno a partir del dióxido de carbono. Dado que estas bacterias vivían en el agua, tomaron el dióxido de carbono de una solución, permitiendo así que se disolviera más dióxido de carbono procedente del aire y contribuyendo de esta manera a estabilizar el medio ambiente de la Tierra, sin riesgo de que se produjera un efecto invernadero galopante. Posteriormente, cuando algunas bacterias ya habían evolucionado, empezaron a utilizar una versión diferente de la fotosíntesis en la que intervenía la clorofila, es decir, la sustancia que hace que las plantas verdes sean verdes. En este proceso, la energía de la luz solar se emplea para obtener hidrógeno a partir del agua, en vez de a partir del ácido sulfhídrico. Debido a que los organismos consiguen todo el oxígeno que necesitan para la fotosíntesis obteniéndolo del dióxido de carbono, el oxígeno que queda cuando el hidrógeno se extrae del agua es, para ellos, un producto de desecho. Este oxígeno se libera y va a incorporarse a la atmósfera, por lo que, una vez que empezó a realizarse, este proceso trajo con el tiempo un dramático cambio en la composición del aire.

El oxígeno es una sustancia altamente reactiva, que se combina con facilidad con muchos otros elementos en un proceso conocido como oxidación (una llama ardiente es un ejemplo de oxidación rápida; la herrumbre es un ejemplo de oxidación lenta). Al principio hubo por todas partes muchas sustancias con las que se pudo combinar el oxígeno liberado por el nuevo tipo de organismos agentes de la fotosíntesis y parece ser que se deshicieron de este oxígeno peligrosamente reactivo capturándolo en el agua mediante iones de hierro (a los que se denomina habitualmente iones ferrosos, utilizando el latín,
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en vez de iones de hierro, por razones obvias). Grandes cantidades de un mineral de hierro conocido por el nombre de hematites, un óxido de hierro, se depositaron en los lechos de mares poco profundos donde vivían las primitivas formas de aquellos agentes de la fotosíntesis, entre hace tres mil y dos mil millones de años, y dicho mineral se extrae actualmente en lugares tales como el oeste de Australia, la península del Labrador y Ucrania.

Posteriormente, algunos de estos agentes de la fotosíntesis aprendieron a vivir con oxígeno libre, desarrollando enzimas que los protegían de la oxidación. Esto significaba que podían deshacerse del oxígeno enviándolo al medio ambiente, sin que existiera la preocupación de tener que encerrarlo en compuestos de hierro. Esto fue un desastre para muchas de las formas de vida que existían en aquella época (hace alrededor de dos mil millones de años), que no disponían de tal protección frente al poder reactivo del oxígeno y para las cuales este gas era un veneno. Aunque los blandos cuerpos de estos organismos unicelulares no han dejado ningún rastro en el registro fósil, tuvo que producirse una de las mayores extinciones de vida cuando los primeros miembros de esta tercera hornada de fotosintetizadores aprendieron cómo vivir con oxígeno libre, con el cual polucionaron el mundo entero, y este oxígeno libre tuvo afortunadamente (para ellos) un efecto secundario consistente en aniquilar a muchos de sus competidores. Además, el oxígeno también reacciona con gases tales como el metano que está en el aire, produciendo dióxido de carbono y agua, mientras acaba con todo el hidrógeno libre que emiten los volcanes, produciendo aún más agua. Cuando desaparecieron todas las sustancias con las que podía reaccionar, el oxígeno se integró en el aire hasta conseguir, hace aproximadamente mil millones de años, que la atmósfera empezara a parecerse mucho a la mezcla de gases que respiramos hoy: 78 por 100 de nitrógeno, 21 por 100 de oxígeno y sólo pequeños vestigios de todo lo demás, incluyendo el dióxido de carbono.
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