Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) (4 page)

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Authors: John Gribbin

Tags: #Ciencia, Ensayo

De un modo más sutil, cuando la Tierra tira de la Luna mediante la gravedad, existe una fuerza igual y opuesta que tira de la Tierra. Más que pensar que la Luna describe una órbita alrededor de la Tierra, deberíamos decir realmente que ambas recorren órbitas en torno a su centro de gravedad mutuo, pero como la Tierra tiene una masa mucho mayor que la de la Luna, lo que en realidad sucede es que este punto de equilibrio se encuentra bajo la superficie de la Tierra. También se puede decir, hablando en sentido estricto, que la igualdad entre la acción y la reacción significa que, cuando la manzana cae al suelo, toda la Tierra atraída por la manzana se desplaza una distancia infinitesimal «hacia» dicha manzana. La tercera ley de Newton es la que explica el retroceso de una escopeta cuando se dispara y el modo en que funciona un cohete, expulsando materia en un sentido y retrocediendo en sentido contrario.

Estas tres leyes se refieren al universo a gran escala, que es donde Newton las aplicó para explicar las órbitas de los planetas, y al entorno cotidiano, donde se pueden investigar haciendo experimentos tales como hacer rodar bolas por planos inclinados y medir su velocidad, o rebotar dos pelotas la una contra la otra. Sin embargo, debido a que, desde luego, son leyes universales, también se cumplen a escala de los átomos y las moléculas, proporcionando así la mecánica que, como ya he mencionado, es la base de la mecánica estadística y de la moderna teoría cinética de los gases; aunque la teoría cinética moderna se desarrolló casi dos siglos después de que Newton propusiera sus tres leyes de la mecánica y él nunca aplicó sus leyes en ese sentido. En realidad, Newton no inventó ninguna de esas leyes, sino que son leyes del universo y actuaban de la misma manera antes de que él las pusiera por escrito, del mismo modo que actúan en situaciones que Newton nunca llegó a investigar.

Existen razones de peso que explican por qué la teoría cinética y la mecánica estadística fueron aceptadas finalmente por los científicos a mediados del siglo
XIX
. En aquella época, el terreno ya había sido preparado por el estudio de la termodinámica (literalmente, calor y movimiento), que tuvo una importancia práctica inmensa en los días en que la potencia del vapor estaba siendo impulsora de la revolución industrial en Europa.

Los principios de la termodinámica se pueden resumir también en tres leyes, que tienen gran importancia aplicable en amplios sectores por toda la ciencia (en realidad, aplicable a todo el universo) y no sólo al diseño y a la construcción de máquinas de vapor. La primera ley de la termodinámica se conoce también como ley de la conservación de la energía y dice que la energía total de un sistema cerrado permanece constante. El Sol no es un sistema cenado, ya que está emitiendo energía al espacio; la Tierra tampoco es un sistema cerrado, ya que recibe energía del Sol. Sin embargo, en un proceso tal como una reacción química que tiene lugar en un tubo de ensayo aislado, o en los procesos correspondientes a la mecánica estadística donde pequeñas partículas duras saltan por todas partes dentro de un recipiente, la cantidad total de energía es fija. Si una partícula de movimiento rápido que lleva mucha energía cinética choca con una partícula de movimiento lento que tiene poca energía cinética, la primera partícula probablemente perderá energía y la segunda recibirá energía. No obstante, el total de energía transportada entre las dos partículas antes y después del choque permanecerá constante.

Desde que Einstein propuso la teoría especial de la relatividad a principios del siglo
XX
, sabemos que la masa es una forma de energía y que, en las circunstancias adecuadas (como en el interior de una central nuclear, o en el núcleo del Sol) la energía y la masa se pueden intercambiar. Por ello, actualmente, la primera ley de la termodinámica se llama ley de la conservación de la masa y la energía, y no sólo ley de la conservación de la energía.

Se puede decir que la segunda ley de la termodinámica es la ley más importante de toda la ciencia. Se trata de la ley que dice que las cosas se desgastan. En términos del calor —la forma en que la ley se descubrió en los días de las máquinas de vapor— la segunda ley dice que éste no fluye de un lugar más frío a otro más caliente por su propia voluntad. Si ponemos un cubito de hielo en una taza de té caliente, el hielo se derrite mientras el té se refresca; nunca se ha visto una taza de té templado en la que el té se caliente mientras se forma un cubito de hielo en el centro de la taza, aunque tal proceso no violaría la ley de la conservación de la energía. Otra manifestación de esta segunda ley es el modo en que un muro de ladrillos, sin que nadie lo toque, envejecerá y se desmoronará, mientras que los ladrillos que están en un montón, sin que nadie los toque, nunca se unirán para formar un muro.

En la década de 1920 el astrofísico Arthur Eddington resumió la importancia de la segunda ley en su libro The Nature of the Physical World («La naturaleza del mundo físico»):

La segunda ley de la termodinámica ocupa, en mi opinión, la posición más importante entre las leyes de la naturaleza. Si alguien le dice a usted que su teoría favorita sobre el universo está en desacuerdo con las ecuaciones de Maxwell, pues peor para las ecuaciones de Maxwell. Si le dicen que entra en contradicción con lo observado, bueno, esos experimentalistas hacen chapuzas a veces. Pero si resulta que su teoría va en contra de la segunda ley de la termodinámica, no le queda a usted ninguna esperanza; su teoría se hundirá sin remedio en la más profunda de las humillaciones.

La segunda ley también está relacionada con el concepto denominado entropía, que mide la cantidad de desorden que hay en el universo, o en una parte cerrada del universo (como un tubo de ensayo que ha sido sellado en el laboratorio). La entropía en un sistema cerrado no puede disminuir, por lo que cualquier cambio en el sistema lo llevará a un estado de mayor entropía. El «sistema» de un cubito de hielo que flota en una taza de té tiene más orden (menos entropía) que una taza de té templado, y es por esto por lo que el sistema se mueve desde un estado de orden a un estado desordenado.

El universo considerado en su totalidad es un sistema cerrado, por lo que la entropía del universo entero debe estar aumentando. Pero la Tierra, como ya he indicado, no es un sistema cerrado, ya que recibe un aporte continuo de energía procedente del Sol. Es este suministro de energía desde el exterior lo que hace posible que creemos orden localmente a partir del desorden (por ejemplo, construyendo casas a partir de montones de ladrillos); la disminución de la entropía que va asociada con todos los procesos de la vida en la Tierra se ve más que compensada por el aumento de la entropía dentro del Sol como resultado de los procesos que producen la energía de la que nos alimentamos.

Si tiene dudas, piense que el mismo tipo de fenómeno se produce, a menor escala, cuando enfriamos el interior de un frigorífico y hacemos cubitos de hielo. Tenemos que utilizar energía para extraer calor del frigorífico, y este proceso aumenta la entropía del universo, con un incremento que es mayor que la disminución en entropía que se produce como consecuencia dentro del frigorífico. Si se coloca un frigorífico en una habitación cerrada, con la puerta del frigorífico abierta y el motor funcionando, la habitación se calentará, no se enfriará, porque la energía que consume el motor al calentarse será mayor que el efecto refrigerante del frigorífico abierto.

La tercera ley de la termodinámica tiene que ver con el concepto cotidiano y familiar de temperatura, algo que hemos dado por sabido en esta discusión hasta ahora. Aunque sólo he hablado de la relación entre calor y entropía en términos generales, existe, de hecho, una relación matemática entre las dos magnitudes, y ésta muestra que cuando los cuerpos se enfrían es cada vez más difícil obtener energía de ellos. Esto es bastante obvio en un contexto cotidiano; así, la auténtica razón por la cual las máquinas de vapor fueron tan importantes en la revolución industrial fue porque el vapor caliente podía realizar trabajo útil, subiendo y bajando los pistones, o haciendo girar las ruedas una y otra vez. Se podría, si se deseara realmente, hacer un tipo de motor que hiciera subir y bajar los pistones utilizando un gas mucho más frío (quizá dióxido de carbono), pero esto no sería muy efectivo.

En la década de 1840, William Thomson (quien después sería lord Kelvin) desarrolló estas teorías de la termodinámica en una escala absoluta de temperaturas, siendo el cero de esta escala la temperatura a la cual no se podía obtener más calor (o más energía) de un cuerpo. Este cero absoluto está determinado por las leyes de la termodinámica (por lo que Thomson pudo calcularlo matemáticamente, aunque nunca consiguió enfriar nada hasta esta temperatura) y se sitúa en -273° C. Se conoce como O K, en honor de Kelvin. En la escala Kelvin de temperaturas las unidades tienen el mismo valor que en la escala Celsius, por lo que el hielo se derrite a 273 K (no se escribe el «símbolo de grado» delante de la K). La tercera ley de la termodinámica dice que es imposible enfriar algo hasta los O K, aunque si nos esforzamos podemos (en principio) llegar tan cerca del cero absoluto como queramos. Un cuerpo a cero grados Kelvin estaría en el estado más bajo de energía que un cuerpo puede alcanzar y no se podría obtener de él nada de energía para realizar ningún trabajo.

Algún bromista resumió las tres leyes de la termodinámica en términos coloquiales de la siguiente manera:

  1. No se puede ganar.
  2. No se puede ni siquiera empatar.
  3. No se puede abandonar el juego.

El éxito de la teoría cinética y de la mecánica estadística contribuyó a convencer a muchos físicos de que los átomos eran algo real. Sin embargo, justo hasta finales del siglo
XIX
muchos químicos siguieron considerando sospechoso el concepto de átomo. A nosotros esto nos puede parecer extraño, porque hacia el final de la década de 1860 (justo en la época en que la teoría cinética estaba produciendo tantos éxitos) se había descubierto una pauta en las propiedades de los distintos elementos, una pauta que ahora se explica totalmente en términos de las propiedades de los átomos.

En la década de 1820, Jöns Berzelius, aunque nunca aceptó la hipótesis de Avogadro, hizo un primer intento de clasificar los elementos según el orden de sus pesos atómicos (estableciendo como unidad el peso del hidrógeno, el más ligero de los elementos), pero esto no tuvo éxito. El auténtico progreso llegó después de 1860, cuando Cannizzaro retomó la idea de Avogadro y convenció a muchos de sus colegas de que funcionaba y de que el peso atómico era un concepto útil dentro de la química. Pero, incluso entonces, tuvo que pasar tiempo para que se comprendiera toda la importancia de este progreso. El gran descubrimiento fue que si los elementos se ordenaban según su peso atómico, aquellos que tenían propiedades químicas similares se encontraban a intervalos regulares en la lista; de este modo el elemento que tiene peso atómico 8 presenta propiedades similares a las del elemento cuyo peso atómico es 16 (y también con el elemento de peso atómico 24), y el elemento que tiene peso atómico 17 posee propiedades similares a aquel cuyo peso es 25, y así sucesivamente.

No hacía falta tener mucha imaginación para ir de este descubrimiento a la idea de escribir una lista de elementos en forma de tabla, disponiendo los elementos que tienen propiedades similares unos debajo de otro en un conjunto de columnas verticales. Al principio de la década de 1860, el químico francés Alexandre Beguyer de Chancourtois y el químico británico John Newlands, cada uno de ellos independientemente del otro, propusieron varias versiones de esta idea, pero su trabajo fue ignorado. Lo que es peor, los contemporáneos de Newlands se burlaron de su idea, diciendo que hacer una lista ordenada de los elementos no tenía más sentido que colocarlos en orden alfabético. Fue un extraordinario ejemplo de redomada (y arrogante) estupidez, ya que el alfabeto es una convención arbitraria inventada por los seres humanos, mientras que los pesos de los átomos constituyen una propiedad física fundamental. No obstante, la anécdota muestra lo lejos que estaban los físicos de aceptar la realidad de los átomos a mediados de la década de 1860.

Incluso cuando, por fin, esta idea empezó a ser aceptada, hubo un elemento de controversia. Al final de la década de 1860, el alemán Lothar Meyer y el ruso Dmitri Mendeleiev, cada uno de ellos de forma independiente —y sin tener ninguno de ellos conocimiento de la obra de Beguyer de Chancourtois y Newlands— plantearon la idea de representar los elementos en una tabla periódica (una red de cuadrículas parecida a una tabla de ajedrez) en la que éstos se colocaban en orden según sus pesos atómicos, situando los elementos que tienen propiedades químicas similares uno debajo de otro. Sin embargo, el resultado se conoce actualmente como tabla periódica de Mendeleiev, por lo que Meyer quedó relegado a ser para la historia tan sólo una nota a pie de página, al igual que los otros dos pioneros de la idea, sólo porque Mendeleiev fue lo bastante sagaz como para reordenar los elementos en la tabla, cambiando un poco el orden, y así garantizar que los elementos que presentaban propiedades químicas similares quedaban dispuestos en la misma columna vertical, aunque esto significara revolver ligeramente el orden de los pesos atómicos.

Estos cambios fueron realmente insignificantes. Por ejemplo, el telurio tiene un peso atómico igual a 127'61, justo una pizca más que el yodo, cuyo peso atómico es 126'91. La inversión del orden de estos dos elementos en la tabla permitió a Mendeleiev colocar el yodo debajo del bromo, al que se parece muchísimo químicamente, y el telurio bajo el selenio, dado que ambos se parecen mucho en cuanto a propiedades químicas, en vez de disponer el telurio bajo el bromo y el yodo bajo el selenio. Actualmente sabemos que Mendeleiev tenía razón al efectuar estos cambios, porque el peso de un átomo se determina por el número combinado de protones y neutrones que hay en él, mientras que sus propiedades químicas se relacionan sólo con el número de protones —veremos más sobre esto en el próximo capítulo—; pero en el siglo
XIX
no se conocían ni los protones ni los neutrones, por lo que no había manera de que Mendeleiev pudiera explicar la razón física de su ligero reordenamiento de los elementos en una tabla que estaba basada en los pesos atómicos, y lo que hizo fue confiar en la evidencia química de las similitudes.

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