Juanita la Larga

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

 

Juanita la Larga
narra un tema clásico, el amor entre un hombre y una joven que se enfrentan a las adversidades para defender su amor. Recrea Valera un ambiente arcádico, forjado con sus recuerdos de adolescencia y juventud, con una mezcla de lenguaje culto y coloquial que hace amenísima su lectura. Villalegre, identificada por la crítica con las poblaciones de la infancia y juventud de Valera, Cabra o Doña Mencía, es un paraíso, con ciertas limitaciones como el cacique, el respeto por el orden social establecido o el qué dirán. En la novela tienen cabida elementos de todas las tendencias narrativas del siglo XIX, con preponderancia del humor (bajo la forma de la ironía, la sorna o el sarcasmo, según qué personajes y situaciones), en una obra idílica, alegre como ninguna otra del autor, sin el menor dejo de amargura, y la más verídica en cuanto a emociones, en el contexto de la vida rural que ningún escritor realista pudo realizar.
Juanita la Larga
respetó, sobre todos los demás, el único precepto, no sujeto a épocas, al que se adscribió Valera sin reservas: la novela debe ser independiente de toda ideología o directriz intelectual, para que conserve en toda su pureza su naturaleza de obra de arte autónoma, es decir, el arte por el arte, tan perfectamente definido y desarrollado en la obra crítica de Valera, un autor que cultivó con acierto todos los géneros narrativos.

Juan Valera

Juanita la Larga

ePUB v1.1

TabernaHormiga
19.09.12

Título original:
Juanita la Larga

Juan Valera, 1895.

Editor original: TabernaHormiga (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

Al Excmo. Señor Marqués de la Vega de Armijo

Mi querido amigo: no sé si este libro es novela o no. Le he escrito con poquísimo arte, combinando recuerdos de mi primera mocedad y aun de mi niñez, pasada en tal o cual lugar de la provincia de Córdoba. A fin de tener libre campo en que fingir una acción, no determino el lugar en que la acción pasa e invento uno dándole nombre supuesto, pero yo creo que los usos y costumbres, los caracteres, las pasiones y hasta los lances de mi relato, han podido suceder naturalmente y tal vez han sucedido, siendo yo, en cierto modo, más bien historiador fiel y veraz que novelista rico de imaginación y de inventiva. Si no fuese porque ahora está muy en moda este género de novelas, copia exacta de la realidad y no creación del espíritu poético, yo daría poquísimo valer a mi obra. No le tiene tampoco porque eleve el alma a superiores esferas, ni porque trate de demostrar una tesis metafísica, psicológica, social, política o religiosa. Juanita la Larga no propende a demostrar ni demuestra cosa alguna. Su mérito, si le tuviere, ha de estar en que divierta. Yo me he divertido mucho escribiéndola, pero no se infiere de ahí que se diviertan también los que la lean. Al contrario, es muy posible que haya agotado yo toda la diversión al escribirla y se la entregue al público, monda y lironda, como quien se come la carne y tira el hueso.

Había pensado yo, desde un principio, dedicar a usted esta novela, llamémosla así; pero las anteriores consideraciones me han hecho vacilar y me han tenido a punto de no hacer la dedicatoria. Si no enseño nada porque en la novela no hay tesis y porque no gusto de la poesía docente, y si no divierto tampoco porque todo el jugo de la diversión que en la novela había me le he sorbido al componerla ¿qué es lo que voy a dedicar que merezca ser dedicado?

A pesar de lo dicho, he persistido después en hacer la dedicatoria y la hago, fundado en dos razones.

Es la primera la persuasión en que estoy de que usted acogerá este libro, con benévola indulgencia, prescindiendo de su corto mérito, por ser muestra de mi constante amistad y de la gratitud que le debo, ya por antiguos favores, ya por otros recientes, cuando hace poco fue de nuevo jefe mío. Y es la segunda que mi libro puede considerarse como espejo o reproducción fotográfica de hombres y de cosas de la provincia en que yo he nacido y en que usted es uno de los más ilustres magnates. Aunque las pinturas o retratos que yo hago carezcan de gracia, entiendo que en ellos resplandece el amor con que los he hecho, lo cual no puede menos de prestarles agrado y de atraerles la simpatía de usted y del público. Por donde me inclino a esperar que usted ha de gustar de mi libro y que también el público ha de gustar de él, si no tanto como usted, lo bastante para perdonar o disimular las muchas faltas que en él note.

Suplico a usted, pues, que acepte mi pobre ofrenda por la buena y cariñosa intención con que se la dedico y que me crea siempre su afectísimo amigo

q. b. s. m.

JUAN VALERA.

I

Cierto amigo mío, diputado novel, cuyo nombre no pongo aquí porque no viene al caso, estaba entusiasmadísimo con su distrito y singularmente con el lugar donde tenía su mayor fuerza, lugar que nosotros designaremos con el nombre de Villalegre. Esta rica aunque pequeña población de Andalucía estaba muy floreciente entonces, porque sus fértiles viñedos, que aún no había destruido la filoxera, producían exquisitos vinos, que iban a venderse a Jerez para convertirse en jerezanos.

No era Villalegre la cabeza del partido judicial, ni oficialmente la población más importante del distrito electoral de nuestro amigo, pero cuantos allí tenían voto estaban tan subordinados a un grande elector, que todos votaban unánimes y, según suele decirse, volcaban el puchero en favor de la persona que el gran elector designaba. Ya se comprende que esta unanimidad daba a Villalegre, en todas las elecciones, la más extraordinaria preponderancia.

Agradecido nuestro amigo al cacique de Villalegre, que se llamaba D. Andrés Rubio, le ponía por las nubes y nos le citaba como prueba y ejemplo de que la fortuna no es ciega y de que concede su favor a quien es digno de él, pero con cierta limitación, o sea sin salir del círculo en que vive y muestra su valer la persona afortunada.

Sin duda, D. Andrés Rubio, si hubiera vivido en Roma en los primeros siglos de la Era Cristiana, hubiera sido un Marco Aurelio o un Trajano; pero como vivía en Villalegre, y en nuestra edad, se contentó y se aquietó con ser el cacique, o más bien el César o el emperador de Villalegre, donde ejercía mero y mixto imperio y donde le acataban todos obedeciéndole gustosos.

El diputado novel, no obstante ensalzaba más a otro sujeto del distrito, porque sin él no se mostraba la omnipotencia bienhechora de don Andrés Rubio. Así como Felipe II, Luis XIV, el Papa León X y casi todos los grandes soberanos, han tenido un ministro favorito y constante, sin el cual tal vez no hubieran desplegado su maravillosa actividad ni hubieran obtenido la hegemonía para su patria, D. Andrés Rubio tenía también su ministro, que, dentro del pequeño círculo donde funcionaba, era un Bismark o un Cavour. Se llamaba este personaje D. Francisco López, y era secretario del Ayuntamiento; pero nadie le llamaba sino D. Paco.

Aunque había cumplido ya cincuenta y tres años, estaba tan bien conservado, que parecía mucho más joven. Era alto, enjuto de carnes, ágil y recio; con poquísimas canas aún; atusados y negros los bigotes y la barba; muy atildado y pulcro en toda su persona y traje; y con ojos zarcos, expresivos y grandes. No le faltaba ni muela ni diente, que los tenía sanos, firmes y muy blancos e iguales.

Pasaba D. Paco por hombre de amenísima y regocijada conversación, salpicada de chistes, con que hacía reír sin ofender mucho ni lastimar al prójimo, y por hábil narrador de historias, porque conocía perfectamente la vida y milagros, los lances de amor y fortuna, y la riqueza y la pobreza de cuantos seres humanos respiraban y vivían en Villalegre y en veinte leguas a la redonda.

Esto en lo tocante al agrado. Para lo útil don Paco valía más: era un verdadero factotum. Como en el pueblo, si bien había dos licenciados y tres doctores en derecho, eran abogados Peperris, o sea de secano, todos acudían a D. Paco que, rábula y jurisperito, sabía más leyes que el que las inventó, y les ayudaba a componer o componía cualquier pedimento o alegato sobre negocio litigioso de algún empeño y cuantía.

El escribano era un zoquete, que había heredado la escribanía de su padre y que sin las luces y la colaboración de D. Paco apenas se atrevía a redactar ni testamento, ni contrato matrimonial, de arrendamiento o de compra-venta, ni escritura de particiones.

El alcalde y los concejales, rústicos labradores por lo común, a quienes D. Andrés Rubio hacía elegir o nombrar, le estaban sometidos y devotos, y como no entendían de reglamentos ni de disposiciones legales sobre administración y hacienda, D. Paco era quien repartía las contribuciones y lo disponía todo. Cuidaba al mismo tiempo de la limpieza de la villa, de la conservación de las Casas Consistoriales y demás edificios públicos y del buen orden y abastecimiento de la carnicería y de los mercados de granos, legumbres y frutas; y era tan campechano y dicharachero, que alcanzaba envidiable favor entre los hortelanos y verduleras, quienes solían enviar a su casa, para su regalo, según la estación, ya higos almibarados, ya tiernas lechugas, ya exquisitas ciruelas claudias o ya los melones más aromáticos y dulces.

El carnicero estaba con D. Paco a partir un piñón, y de seguro que, si alguna becerrita se perniquebraba y había que matarla, lo que es los sesos, la lengua y lo mejorcito del lomo no se presentaba en otra mesa sino en la de D. Paco, a no ser en la de su hija, de quien hablaremos después.

Asombrosa era la actividad de D. Paco, pero distaba mucho de ser estéril. Con tantos oficios florecía él y medraba que era una bendición del cielo, y aunque había empezado en su mocedad por no poseer más que el día y la noche, había acabado por ser propietario de buenas fincas. Poseía dos hazas en el ruedo, de tres fanegas la una. La otra sólo tenía una fanega y cinco celemines; pero como allá en lo antiguo había estado el cementerio en aquel sitio, la tierra era muy generosa y producía los garbanzos más mantecosos y más gordos y tiernos que se comían en toda la provincia, y en cuya comparación eran balines los celebrados garbanzos de Alfarnate. Poseía también D. Paco quince aranzadas de olivar, cuyos olivos no eran ningunos cantacucos, sino muy frondosos y que llevaban casi todos los años abundante cosecha de aceitunas, siendo famosas las gordales, que él hacía aliñar muy bien, y que, según los peritos en esta materia, sobrepujaban a las más sabrosas aceitunas de Córdoba, tan celebradas ya en la
Gatomaquia
por el Fénix de los Ingenios, Lope de Vega.

Por último, poseía D. Paco la casa en que vivía, donde no faltaban bodega con diez tinajas de las mejores de Lucena, un pequeño lagar, y una candiotera con más de veinte pipas, entre chicas y grandes. Para llenar las pipas y las tinajas era D. Paco dueño de un hermoso majuelo, que casi tenía seis fanegas de extensión; y, aunque su producto no bastaba, solía él comprar mosto en tiempo de la vendimia, o más bien comprar uva que pisaba en el lagar de su casa.

Era ésta de las buenas del pueblo, con corral donde había muchas gallinas, y con patio enlosado, y lleno de macetas de albahaca, brusco, evónimo, miramelindos, don-pedros y otras flores.

Claro está que para las faenas rústicas del lagar, del trasiego del vino y de la confección del aceite, hombres y bestias entraban por una puertecilla falsa que había en el corral. En suma, la casa era tal y tan cómoda y señoril, que si la hubiera alquilado D. Paco, en vez de vivirla, no hubiese faltado quien le diese por ella 400 reales al año, limpios de polvo y paja, esto es, pagando la contribución el inquilino.

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