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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Juanita la Larga (10 page)

—No maldigas del padre —replicó Juanita—. Es un bendito espejo de santidad. Mucho de lo que dijo en el sermón era juicioso. Y si incurrió en exageraciones, bien sé yo por qué. La Reina Católica prohibiría sin duda la seda, porque en su tiempo se entenderían las cosas de muy otra manera que en el día, y además porque la seda costaría entonces un ojo de la cara y arruinaría al país. En fin, yo no sé por qué prohibió la Reina la seda. Acaso no sea verdad que la prohibiese. Pero si lo es o no lo es, ¿a mí qué me importa? Yo no me quejo de la Reina ni del cura. De quien me quejo es de aquella embustera gazmoña de doña Inés, que es la que ha armado contra mí todo este gatuperio. Ella me las pagará. ¡Voto a Cristo que me las pagará!

Y levantándose entonces de la silla, se dirigió hacia su madre con los ojos echando chispas; y haciendo la cruz como para persignarse, dijo solemnemente:

—Por esta cruz lo juro: yo me vengaré. Ella se acordará de mí durante toda su asquerosa vida, o me han de borrar el nombre que tengo.

—Sí, hija mía —repuso Juana; véngate, véngate. Nada más natural y razonable, pero sin hacer ninguna barrabasada. Y sobre todo no jures, que es pecado mortal. Véngate sin juramento: con cachaza y mala intención.

—Pierde cuidado. No me faltará cachaza. He de disimular más y he de ser más hipocritona que esa indina. Mala intención es lo que no tengo: mi intención siempre será buena.

Al llegar a este punto de su interesante diálogo, ambas interlocutoras oyeron en la calle terrible estruendo de voces, silbidos y carreras. Se asomaron a la ventana y miraron por la celosía. Apenas tuvieron tiempo de ver pasar atropellada muchedumbre de gente, y una vaca brava, atada a una larga y recia soga, de la que tiraban catorce o quince mozos de los más robustos y ágiles. Otros mozos aguijoneaban y enfurecían la vaca, apaleándola con las chivatas y punzándola por detrás con pitacos o bohordos de pita.

No siguieron mirando las Juanas lo que ocurría en la calle, porque más conmovedor espectáculo se ofreció de repente a sus ojos dentro de la sala misma. Apareció D. Paco, a quien la criada había abierto la puerta, con una gran pelota colorada entre los brazos. Pronto reconocieron en aquella pelota a la hija mayor del escribano, que venía desmayada y con acardenalado y gordo chichón en la frente. Las mejillas y las narices las traía embadurnadas en una sustancia amarilla y pegajosa, a la que las moscas acudían. Al pronto dio no poco que sospechar la tal sustancia, pero luego se supo que eran yemas despachurradas.

En un cucurucho, que le había feriado el novio, las llevaba doña Nicolasita, y no se rompió las narices porque al caer dio con ellas sobre las yemas.

Embelesada con la conversación de su novio que iba a su lado, con la carátula en la cabeza como montera y casi tan majo como ella, y seguida de su padre y de su hermanita, habían estado todos en la plaza donde Pepito se había despilfarrado feriando los dulces. Allí se habían olvidado por completo de que formaba parte del programa de los regocijos y festejos con que se celebraba el día del Santo, un toro de cuerda, que entonces fue vaca, como hemos dicho.

Al pasar en grupo por la calle donde ambas Juanas vivían, oyeron de repente el alboroto y vieron el tropel de los que huían de la vaca, y hasta entonces no recordaron el peligro a que se habían expuesto.

El escribano, sin pensar en sus hijas, con frac y todo, se subió por los hierros de una reja y logró ponerse en salvo. La hermanita menor, que era muy ligera, tal vez por ser tan ruin y enjuta de carnes, se subió también a otra reja, donde parecía un mico.

El novio estuvo muy caballeroso y quiso imitar a Edgardo, el héroe de la novela de Walter Scott,
Lucia de Lammermoor
que él había leído; pero la vaca no entendía de heroicidades y le derribó al suelo, dándole un empellón con el testuz. Por fortuna, la vaca no le hizo daño ni caso, porque sólo llamaba su atención y la atraía poderosamente aquella masa redonda y colorada que corría delante de ella agitando mucho las faldas. Como la calle estaba cubierta de gayomba y de juncia y con muchas gotas de cera que habían caído al pasar la procesión, el piso se resbalaba demasiado. No es, pues, de extrañar que resbalase doña Nicolasita y diese en el suelo de hocicos. Gracias a las dos libras de yemas que se interpusieron entre su cara y las piedras, no se despampanó la pobre. Sólo se hizo en la frente el chichón ya mencionado. Su terror fue inmenso y causa de su desmayo. Allí, en su fantasía febricitante, creyó sentir el cuerno que penetraba traidoramente en sus delicadísimas carnes, ya por un lado, ya por otro; y como con el terror, y antes de que sobreviniese el soponcio, le dio la pataleta, agitaba la falda roja y llamaba más al toro, o digamos a la vaca, que se le venía encima.

La fuerza de los mozos que la detuvieron tirando de la cuerda impidió que hubiese aquel día un desastre y que la función acabase en tragedia.

D. Paco, que venía por allí para visitar a sus amigas, al ver desmayada a doña Nicolasita, la levantó en sus brazos y se refugió en casa de ellas.

Cuando ambas se enteraron de lo sucedido, olvidado el enojo, cumplieron piadosamente con las leyes de la hospitalidad. Hicieron volver de su desmayo a la víctima de la vaca, aplicando a sus narices vinagre muy fuerte; con el mismo vinagre aguado le pusieron compresas en el chichón y se le vendaron con un pañuelo blanco, de suerte que doña Nicolasita parecía un Cupido. Y, por último, le lavaron la cara y le quitaron la costra y churretes de yemas.

D. Paco auxilió en todo esto a las dos caritativas mujeres.

El escribano, Pepito y la hermana menor, recobrados ya del susto, vinieron a la puerta a llamar a doña Nicolasita, la cual, restablecida también, salió en busca de ellos, sin dar ocasión ni tiempo a que entrasen.

Tal vez pudo creerse que esta precipitación en la partida y el no entrar en la casa los otros, había sido de puro avergonzados; pero como doña Nicolasita no dio las gracias sino de un modo muy seco, y Juana y Juanita estaban escamadas, ambas lo atribuyeron a desdén y a estúpido recelo de rebajarse y contaminarse con el trato de ellas.

Más amostazada entonces que nunca Juana la Larga, aprovechándose de un momento en que Juanita había subido a su cuarto, habló a D. Paco de esta manera:

—Sr. D. Paco; de sobra habrá visto usted la afrenta que nos han hecho hoy. Su hija de usted, mi señora doña Inés, tiene la culpa de todo. Se le figura que le tenemos a usted encantusado, y que le queremos chupar y le chupamos los parneses. Harto sabe usted que eso no es verdad. Mi niña aceptó el corte de vestido y algún que otro regalo; pero los hemos pagado, si no con creces, en lo justo. La levita que lleva usted puesta bien vale la seda que mi hija ha lucido hoy, y que tanto jaleo ha causado. Nosotras queremos mucho a usted, como buenas amigas, pero no le queremos tanto para que por usted nos sacrifiquemos; si seguimos recibiéndole, nos tendrán por unas perdidas, y hasta serán capaces de echarnos del lugar. A Juanita le divierte mucho la conversación de usted, pero yo no quiero conversación que a nada conduce que nos puede salir muy cara. Con que, con pena lo digo, y sin pensamiento de ofenderle; trasponga usted, y no vuelva a parecer por esta casa, al menos hasta que cambien las circunstancias, si es que cambian algún día, y si no cambian, no parezca usted nunca.

D. Paco se compungió y se aturdió al oír este discurso y no acertó a dar contestación. Algo tartamudeaba; pero la resuelta Juana no le dejaba decir palabra. Le empujó hacia la puerta y le echó a la calle antes de que volviese su hija.

XVIII

Atolondrado D. Paco con los sucesos de aquel día y más aún con la expulsión de que acababa de ser objeto, no sabía qué camino tomar ni a qué carta quedarse, y maquinalmente se fue a su casa a meditar y a hacer examen de conciencia. Lo primero que notó fue que la tenía muy limpia. No era ningún delito, aunque pudiese pasar por extravagancia, el que estuviese él enamorado de aquella muchacha que podía ser su nieta. El haber ido a su casa todas las noches durante algunas semanas apenas le parecía imprudente y digno de censura. De Juanita formaba sucesiva y a veces simultáneamente, distintos conceptos, como si en el fondo del ser de ella hubiese algo de misterioso e indescifrable. De sobra reconocía él que Juanita, si no le había dado calabazas, era porque él no se había declarado en regla, pero con sus bromas de llamarle abuelo y con la maña que ella empleaba para que él no le hablase al oído y para esquivar el estar a solas con él, harto claro se veía que no quería admitirle por novio ni por amante. Sin embargo, ¿sería este cálculo o ladino instinto de mujer para cautivarle mejor o para entretenerle con esperanzas vagas? También recordaba D. Paco los cuchicheos de Juanita con Antoñuelo y se ponía celoso.

¿Si estaría ella prendada de Antoñuelo, y considerando que como novio no le convenía, pensaría en plantarle y en decidirse al fin por don Paco, como mejor partido y conveniencia? ¿Si titubearía ella entre su propio gusto y lo que su madre sin duda le aconsejaba? Como quiera que fuese, D. Paco tenía estampada en las telas del juicio la imagen de Juanita, y cada vez le parecía más hermosa y más deseable. Harto bien notaba que ni su madre ni ella habían tratado jamás de medrar a su costa de un modo pecaminoso e ilegítimo. La madre acaso le deseaba para yerno. Lo que es la hija, hasta entonces no había mostrado desearle ni menos buscarle para amante ni para marido. Él había hecho todos los avances. Culpa suya era todo aquel furor suscitado contra las dos mujeres, del cual no le cabía la menor duda de que doña Inés era promovedora. Consideraba luego D. Paco, y esto le lisonjeaba y le ponía muy orondo, que Juanita, ya que no le amase, se deleitaba con su conversación, le reía los chistes, le aplaudía las discreciones, y oyéndole hablar se mostraba muy atenta y como pendiente de sus labios. En aquella casa, de donde le habían echado, no había recibido sino honestos y amistosos favores, en pago de los cuales, y fuese por lo que fuese, acababan de recibir ambas mujeres un agravio sangriento, para el cual se creía él obligado de hallar satisfacción.

Exaltado por estas cavilaciones, se decidió don Paco a ir a ver a su hija; a explicarle con franqueza y lealtad lo que había pasado y a pedirle cuenta de su maligna conducta.

De mucho valor tenía que revestirse para atreverse a dar aquel paso. Doña Inés, con su severidad y su tiesura, casi le infundía miedo; pero le venció la vergüenza; hizo cuanto pudo para apartarle de sí, y se dirigió, con todos los bríos que pudo recoger y acumular en su ánimo, a casa de la señora doña Inés López de Roldán, a quien bien sabía él que hallaría sola a la hora de la siesta.

En casa de doña Inés se comía entonces a las dos de la tarde. D. Álvaro, cuando no estaba en el campo, se acostaba en seguida, y como comía bastante y bebía más del exquisito vino que se cría por allí, y que es mejor que el de Jerez, con perdón sea dicho, se tendía en su cama y estaba roncando hasta las cuatro o las cinco de la tarde.

A los niños se los llevaban Serafina, el ama y Calvete al otro extremo de la casa, donde no molestaban con su ruido. Doña Inés se quedaba entonces sola en su estrado o en su despacho, ya haciendo cuentas, ya entregada a sus oraciones, ya leyendo algún libro de devoción o de historia.

El cacique D. Andrés y otros personajes importantes del lugar no venían de visita o de tertulia sino por la noche. Las malas lenguas pueden decir cuanto se les antoja; los mal pensados pueden suponer las mayores diabluras, pero lo cierto es que doña Inés era recatadísima y, o bien tenía razón el padre Anselmo y era una Lucrecia cristiana, o bien sabía, con prodigioso artificio, practicar aquel famoso precepto que dice: si no eres casta sé cauta. De aquí que doña Inés pudiese erguir muy alta la frente y calificar de brutal y grosera calumnia la más leve insinuación que contra su honestidad se atreviese a hacer algún deslenguado.

Muy entretenida se hallaba entonces leyendo la vida de Santo Domingo, porque a causa de la función de iglesia no había leído aquel día muy de mañana el Año Cristiano (como tenía de costumbre), cuando entró Serafina a anunciar que D. Paco llegaba a visitarla.

D. Paco tenía entrada franca en aquella casa, pero Serafina le anunció para tener prevenida a su ama. Apenas transcurrió un minuto entre el anuncio y la entrada de D. Paco diciendo buenos días.

—Buenos días dé Dios a usted, señor padre —dijo doña Inés levantándose de la silla, acudiendo respetuosamente a su padre para besarle la mano y convidándole a sentarse, como se sentó, en un sillón frente de ella.

—Dichosos los ojos que ven a usted —prosiguió doña Inés—. Hace no sé cuántas semanas que no pone usted los pies aquí. ¿Qué negocios le traen a usted tan ocupado? ¿Qué le ha caído a usted que hacer que no le deja siquiera una hora o dos libres por la noche para venir a mi tertulia, verme y darme el gusto de que yo le vea, echar algunas manos de tresillo o tener un rato de agradable conversación con el padre Anselmo y con los demás señores que honran mi casa con su presencia?

Estas cariñosas quejas parecían dadas sin intención y como nacidas del filial afecto, pero, al mismo tiempo, eran un cruel interrogatorio, que turbó a D. Paco y al que tuvo que hacer un esfuerzo para contestar. De nada valía el disimulo. Era menester contestar con franqueza, y D. Paco, armándose de valor, contestó de esta suerte:

—Tienes razón en quejarte, hija mía. Hace tiempo que no vengo a tu tertulia, ¿qué quieres?, acaso han sido chocheces, extravagancias de viejo; pero yo había tomado la maña de ir a otra tertulia más modesta y menos elegante que la tuya, y que sin embargo, lo confieso, tenía para mí singular atractivo.

¡Válgame Dios, señor padre!; lo había oído decir, pero no lo había querido creer hasta que lo oigo de su boca. Extraño me parece que una persona de la posición, de la gravedad y de los conocimientos de usted, se deleite rebajándose y dando conversación, durante horas enteras, a dos mujeres tan ordinarias y tan poco edificantes como las Juanas; pero más extraño es todavía que no sea la conversación de usted y su tertulia con ellas solas, sino que haya usted tenido casi siempre por contertuliano a Antoñuelo, el hijo del herrador, el más pillete y el más zafio de todos los mozos de este lugar. ¡Singular tertulia! ¡Buen par de parejas estaban ustedes! La verdad… yo no sabía qué decir cuando me hablaban de esto. Aseguraban unos que Antoñuelo es el novio o sabe Dios qué de la Juanita y le endosaban a usted a la Juana. Otros afirmaban que usted pretendía a Juanita, ¿pero entonces en qué se empleaba, qué papel hacía el celebérrimo Antoñuelo? ¿Eran ustedes rivales? Confiese usted que ha sido una locura, un disparate, lo que ha estado usted haciendo. No niego yo que la Juanita es guapa, aunque más que de honrada mocita, tiene trazas de desaforado marimacho, o de desenfrenada potranca. Pero aunque fuese Juanita la propia diosa Venus, debía usted (perdóneme, señor padre, si se lo digo, por el interés y el amor que me inspira) debía usted no avillanarse yendo de diario a su casa. Pecado y vicio sería ir allí solo, y como favorecido vencedor; pero el ir en competencia con Antoñuelo, francamente, yo no acierto a calificarlo. Lo mejor que se puede decir es que ha sido un delirio. Vuelva usted en su juicio: deje de visitar a esas mujeres y todos trataremos en el pueblo de hacer olvidar que usted las ha visitado pretendiendo a una de ellas, hasta ahora tal vez en balde. Si ha pecado sólo con la intención, no por eso es menor el pecado. Al contrario, ya que no para las personas piadosas y timoratas, para la gente vulgar y profana es pecado más feo. No se ofenda usted si me atrevo a declararlo, con harto dolor lo declaro, la ridiculez le acompaña.

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