Juanita la Larga (13 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

que non valía un reale;

debajo llevaba otra

que valía una ciudade.

Juanita, al citar estos versos y al aplicárselos, se olvidaba de sus melancolías y soltaba una carcajada.

—¿De qué te ríes, niña? —le dijo una vez su madre—. Pues no es cosa de risa lo que nos está sucediendo.

—Sí, mamá; es cosa de risa. Mejor es reír que rabiar. Cuando las cosas se toman a risa las penas que causan se mitigan o se consuelan.

Juanita no se contentó con pensar y con proponerse cuanto queda dicho, sino que lo cumplió todo con la mayor exactitud y perseverancia.

Pasaron muchos meses.

El cambio de Juanita empezó a notarse y a celebrarse entre las personas más devotas del lugar. El padre Anselmo, singularmente y sin poderlo remediar, a despecho de su humildad cristiana y del menosprecio de sí mismo, sintió un noble orgullo y se dio a entender que había hecho la más repentina y milagrosa conversión, deteniendo a aquella joven y simpática pecadora al borde del abismo en que iba ya a precipitarse.

XXII

Su rehabilitación costó a Juanita largo tiempo y además no pocos sacrificios, trabajos y esfuerzos de voluntad.

Fue lo más duro para ella el tener que vivir, sobre todo al principio, en soledad completa.

Se aburría y a menudo recelaba que iba a enfermar de ictericia.

No podía ni quería retroceder y charlar de nuevo y reanudar amistades con las mozuelas que antes había tratado, las cuales, ofendidas ya, le darían acaso mil sofiones: ni menos podía intimar, aunque lo desease, con las hidalgas y con las hijas de los labradores ricos, que se preciaban de señoritas y que huirían de ella, así por la humilde posición de su madre, como por su ilegítimo nacimiento y por la mala fama que le habían dado en el lugar y que entre todos sus habitantes cundía.

Juanita tuvo que perder hasta la amistad y el trato de Antoñuelo. Y esto, no sólo para no seguir dando pábulo a la maledicencia, sino también porque Antoñuelo estuvo muy tonto y ella se vio en la precisión de despedirle con cajas destempladas y para siempre.

Dos días después de haber predicado el padre Anselmo su famoso sermón, Antoñuelo volvió de sus correrías. Entonces no se hablaba en el lugar sino del escándalo que Juanita había dado y de la severa y merecida lección que del padre Anselmo había recibido.

En la plaza y a la sombra de algunos álamos que están en el altozano, cerca de la iglesia, y donde se reúne y platica la gente moza, varios amigos y conocidos embromaron pesadamente a Antoñuelo, por el papel desairado y ridículo que suponían que había hecho, reverenciando, sirviendo y adorando casi como deidad a una mozuela que le desdeñaba y que aceptaba, quién sabe hasta qué punto, los regalos y el amor de un rival dichoso.

Las relaciones entre Juanita y Antoñuelo tal vez parecerán inverosímiles a quien piense someramente en ello; pero yo creo que son más naturales y frecuentes de lo que se imagina.

Desde la infancia habían vivido en la mayor intimidad Antoñuelo y Juanita. Con cortísima diferencia tenían la misma edad, y podía asegurarse que se habían criado juntos. Él era zafio, mal educado, travieso y atrevido; tenía pocos alcances y una voluntad tan realenga que ni a su padre se sometía; pero en estos mismos defectos se fundaba la amistad de Juanita hacia él. Juanita había adquirido y conservaba tal imperio sobre aquel muchacho, que lograba que la respetase, la temiese y la obedeciese como un perro a su amo.

A ella no le pasó jamás por la imaginación el querer a Antoñuelo como una mujer quiere a un hombre. Y él, como por una parte la tenía por un ser superior, y por otra parte sus instintos amorosos eran vulgarísimos, procuraba emplearlos y satisfacerlos en más fáciles objetos, y sin darse cuenta de ello, e ignorando su esencia y su nombre, consagraba a Juanita un afecto puro, ideal y platónico. Sentimientos tales, si bien se recapacita, no son extraños al alma de los más vulgares sujetos. Todos o casi todos los hombres tienen sed, tienen necesidad de venerar y de adorar algo. El espiritual, el sabio, el discreto, comprende con facilidad y adora a una entidad metafísica: a Dios, a la virtud o a la ciencia. Pero el rudo, que apenas sabe sino confusamente lo que es ciencia, lo que es virtud y lo que es Dios, consagra sin reflexionar ese afecto, en él casi instintivo, a un ídolo visible, corpóreo, de bulto.

Juanita era este ídolo para Antoñuelo. Juanita era también su oráculo. Él oía con religioso respeto sus advertencias y amonestaciones, y de buena fe se prometía y prometía al pronto tomarlas para pauta de su conducta. Siempre que Antoñuelo se hallaba en la presencia de Juanita se sentía avasallado por su influjo, deslumbrado por su superior inteligencia y ligado a la voluntad de ella. Por desgracia, no bien Antoñuelo se hallaba ausente de Juanita, el influjo bienhechor desaparecía, y los instintos brutales y las malas pasiones acudían en tropel y desataban o rompían las ligaduras y arrojaban al olvido los buenos consejos y preceptos que Juanita había dado. Antoñuelo, lejos de la fascinación y del encanto que casi milagrosamente le habían conservado como ser racional, se convertía en un estúpido y en un perdido.

A pesar de la ineficacia por falta de duración, de su poder purificante sobre el alma de Antoñuelo, Juanita le quería, se interesaba por él y sentía halagado su orgullo al dominarle, aunque fuera momentáneamente.

Para dar una idea exacta de la inclinación de Juanita hacia aquel mozo, diré que se parecía a la que yo he visto que tienen ciertas grandes señoras, ya por un alano, ya por un mastín corpulento y poderoso, que hay en casa de ellas, que inspira terror a las visitas, que parece capaz de derribar a un hombre de un manotazo y de destrozarle de un mordisco, y que sin embargo se echa con la mayor humildad a las plantas de su ama, y siente inexplicable placer si ella con su blanca mano le toca la cabeza o con el pie le sacude o le pisa.

En la ocasión de que vamos hablando, las feroces burlas de sus camaradas habían trasformado a Antoñuelo; su domesticidad y su mansedumbre habían desaparecido; ya no era perro sino lobo.

Traía muy estudiado el discurso, si puede llamarse discurso lo que iba a decir; y a fin de que no se le borrara de la memoria o se le enmarañara en el caletre, deseaba descargarse de él como quien suelta un peso y decirle sin preámbulos.

La ocasión se presentó propicia a su deseo.

Juana estaba en la cocina, y Antoñuelo halló sola a Juanita cosiendo en la sala.

Venía él con el entrecejo fruncido y con marcadas señales en toda la cara de muy terrible enojo.

Apenas se saludaron él y ella, Antoñuelo dijo:

—Vengo a quejarme de ti; a decirte que me has engañado. Por culpa tuya he estado haciendo el tonto, y no quiero hacerlo más.

—Pues, hijo mío —dijo ella riendo—; yo no sé cómo te las compondrás para no seguir haciendo el tonto. Lo que yo sé es que no tengo la culpa de que lo hayas sido hasta ahora, y menos sé aún en qué y cuándo te he engañado.

—Me has engañado fingiéndote santa, para que yo embaucado te adorase cuando no eres santa, sino una mala mujer. Por todo el lugar no se habla de otra cosa sino de tus relaciones con D. Paco, y de que te mantiene y te viste.

—¿Y has creído tú esas calumnias? ¿Y en vez de defenderme y de enfurecerte contra los calumniadores te enfureces contra mí?

Juanita dejó escapar irreflexivamente estas últimas frases. Luego se reprimió y procuró enmendarlas. Creía bruto a Antoñuelo, pero no le creía cobarde.

Si dejó de defenderla fue, no por cobardía, sino por maliciosa necedad que acepta lo malo como cierto. De todos modos, más valía así. Mucho hubiera contrariado a Juanita que por sacar la cara por ella hubiera reñido Antoñuelo, resultando tal vez de la riña heridas o mayores desgracias, que hubieran empeorado la situación.

Juanita añadió entonces:

—Bien pensado, hiciste bien en no defenderme. He sido imprudentísima. Los que no me conocen tienen algún fundamento para acusarme. Las apariencias me condenan. Yo me resigno y perdono a los que me acusan. Perdónalos tú también, pero no los creas. Tú que me conoces de toda la vida, tú que sabes con qué pureza de afecto, con qué ternura de hermana te he querido y te quiero aún, no debes, no puedes creer esas infamias; pues qué, ¿no comprendes que yo soy capaz de querer a D. Paco por el mismo estilo que a ti te quiero?

—Esa es grilla, esa es grilla —replicó Antoñuelo—. Tú con tus sutilezas y mentiras quieres volverme tarumba; pero no lo conseguirás. Te burlas de mí porque me crees bobo. No quiero callar. Aunque me pongas el dedo en la boca, te morderé y no me callaré. En adelante no quiero ser tu juguete. Quien te conozca que te compre. Me han abierto los ojos. Ya te conozco. Eres una tramoyana y una perdida. Y tu madre es peor que tú.

La última frase la decía Antoñuelo para desafiar también la cólera de Juana, que entraba en la sala de vuelta de la cocina.

—¡Ay, niña, niña! —dijo Juana—. ¿Qué paciencia es la tuya? ¿Por qué aguantas los insultos de este animal de bellota, las coces de este mulo resabiado?

—Señora —replicó Antoñuelo—, mire usted lo que dice y no se desvergüence conmigo, si no quiere que me olvide yo de que es mujer y le ponga las peras a cuarto, o la emplume, como merece.

Al oír esto Juana, ya no contestó palabra, pero se precipitó sobre el que tan atrozmente la ofendía. Juanita se interpuso entre su madre y el mozo, a fin de evitar la lucha.

—Vete, vete al punto de esta casa y no vuelvas más en tu vida. Para mí has muerto. Quiero olvidar hasta el santo de tu nombre. No tengo que darte cuenta de mi conducta. Nada me importa ni me aflige el ruin concepto que formes de mí. Vete.

Y diciendo y haciendo, interpuesta siempre entre su madre y el mozo, recelosa de que se empeñasen en un combate tragi-cómico, fue empujando con suavidad a Antoñuelo hasta la puerta de la calle. Ella misma levantó el picaporte, abrió la puerta y echó de su casa al amigo de toda la vida. Al hacer esto, en el rostro de Juanita se mostraba más bien la tristeza que la cólera; y Antoñuelo, al mirarla tan digna, amainó en su furor, no persistió en sus improperios y se fue cabizbajo y silencioso.

XXIII

Al disgusto de vivir aisladas ambas Juanas se añadía otro no menor y más positivo.

Al principio se difundió tanto la idea de que Juana había llevado su complacencia inmoral hasta ser tercera de su hija, que la llamaban menos para trabajar en las casas principales por el temor de que fuese ella la propia Celestina resucitada y tratara de pervertir a las Melibeas de dichas casas. No obstante, y como ya he dicho, aquella malísima situación se fue poco a poco suavizando. Además, eran tan notorios y tan irreemplazables el arte y la inspiración de Juana, para dirigir una matanza, para hacer arrope, piñonate, empanadas y tortas, y para preparar festines, que las personas de gusto y de medios desecharon los recelosos escrúpulos y poniéndoles el correctivo de estar a la mira y ojo avizor para que Juana no ejerciese sus presuntas artes proxenéticas, siguieron llamándola a trabajar en sus casas; y los ingresos y rentas de Juana, que habían disminuido, volvieron a su estado normal aunque no se aumentaron.

El recogimiento y la austeridad de Juanita al fin surtieron efecto. La idea que el padre Anselmo concibió de que había logrado convertir a aquella pecadora incipiente y de atraer al aprisco a la ovejita descarriada antes de que cayese entre las uñas y la boca del lobo, fue adquiriendo resonancia y eco entre el vulgo. Juanita fue, pues, mirada, si no como paloma sin mancilla, como Magdalena arrepentida y penitente, no de la culpa, sino del conato.

Transcurrió más de un año antes de que Juanita, a fuerza de ingenio y de fatigas, lograse resultado tan brillante.

La rígida doña Inés era la más difícil de ablandar. No quería creer en la virtud de la muchacha, y sospechaba que era todo hipocresía.

Cuando llegaban a oídos de Juanita noticias de la terca incredulidad de doña Inés y de que la sospechaba de hipócrita, Juanita decía para sí: no es mal sastre quien conoce el paño; y sin arredrarse seguía por el camino que se había trazado.

Llegó en esto el invierno, y doña Inés quiso vestir a todos sus niños con buena ropa de abrigo. Juanita alcanzaba ya alta reputación de costurera. Todo lo que pudiesen hacer Serafina y otras del lugar era una chapucería cursi, si se comparaba con las confecciones de nuestra heroína, que estaba al corriente de las últimas modas de París, que recibía los figurines, y que, ajustándose a ellos, sin encadenar servilmente su fantasía a una imitación minuciosa, ideaba, trazaba, cortaba y hacía trajes para las mujeres dignos de figurar en los salones de la corte y de ser descritos por Montecristo o por Asmodeo, y para los niños y niñas, no inferiores por su gracia y por su
chic
a aquellos con los que la prole de un milord opulento o de un banquero inglés se engalana.

Ruego al lector que me dé entero crédito y que no imagine que son ponderaciones andaluzas o que mis simpatías hacia Juanita me ciegan. Lo que digo es la verdad exacta, pura y no exagerada. Yo he estado en Villalegre; he visto algunos trajes hechos por Juanita, y me he quedado estupefacto. Y cuenta que yo tengo buen gusto. Todo el mundo lo sabe.

En fin, doña Inés se dio a pensar y a repensar en lo muy preciosos que estarían sus niños con los trajes que Juanita les hiciese; venció la repugnancia que sentía contra ella, la llamó a su casa y le encomendó trajes para todos, según la edad y sexo de cada uno.

Fue Juanita a
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casa de doña Inés tan pobre y modestamente vestida como si saliese de un beaterio, y tan modosita en el habla, en la voz y en los modales, que parecía, sin visos ni asomos de afectación, una criatura seráfica.

Esto, sin duda, hubo ya de entreabrirle o de ponerle entornadas las puertas del corazón de doña Inés, la cual sabía mucho y pensaría y diría en su interior:

—Si no lo finge, en verdad que es muy buena esta muchacha; y si lo finge, sabe más que Cardona: es admirable su fingimiento.

Así doña Inés se predispuso ya favorablemente.

Su favor valía mucho, y doña Inés acertó a cobrársele por instinto. También hay su poco de gorronería en los grandes y poderosos de la tierra. Viene a propósito esta sentencia, porque doña Inés pagó el trabajo de Juanita en la tercera parte de lo que valía, aun en aquel lugar donde se trabaja barato, y pagó las otras dos terceras partes en el favor tan deseado y apetecido que empezó desde entonces a alcanzar la linda costurera.

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