Tal vez para buscarlo se componía y se atildaba con esmero y hasta había ido a varias ferias y romerías en otras poblaciones; pero todo había sido en balde y no había hallado hasta entonces sujeto que le petara.
Doña Inés esperaba con fundamento que le petaría D. Paco. Y como necesitaba para esto que D. Paco la viese, hablase con ella y estuviese muy fino, doña Inés, que antes de concebir este proyecto de boda no se empeñaba mucho en que viniese su padre a la tertulia, le excitaba ahora y casi le mandaba, con el desenfado imperatorio tan propio de ella, que no dejase de venir ninguna noche.
D. Paco obedecía y venía, de suerte que de diario Juanita le veía entrar, cuando ella estaba en la antesala, si bien D. Paco, desdeñado y despedido, no se detenía a hablar con ella y pasaba de largo, limitándose a decir buenas noches.
Juanita contestaba al saludo con fingida indiferencia, pero a hurtadillas miraba a su antiguo pretendiente, y cada vez que le miraba le encontraba mejor. El tinte de melancolía que se mostraba en su semblante le hacía parecer más digno y más hermoso. Juanita imaginaba, ufanándose, que el amor de él, aunque mal pagado, había ennoblecido y hermoseado su alma y sus facciones, desterrando de ellas aquella vulgar expresión que solían tener antes, cuando él, exento de amor sublime y poco venturoso, lucía su ingenio diciendo chuscadas a menudo chocarreras.
Así, y no muy poco a poco sino de priesa, reconoció Juanita que el aprecio y la amistad que siempre le había inspirado D. Paco se convertían en amor, y que el amor aumentaba a pesar de tener más de medio siglo su objeto.
Influía muchísimo en este aumento el recelo que Juanita tenía de perder a su desdeñado adorador, de que éste acabase por sanar de su pasión desgraciada y de que al fin cediese a las insinuaciones o casi mandatos de su hija.
Dice un precepto vulgar: lo que no quieras comer, déjalo cocer; pero apenas hay hembra que cumpla con tal precepto cuando se aplica a cosa de amores. Juanita no lo hubiera cumplido aunque no hubiera amado ya a D. Paco. La consolaba y la hechizaba el tener aquella víctima constante y ver arder aquel corazón, cual perpetuo holocausto, en aras de su hermosura. Aun cuando ella no hubiese aceptado el sacrificio, se hubiese afligido mucho de que viniese doña Agustina y le robase el corazón sacrificado. Mayor era aún la aflicción de Juanita al notar que el sacrificio de D. Paco le era cada día más agradable. Tentaciones tenía a menudo de detener a D. Paco cuando pasaba por la antesala, de decirle que se arrepentía de haberle escrito la carta despidiéndole y de encomendarle que no entregase a doña Agustina el corazón, porque ella le quería para sí y le cuidaría con más regalo y mimo que ninguna otra mujer de la tierra.
Cuando Juanita veía pasar por la antesala a doña Agustina, que iba muy pomposa a la tertulia, la sangre del valiente oficial de caballería que circulaba en sus venas se alborotaba toda y necesitaba ella del dominio que tenía sobre sí para contener sus ímpetus y no arañar a doña Agustina. Otras veces, recordando ciertas mañas, usos y costumbres que había tenido en su venturosa y libre niñez, sentía el prurito de agarrar a aquella señora, y según solía hacer
in illo tempore
con otras niñas de su edad y aun mayores, alzarle las faldas y darle una buena mano de azotes.
Pero si Juanita era brava, también era discretísima: y firme en sus propósitos de ser prudente, se refrenaba y se vencía. Por coincidencia, y aunque ella no hubiese leído el soneto de Lope, concebía imágenes pastoriles y acaso se figuraba a doña Agustina como a una
mayorala
o
rabadana
que llevaba ya en pos de sí, atado con un cordón, el manso que ella, la zagala Juanita, había cuidado con esmero, dándole de su sal a puñados. Y entonces se le antojaba decir a doña Agustina: suelta el manso, que es mío; déjale en libertad, y verás cómo viene a mí:
«Que aún tienen sal las manos de su dueño».
Sin embargo, Juanita se limitaba a cavilar y a recelar, permaneciendo inactiva. Todo lo que entonces hubiese hecho en contradicción con los dos proyectos de doña Inés del casamiento de su padre y del monjío de ella, hubiera sido la más audaz rebelión contra la tiranía de la reina absoluta de Villalegre, y a D. Paco y a ella los hubiera puesto en peligro de tener que emigrar, como Adán y Eva, expulsados del Paraíso.
Por otra parte, Juanita era tan orgullosa, que por más que le doliese el recelo de que doña Agustina le quitase a D. Paco, no quería, llamándole a sí, acudir al punto a evitarlo y quedarse con la duda de que él, no llamado, hubiese podido ceder y entregarse a otro dueño.
Como en el lugar entendía todo el mundo que cualquier decreto de doña Inés infaliblemente había de cumplirse, y como se divulgó que estaba decretado el casamiento de D. Paco y de doña Agustina, apenas quedó persona que no lo diese ya por cosa hecha.
No sé encarecer cuán fieramente solevantaba esto y enojaba a Juanita.
Todavía, sin embargo, disculpaba a D. Paco recordando que ella le había despedido y que él no tenía que guardarle fidelidad. Pensaba en que él observaba quizás un prudente disimulo parecido al que ella observaba; y de esta suerte, se avenía a perdonarle que no se rebelase contra doña Inés; que fuese tan obediente que de diario viniese a la tertulia; que no pocas noches, según Juanita averiguó, cumpliendo D. Paco con el mandato de su hija; acompañase a doña Agustina hasta su domicilio, para que no se fuese sola con la criada que venía en su busca; y que, tal vez se mostrase cortés y galante con doña Agustina para que doña Inés no rabiara.
Con tal moderación discurría a veces Juanita; pero con más frecuencia, perdía la moderación y se ponía hecha un veneno.
Entonces calificaba a D. Paco de inconsecuente, de voluble y de interesado; procuraba aborrecerle o despreciarle y se sentía predispuesta, tentada y ansiosa de tomar represalias.
D. Andrés Rubio, entretanto, seguía viniendo todas las noches en casa de doña Inés, y Juanita, con no aprendida coquetería, le echaba miradas extrañas, miradas de aquellas que parecen escritura misteriosa, donde la misma persona que ha escrito ignora o tiene idea confusa de la revelación que hace y donde el que lee cree leer la revelación y concibe dulces esperanzas.
De las miradas se pasa a las palabras con suma facilidad, y D. Andrés, procurando hallar siempre sola a Juanita, se acercaba a ella, al ir a entrar en la tertulia, y le disparaba, a boca de jarro, como si fuera su boca la ametralladora del dios Cupido, un diluvio de flores y una descarga cerrada de piropos ardientes.
Ella, más cauta en el hablar que en el mirar, ya bajaba los ojos y se esquivaba sin responder, ya respondía con desvío, si bien templado y dulcificado por el respeto y por la afectuosa consideración que personaje de tantas campanillas no podía menos de inspirarle. Tampoco atinaba Juanita a disimular el contento consolador que tamaña lisonja y tales halagos ponían en su pecho.
—Repórtese V. E. —decía—, y no se burle de una pobrecita muchacha. ¿Cómo he de creer yo que guste V. E. de mi ordinariez, cuando V. E. está acostumbrado a tantas delicadezas y a tantas finuras? V. E. ha dado pruebas de tan buen gusto que… vamos, yo no quiero creer que tenga ahora estragado el paladar. Déjeme, señor, sosegada, y no trate de sacarme de mis casillas. ¡Jesús!, bonita se pondría doña Inés si llegase a entender que V. E. andaba requebrándome, y que yo le oía faltando al decoro que se debe a esta casa tan respetable.
Y con estas palabras o con otras por el estilo se apartaba Juanita de D. Andrés y se iba a otro extremo de la antesala.
Cuando D. Andrés la perseguía, Juanita se fugaba por los corredores.
D. Andrés cesaba en su persecución para evitar que le viesen.
Deplorando lo poco o nada que adelantaba en la campaña en que se había empeñado y no queriendo ser otro Fabius Cunctator, apeló a más eficaz estrategia y se apercibió para emboscadas y asaltos.
En vez de buscar a Juanita en la antesala, la aguardó en el zaguán, sin entrar en la casa hasta que saliese Juanita para irse a dormir a la suya.
Juanita no temía a nadie ni nadie se le atrevía, y se iba sola aunque las calles estuviesen oscuras. Su casa, además, no estaba lejos.
D. Andrés no quiso hacerse el encontradizo, confesó con franqueza que la estaba aguardando y la acompañó varias noches seguidas, aunque ella siempre lo repugnaba.
Pasmoso fue el arte que empleó Juanita y el ingenio y la energía de voluntad que supo desplegar para tener a raya a D. Andrés y conseguir, sin romper con él por completo, que no se viniese a las manos. El genio de ella, de ordinario alegre y burlón, y la facilidad que tenía para echarlo todo a broma, le valieron de mucho en aquellas circunstancias difíciles. Porque a la verdad, ella no quería que D. Andrés se extralimitase, pero no quería tampoco que se le fuese y era arduo problema y cuestión de milagroso equilibrio el mantenerse sin caer ni a un lado ni a otro, yendo sin balancín como por una maroma o cuerda tirante.
A cada requiebro, a cada proposición que don Andrés le hacía, Juanita contestaba con un chiste o con un tan incoherente disparate, que don Andrés, aunque mortificado y chafado, no podía tomarlo a mal y tenía que reírse.
Juanita, al verse acompañada por D. Andrés, apresuraba el paso, y en cuatro brincos se plantaba en la puerta de su casa. D. Andrés pugnaba entonces por entrar.
—¡Huy! ¡Huy! —exclamaba Juanita—. ¿Está dejado V. E. de la mano de Dios? Pues sería curioso que entrase a jugar al tute con mi mamá, que aún está despierta, y se privase de jugar con doña Inés, que le espera con ansia. ¿Cómo puede querer V. E. en lugar de hacer con doña Inés una partida de tresillo, hacerle conmigo una partida serrana? ¡Válgame Santo Domingo nuestro patrono! Yo no me lo perdonaría.
—Por Dios no seas retrechera; déjame entrar, déjame entrar, encanto de mis ojos.
—¡Cielo santo y qué cosas dice V. E.! ¡Qué lenguaje emplea! Ese debe ser
el mal lenguaje del demonio
, del que tanto habla el venerable padre maestro fray Juan de Ávila, en un libro que me hace leer mi señora doña Inés para prepararme a ser monja.
—¿Y tú quieres serlo?
—Allá lo veremos. A menudo se me antoja que la vocación me acude, sobre todo al ver los peligros que rodean a una infeliz criatura, desvalida y tonta como yo. Pero en fin, aunque tonta, yo no quiero ser ingrata con doña Inés, que me guía por el mejor camino y que me va a pagar el dote para entrar en el claustro.
—¿Y qué ingratitud sería la tuya? ¿En qué ofenderías a doña Inés si me quisieses?
—Le parece a V. E. que sería la ofensa chica si yo desconcertase su plan de hacer de mí una santa y si me trasformase… Vamos, váyase V. E. a la tertulia de doña Inés y no sea pesado.
Juanita repiqueteaba entonces estrepitosamente el aldabón de su puerta, y no bien la entreabría o su madre o la criada, se colaba ella, cerraba de golpe y casi daba a D. Andrés con la puerta en los hocicos.
Con estos lances, tratos y conversaciones, don Andrés se emberrenchinaba más cada día y su circunspección iba desapareciendo.
Fuerza es confesar, aunque no redunde en alabanza de Juanita, que ésta no desengañaba ni zapeaba a D. Andrés por completo y que se deleitaba en retenerle y en provocarle con sus retrecherías.
Es cierto que, reconociendo Juanita que era peligroso dejarse acompañar por D. Andrés todas las noches, espió con maña el momento en que D. Andrés no la aguardaba en el zaguán, y en lo sucesivo logró escaparse siempre a su casa sin ser por D. Andrés acompañada.
Cuando pasaron muchas noches escapándose siempre ella, apesadumbrado D. Andrés, exaltado y como fuera de sí, le dio las más sentidas quejas, hallándola sola en la antesala. La vehemencia de los sentimientos del cacique se revelaba en su precipitado discurso, en su gesto, en su ademán y en su acento conmovido. Sin reparar en nada levantó la voz.
—¡Por las ánimas benditas! —dijo la moza—; témplese V. E. y mire por sí, ya que no mire por mí, y no promueva aquí un alboroto ridículo y se convierta en la fábula del lugar y sea la comidilla de todos los maldicientes.
—Nada me importan los maldicientes si tú me bendices como yo te bendigo. Bendita seas mil y mil veces y bendita sea la madre que te parió.
Y diciendo esto, sin atender a más razones, se echó como loco sobre ella, y tan de repente, que ella no pudo sustraerse a sus abrazos y a sus besos. Cinco o seis, que en el número no están de acuerdo los historiadores, le plantó en las frescas mejillas, que se pusieron rojas como la grana.
Y no contento, le buscó la boca para besársela y se la halló y se la besó.
No estuvieron sus labios junto a los de ella el tiempo que los de D. Tristán de Leonís y la reina Iseo, de los que dice el antiguo romance:
«Tanto estuvieron unidos
Cuanto una misa rezada».
Al contrario, no bien se recobró Juanita del susto y de la sorpresa, puso una cara tan feroz que daba miedo, a pesar de ser tan hermosa, y agarrando con ambas manos por los hombros a D. Andrés, le sacudió lejos de sí con tal fuerza, que vaciló como ebrio, y faltó poco para que cayese por tierra. Poco antes había entrado don Paco en la antesala, de suerte que si vio el empujón, vio también los besos que le habían motivado.
¿Qué había de hacer D. Paco? Hizo como si nada hubiera visto. Y él y D. Andrés entraron en la tertulia según costumbre.
Al día siguiente ocurrió en Villalegre un caso que sorprendió y dio mucho que hablar.
Ni por el Ayuntamiento, ni por casa del alcalde, ni por la escribanía, ni por parte alguna pareció D. Paco, que de diario acudía a todas para desempeñar sus varias funciones. Fueron a casa de él y tampoco le hallaron allí. El alguacil y su mujer, que le servían y cuidaban, no sabían cómo ni cuándo se había ido y no daban razón de su paradero.
Pasó todo el día sin que D. Paco volviese y sin que se averiguase dónde estaba y creció el asombro.
Nadie acertaba a explicar la causa de aquella desaparición.
Mucho tiempo hacía que por aquella comarca, merced al bienestar y prosperidad que reinaban y a la benemérita Guardia civil, no se hablaba de bandidos y secuestradores.
¿Dónde, pues, estaba metido D. Paco?
La gente se lo preguntaba y no se daba contestación satisfactoria.
Los amigos, y singularmente D. Andrés Rubio, se mostraban inquietos. Sólo no se alteraba doña Inés. Su carácter estoico y su resignada y cristiana conformidad con la voluntad del Altísimo conservaban casi siempre inalterable la tranquilidad de su alma. Doña Inés, además, no veía nada alarmante en el suceso, y a ella misma y a sus amigos D. Andrés y el padre Anselmo se le explicaba del modo más natural. Suponía y decía con sigilo que su señor padre, aunque estaba sano y bueno y tenía más facha de mozo que de anciano, había empezado a envejecer, claudicar y flaquear por el meollo; culpa quizás de lo mucho que con él trabajaba y estudiaba. Ello era que, según doña Inés, su padre, desde hacía tiempo, daba frecuentes aunque ligeros indicios de extravagancia, y de chochez prematura. Tal era la causa que hallaba doña Inés para la desaparición de D. Paco. Y afirmando que, sin más razón que su capricho, se había ido paseando y tal vez vagaba por los desiertos y cercanos cerros, pronosticaba que cuando se cansase de vagar volvería a la población como si tal cosa.