Juegos de ingenio (18 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

«¿Qué es lo que sé?», se preguntó.

«Todavía muy poco», respondió.

«Pero el juego no consiste en eso —insistió—, sino en que yo lo descifre al final. Después de todo, no sería un rompecabezas si él no quisiera que lo resolviera. Lo único que quiere es controlar el ritmo.»

«Es peligroso», hubo de admitir.

A medio camino entre Miami e Islamorada había un bar, el Last Stop Inn, situado a las afueras de un centro comercial de postín en el que hacían sus compras los vecinos de las zonas residenciales amuralladas más elegantes. El bar era el tipo de local que a ella le gustaba frecuentar, no todos los días, pero lo bastante a menudo para saludarse con algunos de los camareros y reconocer de vez en cuando a algunos de los otros clientes habituales. No compartía nada con ellos, desde luego, ni siquiera conversación. Simplemente le gustaba la falsa familiaridad de los rostros sin nombre, las voces sin personalidad, la camaradería sin pasado. Cruzó la autovía en dirección a la salida que la llevaría hasta el bar.

El aparcamiento estaba a unas tres cuartas partes de su capacidad. La luz dibujaba un extraño claroscuro sobre el macadán negro y brillante; el primer resplandor de la tarde se mezclaba con el baile irregular de los faros de la autovía contigua. El centro comercial cercano contaba con senderos cubiertos con suelo de madera y zonas verdes bien cuidadas, en las que había plantados sobre todo helechos y palmeras para crear una jungla artificial y dar a los clientes la impresión de que habían viajado a la versión de diseño de una selva tropical que en lugar de animales salvajes incontrolables estaba repleta de
boutiques
caras. Los guardias de seguridad vestían en los tonos caquis de los aficionados a la caza mayor y llevaban salacots, aunque sus armas eran de tendencia más urbana. El Last Stop Inn se había contagiado en parte de la pretenciosidad de su vecino, pero sin los mismos recursos económicos. Sus propias zonas verdes habían creado sombras y rincones oscuros en los alrededores del aparcamiento. Susan pasó caminando a toda prisa junto a una palmera rechoncha y densa que se erguía como un centinela ante la puerta de entrada del bar.

La sala principal del lugar estaba en penumbra, mal iluminada. Había unas cuantas mesas pequeñas y un par de camareras que se movían afanosamente entre los grupos de hombres de negocios sentados con sus Martinis y las corbatas aflojadas. Un solo barman, a quien ella no reconoció, trabajaba sin descanso tras la oscura y larga barra de caoba. Era un joven de pelo enmarañado y unas patillas que le daban un aire de estrella del rock de la década de 1960, por lo que parecía un poco fuera de lugar. Claramente era alguien que habría preferido tener un empleo distinto, o quizá lo tenía, pero se veía obligado a preparar copas para ganarse la vida. Una veintena de personas ocupaban los taburetes frente a la barra, las suficientes para darle a la zona un aspecto abarrotado pero no opresivo. El establecimiento no cumplía con todas las características de un bar de ligue —aunque probablemente una tercera parte de la clientela estaba integrada por mujeres—; era más bien un lugar donde lo principal era beber, si bien siempre cabía la posibilidad de relacionarse con gente del sexo opuesto. Dedicaba menos energías que otros bares a establecer lazos; el volumen de las voces era moderado, la música ambiental permanecía en un segundo plano, sin imponerse. Al parecer, era un local acondicionado para albergar cualquier actividad que pudiera realizarse con una copa en la mano.

Susan se sentó hacia el final de la barra, a tres sillas de distancia del parroquiano más próximo. El barman se acercó discretamente, limpió la superficie de madera pulida con una toalla de mano y asintió con la cabeza cuando ella le pidió un whisky con hielo. Regresó casi de inmediato con la bebida, la colocó delante de ella, cogió el dinero que le tendía y se desplazó de nuevo a lo largo de la barra.

Ella sacó su libreta y un bolígrafo, los dispuso junto a su copa y se encorvó sobre ellos para ponerse a trabajar.

«Previo», se dijo. ¿A qué se refería? A algo que pasó antes.

Hizo un gesto de afirmación para sí misma: algo referente al mensaje anterior. «Te he encontrado.»

Anotó esta frase en la parte superior de la página, y debajo escribió: «Virginia con cereal-r.»

«Se trata de nuevo de un sencillo juego de palabras —se dijo—. ¿Quiere quedar como un tipo listo? ¿Qué grado de complejidad tendrá esto? ¿O quizás empieza a impacientarse, y por tanto lo ha hecho lo bastante fácil para que yo no pierda demasiado el tiempo antes de dar con la respuesta?»

«¿Conocerá mis fechas límite de entrega en la revista? —se preguntó—. En ese caso, sabrá que tengo hasta mañana para desentrañar esto y elaborar una respuesta adecuada que pueda publicar en la columna de pasatiempos habitual.»

Susan tomó un sorbo largo de whisky, notó cómo le quemaba la garganta, y luego lamió el borde del vaso con la punta de la lengua. El aguardiente descendió por su interior como la promesa de una sirena. Hizo un esfuerzo por beber despacio; la última vez que había visto a su hermano, lo había observado despachar un vaso de vodka como si fuese agua, echándoselo al cuerpo sin disfrutar, simplemente ansioso por notar los efectos relajantes del alcohol. «Él hace
footing
—pensó Susan—. Corre y hace deporte dejando de lado toda prudencia, y luego bebe para aliviarse de los desgarros musculares. —Tomó otro sorbo de su bebida y pensó—: Sí. "Previo" hace referencia al primer mensaje. Y ya he descifrado lo de "siempre".» Contempló las palabras, las sopesó, y de pronto dijo en voz alta:

—Siempre he…

—Yo también —respondió una voz a su espalda.

Ella se volvió en su asiento, sobresaltada.

El hombre que se le había acercado por detrás sujetaba una copa en una mano y sonreía confiadamente, con una avidez agresiva que produjo en ella una reacción de rechazo instantánea. Era alto, fornido, unos quince años mayor que ella, con una calva incipiente, y reparó en el anillo de casado que llevaba en el dedo. El sujeto pertenecía a un subtipo que ella reconoció al momento: un ejecutivo de bajo rango, último candidato al ascenso, con ganas de ligar. Buscando un rollo fácil de una noche; sexo anónimo antes de regresar a casa para tomar una cena de microondas, junto a una esposa a quien le importaba un bledo a qué hora volvería, y un par de adolescentes huraños. Seguramente ni siquiera el perro se molestaría en menear el rabo cuando él entrara por la puerta. Un breve escalofrío recorrió a Susan. Vio al tipo sorber de su bebida.

—Siempre he deseado lo mismo —añadió éste.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella.

—Sea lo que sea lo que tú siempre has, yo también siempre lo he —contestó él rápidamente—. ¿Te invito a una copa?

—Ya tengo una.

—¿Quieres otra?

—No, gracias.

—¿Qué es eso que te tiene tan concentrada?

—Cosas mías.

—Quizá podría hacer que fueran también cosas mías, ¿no?

—No lo creo.

Dejó al hombre ahí de pie y giró en su taburete al advertir que daba un paso hacia ella.

—No eres muy agradable —señaló el tipo.

—¿Eso es una pregunta? —inquirió Susan.

—No —dijo él—. Una observación. ¿No te apetece hablar?

—No —respondió ella. Intentaba ser cortés, pero firme—. Quiero estar sola, acabar mi bebida y marcharme de aquí.

—Venga, no seas tan fría. Deja que te invite a una copa. Charlemos un poco, a ver qué pasa. Nunca se sabe. Apuesto a que tenemos mucho en común.

—No, gracias —dijo ella—. Y no creo que tengamos una mierda en común. Y ahora, disculpa, estaba ocupada haciendo algo.

El hombre sonrió, tomó otro trago de su bebida y asintió con la cabeza. Se inclinó hacia ella, no como un borracho, pues no lo estaba, ni con una actitud abiertamente amenazadora, pues hasta entonces sólo se había mostrado optimista, quizás un poco esperanzado, pero con una intensidad que la hizo retroceder.

—Zorra —siseó—. Que te den por el culo, zorra.

Ella soltó un grito ahogado.

El hombre se acercó aún más, de modo que ella percibió el fuerte olor de su loción para después de afeitarse y el licor en su aliento.

—¿Sabes lo que me gustaría hacer? —preguntó él en un susurro, pero era una de esas preguntas que no exigen respuesta—. Me gustaría arrancarte el puto corazón y pisotearlo delante de ti.

Antes de que tuviera oportunidad de contestar, el hombre se volvió bruscamente y se alejó por el bar, sin detenerse, hasta que su ancha espalda desapareció en el mar cambiante de trajeados y regresó al anonimato del que había salido.

Susan tardó unos momentos en recuperar la entereza.

La ráfaga de obscenidades le había sentado como otras tantas bofetadas. Respirando agitadamente, se dijo: «Todo el mundo es peligroso. Nadie es de fiar.»

Se sentía torcida por dentro, con un nudo en el estómago, que notaba apretado como un puño. «No lo olvides —se recordó—. No bajes la guardia, ni por un instante.»

Se llevó el vaso a la frente, aunque no la tenía caliente, luego tomó un trago largo y alzó la vista hacia el camarero, que estaba trabajando de espaldas a ella. Echaba café molido en una máquina exprés. Susan dudaba que él hubiese visto al hombre abordarla. Se volvió en su asiento, pero aparentemente nadie prestaba atención a otra cosa que no fuera el espacio de pocos centímetros que tenían delante. Las sombras y el ruido parecían contradictorios, inquietantes. Ella se inclinó hacia atrás y, con cautela, recorrió la barra con la mirada, escudriñando el gentío para intentar averiguar si el hombre seguía allí, pero no lo localizó. Trató de grabarse la imagen de su rostro en la mente, pero no recordaba más que el sonido y la furia súbita de su susurro. Se volvió de nuevo hacia el bloc que tenía enfrente, miró las palabras y luego otra vez al barman, que había colocado una cafetera bajo la salida de la máquina y retrocedido para contemplar el goteo constante de líquido negro.

«Un estado —pensó Susan de pronto—. Virginia es un estado.»

«Siempre he estado.»

Escribió la frase y acto seguido irguió la cabeza.

Se sentía observada, de modo que se volvió de nuevo, buscando al hombre. Sin embargo, tampoco esta vez pudo distinguirlo entre la multitud.

Por un momento intentó ahuyentar esa sensación, pero no lo consiguió. Recogió con cuidado su bloc y su lápiz y se los guardó en el bolso, junto a la pistola automática de calibre .25 que acechaba en el fondo. Bromeó para sus adentros, al tocar el metal azul, frío y reconfortante del arma: «Al menos no estoy sola.»

Susan examinó su situación: un local atestado, docenas de testigos poco fiables, seguramente ninguno que recordaría que ella había estado allí. Mentalmente volvió sobre sus pasos hacia el aparcamiento, midiendo la distancia hasta su coche, acordándose de cada sombra o recoveco oscuro donde el hombre que había dicho querer arrancarle el corazón podría estar esperándola. Pensó en pedirle al barman que la acompañara afuera, pero dudaba que él accediese. Estaba solo tras la barra y se jugaría el empleo si dejara su puesto.

Tomó otro sorbo de su bebida. «Estás perdiendo la cabeza —se dijo—. Vete por donde haya luz, evita las sombras, y no te pasará nada.»

Apartó de sí lo poco que quedaba de su whisky y cogió su bolso. Se echó la larga correa de cuero sobre el hombro derecho de tal manera que le permitió dejar caer la mano disimuladamente en el interior del bolso y rodear el gatillo con el dedo.

La muchedumbre del bar prorrumpió en carcajadas como consecuencia de algún chiste contado en voz alta. Ella se levantó con decisión de su asiento y se abrió paso a toda prisa por entre la aglomeración de gente, con la cabeza ligeramente gacha y paso resuelto. Al final de la barra, a su izquierda, había una puerta doble con un letrero que indicaba el aseo de señoras. Por encima de las puertas, en rojo, estaba la palabra SALIDA. Trazó un plan rápidamente; se detendría por un momento en el servicio para darle al hombre más tiempo de perderse en el aparcamiento, aguardando a que ella saliese por la puerta principal, y luego se escabulliría por la salida trasera, fuera la que fuese, hasta su coche, cambiando su itinerario, acercándose desde una dirección distinta.

Si él estaba esperándola, eso le daría a ella ventaja. Quizás incluso conseguiría burlarlo del todo.

Tomó la decisión al instante, y atravesó las puertas, que daban a un angosto pasillo posterior. No había más que una bombilla solitaria y desnuda, que arrojaba una luz difusa sobre las paredes sucias y amarillentas. Había varias cajas de bebidas alcohólicas apiladas en el pasillo. En una pared, un segundo letrero, más pequeño y escrito a mano, con una flecha negra gruesa y toscamente dibujada que señalaba el camino a los aseos. Ella supuso que la salida estaría justo al otro lado. El pasillo estaba más silencioso, y cuando las puertas insonorizadas se cerraron tras ella, el ruido del bar se atenuó. Susan avanzó por el pasillo a paso veloz y torció a la izquierda. El estrecho espacio se prolongaba poco más de cinco metros, y desembocaba en dos puertas enfrentadas; una marcada con un letrero que decía HOMBRES, y la otra con la palabra MUJERES. La salida estaba entre las dos. Sin embargo, se le cayó el alma a los pies al ver dos cosas más: la advertencia SÓLO PARA EMERGENCIAS / SE ACTIVARÁ LA ALARMA y una gruesa cadena sujeta con candado al tirador de la puerta y a la pared contigua.

—Pues menos mal que esto no es una emergencia —musitó para sí.

Titubeó por un momento, retrocedió un paso hacia el pasillo que conducía al bar y, tras volver la cabeza en derredor para cerciorarse de que estaba sola, decidió entrar en el servicio de señoras.

Era una habitación reducida, en la que sólo cabían un par de retretes y dos lavabos en la pared opuesta. De manera incongruente, había un solo espejo instalado entre los dos lavamanos gemelos. Los servicios no estaban especialmente limpios, ni bien equipados. La luz de los fluorescentes le habría conferido a cualquiera un aspecto enfermizo, por muchas capas de maquillaje que llevara. En un rincón había una máquina expendedora combinada de condones y Tampax de color rojo metálico. El olor a exceso de desinfectante le inundaba las fosas nasales.

Exhaló un profundo suspiro, se dirigió a uno de los compartimentos y, con cierta resignación, se sentó en la taza. Acababa de terminar y se disponía a accionar la palanca de descarga de la cisterna cuando oyó que la puerta de los servicios se abría.

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