Juegos de ingenio (22 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

El profesor se puso en pie y se acercó a la pizarra. Trazó una línea vertical en medio de la superficie verde con un trozo romo de tiza amarilla. Le dio la impresión de que había algo vagamente divertido en lo que estaba haciendo; en un mundo que dependía en gran medida de la instantaneidad electrónica de los ordenadores, una pizarra al viejo estilo seguramente seguía siendo el mejor utensilio para esbozar teorías; retroceder unos pasos, contemplarlas y luego borrar las ideas que no dan fruto. El había solicitado la pizarra; había utilizado una en la investigación de Galveston, y también en Springfield. Le gustaban las pizarras; eran una reliquia, como el asesinato en sí.

Jugueteó con el trozo de tiza por unos instantes, consciente de que el inspector lo observaba. Luego, en la parte superior derecha de la pizarra, escribió: «SOSPECHOSO A: Si el asesino es alguien a quien conocemos.» a continuación, en el lado izquierdo, escribió: «SOSPECHOSO B: Si el asesino es alguien a quien no conocemos.» Subrayó la palabra «no».

El agente Martin asintió con la cabeza, acercándose a la pizarra.

—Eso tiene sentido. Llegará un punto en el que tendremos que borrar uno u otro lado. Para empezar, encontremos algo que nos ayude a hacerlo. —Dio un golpecito con el dedo en la mitad izquierda, levantando una nubecilla de polvo de la palabra «no—. Apuesto a que borraremos esta parte primero.

9
La chica encontrada

Los dos hombres se dirigían en coche al norte a través del estado número cincuenta y uno, hacia las estribaciones rocosas donde, unos meses atrás, se había descubierto el cadáver de la joven designada con el número tres. Jeffrey Clayton escuchaba distraídamente el golpeteo rítmico de las ruedas del automóvil contra los sensores electrónicos incrustados en el asfalto de la carretera. Avanzaban deprisa, aunque en una sala de control lejana, su velocidad y su posición podían leerse en un mapa informático de todo el sistema viario del estado. Aun así, los dejaron en paz. Al principio del viaje, el agente Martin había dado un código de tráfico a la oficina central por teléfono para que ningún helicóptero del Servicio de Seguridad apareciera sobre sus cabezas exigiéndoles que redujesen la velocidad para ceñirse al límite que normalmente se hacía cumplir a rajatabla.

De cuando en cuando pasaban zumbando junto a salidas que conducían a zonas pobladas. Todas ellas tenían nombres agresivamente optimistas como Victoria, Éxito o Valle Feliz, o bien los tipos de nombres inventados con el fin de suscitar imágenes de una vida pura en plena naturaleza, según la visión de algún ejecutivo en su despacho, como Río Viento o Trote del Ciervo. La entrada a cada una de estas zonas se anunciaba con un letrero distinto, codificado con colores. Al final, Clayton preguntó por qué.

—Muy sencillo —respondió el agente Martin—. Cada color indica un tipo distinto de vivienda. Hay cuatro niveles dentro del estado: amarillo, las casas y apartamentos urbanos; marrón, casas unifamiliares de dos o tres habitaciones; verde, residencias de cuatro o cinco habitaciones; y azul, fincas grandes. Todo se basa en un concepto urbanístico ideado por Disney para la primera de sus ciudades privadas, erigida a las afueras de Orlando, pero llevado un poco más lejos.

Clayton dio unos golpecitos con el dedo a un adhesivo rojo pegado a la ventana lateral.

—¿Y el rojo? —inquirió.

—Significa que tengo acceso a todas partes.

Cuando pasaron junto a una señal verde que anunciaba un sitio llamado Cañada del Zorro, Clayton lo señaló.

—Enséñeme.

Con un gruñido, el inspector dio un bandazo para enfilar la rampa de salida.

—Buena elección —comentó crípticamente.

Casi al instante se encontraban en medio de una urbanización residencial de las afueras, un barrio de patios amplios y de pinares. El sol se colaba por entre las ramas y ocasionalmente arrancaba destellos al capó metálico de algún coche último modelo bien pulido aparcado en algún camino particular. Se formaban arcos iris pequeños cuando la luz daba de lleno en el rocío de los aspersores que regaban automáticamente el césped. Las casas en sí parecían espaciosas, cada una de ellas rodeada por cerca de media hectárea de terreno y bastante apartadas de la modesta carretera. Más de una estaba equipada con una piscina cubierta.

A Clayton le dio la impresión de que había varios diseños básicos para cada casa; reconoció los estilos colonial, del Oeste y mediterráneo. Todas las viviendas estaban pintadas de blanco, gris o beige, o bien teñidas con una capa translúcida que resaltaba el revestimiento de tablas de madera. En el trazado de cada modelo, sin embargo, sólo había diferencias menores —un atrio, una galería con vidrieras o ventanas en forma de media luna—, de manera que los barrios parecían iguales, pero no del todo; similares, pero ligeramente distintos. O quizá, pensó él, únicos pero no demasiado, lo que tuvo que reconocer que era un contrasentido, aunque resultaba bastante adecuado. La arquitectura de la urbanización era sutil: aparentemente proclamaba que cada hogar era diferente pero que el conjunto era uniforme. Clayton se preguntó si podría decirse lo mismo de quienes vivían en las casas.

Era mediodía y la temperatura templada empezaba a subir levemente conforme el sol ascendía en lo alto. El barrio estaba tranquilo. Salvo por alguna que otra mujer que vigilaba pacientemente a unos niños pequeños que jugaban en los columpios y las estructuras de barras de madera en un patio lateral, las calles estaban desiertas. Clayton miraba en torno a sí, buscando atisbos de deterioro o abandono, pero todo era demasiado nuevo. Unas manzanas más adelante, avistó a un par de mujeres vestidas con atuendos de corredoras de colores vistosos, haciendo
footing
despacio tras unos relucientes cochecitos de tubos de acero con sendos bebés en su interior. Las dos eran jóvenes, quizá de la edad del propio Jeffrey, aunque de repente se sintió mayor. Las mujeres saludaron con un gesto cuando pasaron junto a ellas en el coche.

Clayton reparó en otra cosa: no había cercas de seguridad.

—No está mal, ¿no? —preguntó el inspector.

—No —admitió Clayton—. Parece agradable. ¿Hay normas que regulen los estilos de las casas?

—Por supuesto. Hay normas sobre el color, normas sobre el diseño, normas sobre lo que uno puede y no puede instalar. Hay normas de todo tipo, sólo que no las llamamos normas. Las llamamos pactos, y todo el mundo firma el acuerdo necesario antes de establecerse aquí.

—¿Nadie protesta?

El inspector negó con la cabeza.

—Nadie protesta.

—Pongamos que tienes una colección de objetos artísticos caros que requiere sensores de presión y alarmas. ¿Te los dejarían instalar?

—Sí. Tal vez. Pero todos los sistemas tienen que registrarse, someterse a la inspección y la aprobación del Servicio de Seguridad. Cualquier arquitecto autorizado por el estado puede encargarse del papeleo. Forma parte del paquete.

Martin frenó poco a poco y detuvo el coche frente a una construcción grande y de diseño moderno. No obstante, estaba claramente vacía, y un letrero de SE VENDE colgaba junto al camino de acceso. El césped del patio era un poco más tupido que el de otros patios de la misma manzana, y los setos no estaban podados. Al profesor la casa le recordaba a un adolescente desgarbado, presentable en general, pero despeinado y sin afeitar, como si se hubiera ido a dormir muy tarde la noche anterior, tras ingerir demasiadas cervezas ilegales.

—Ahí es donde vivía Janet Cross —dijo el inspector en voz baja, señalando con un gesto las carpetas que Clayton tenía sobre las piernas—. Era hija única. La familia acabó por mudarse a otro sitio hace dos, tal vez tres semanas.

—¿Adónde fueron?

—Tengo entendido que a Minneapolis. El lugar del que habían venido. Tenían parientes allí.

—¿Y los vecinos? ¿Ellos qué opinan?

El agente Martin metió la marcha y avanzó lentamente por la calle.

—¿Quién sabe? —contestó al cabo de un momento.

Clayton se disponía a hacer otra pregunta, pero cambió de idea. Echó una ojeada al inspector, que mantenía la vista al frente. Al profesor le pareció que acababan de darle una respuesta sorprendente. Tendrían que haber interrogado a los vecinos a fondo. ¿Habían visto u oído algo? ¿Se habían fijado en si algún desconocido rondaba por allí durante los días previos al secuestro de la joven? ¿Y después? ¿No se habían quejado a las autoridades? ¿No habían formado asociaciones vecinales anticrimen, ni celebrado reuniones para asignar turnos de guardia? ¿No, habían insistido en reforzar la seguridad ni hablado de instalar cámaras de videovigilancia en la calle? En un segundo se le ocurrió más de media docena de posibles reacciones típicas de la clase media frente al crimen violento. Tal vez fueran reacciones inútiles, pero reacciones al fin y al cabo.

Exhaló despacio y preguntó en cambio:

—¿En qué circunstancias desapareció?

—Regresaba a casa caminando de una casa en la que había estado haciendo de canguro, a menos de tres calles de distancia. Justo lo bastante cerca para que no tuviera que pedirle a nadie que la llevara en coche. Y justo lo bastante temprano, también. La pareja para la que estaba trabajando había hecho una reserva de primera hora en un restaurante para cenar y luego ir al cine a la sesión de las ocho de la tarde. Llegaron a casa, le pagaron un par de pavos, y ella salió por la puerta después de las once. Ya nadie la volvió a ver.

—Vamos a la casa donde había estado trabajando —le pidió Jeffrey a Martin, que gruñó en señal de asentimiento.

Clayton se reclinó en su asiento y dejó funcionar la imaginación. Contempló la tranquila calle de la zona residencial y le resultó fácil visualizarla envuelta en un denso velo nocturno. ¿Había habido luna esa noche? «Averigúalo», se dijo. Los grupos de árboles habrían proyectado sombras, bloqueando toda la luz del cielo. Y había pocas farolas, que no eran, desde luego, de alta intensidad ni de vapor de sodio como las que iluminaban gran parte del resto del país. Seguramente no hacían falta, y los propietarios de las casas se quejarían con toda probabilidad del resplandor que se colaría por sus ventanas.

Clayton lo entendía. Si uno se traga el mito de la seguridad, no le interesa que una luz brillante le recuerde todas las noches que podría estar equivocado.

Continuó reconstruyendo el momento en su mente. Así pues, ella iba andando, sola, mucho después del anochecer, dándose algo de prisa, porque incluso allí la noche debía de resultar inquietante y porque, aun cuando creyera no tener nada que temer, estaba sola. A paso ligero, oyendo las suelas de sus deportivas repiquetear la acera, sujetando los libros contra su pecho, como alguien en algún retrato pintado por Norman Rockwell. Y después, ¿qué? ¿Un coche acercándose despacio por detrás, con los faros apagados? ¿La había acechado él como un depredador nocturno?

Jeffrey podía responder a esa pregunta: sí.

Clayton tomó nota para sus adentros: la agresión tuvo que ser rápida, silenciosa y repentina. Una sorpresa absoluta, porque un grito habría dado al traste con la operación. Por tanto, ¿qué había necesitado él para conseguir eso?

¿Aquélla había sido una noche idónea para la caza y número tres simplemente había pasado por allí en el momento equivocado por azar o porque así lo había querido el destino? ¿O era ella la presa que él ya había elegido y estudiado, y la noche simplemente le había brindado la oportunidad que había estado esperando pacientemente?

Clayton asintió para sí. Era una distinción interesante. Un tipo de cazador se mueve sigilosamente por el bosque, rastreando. El otro se agazapa en su escondrijo, aguardando a la víctima que sabe que se dirige hacia allí. Había que encontrar la respuesta.

Tras toda muerte violenta siempre hay un nexo. Un motivo oculto. Un conjunto de reglas y de respuestas que, como una ecuación matemática diabólica, tienen como resultado el asesinato.

¿De qué se trataba esta vez? En la mente de Jeffrey Clayton se agolpaban las preguntas, algunas de las cuales no estaba ansioso por responder.

Llegaron al final de la manzana y torcieron por una segunda calle flanqueada por casas que desembocaba en una calle cerrada cerca de un kilómetro más adelante. Mientras daban la vuelta a la pequeña rotonda ajardinada, el inspector señaló una cuesta que descendía hacia una casa un poco más apartada de la calle que las demás. Por un capricho del trazado, la siguiente casa en la calle cerrada había quedado orientada hacia el exterior de la manzana, y su camino particular discurría por entre unos setos verdes y enmarañados. Una tercera casa, situada al otro lado de la línea divisoria, también estaba construida de tal manera que sus ventanas daban a la calzada y no a la rotonda. Se encontraba también en lo alto de un promontorio, tras un par de pinos grandes.

—Pare el coche —dijo Clayton de pronto.

Martin lo miró extrañado y luego obedeció.

Clayton se apeó y se alejó unos pasos, volviéndose para mirar cada casa, tomando medidas a ojo.

El inspector bajó su ventanilla.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Justo aquí —respondió Clayton. Notaba una sensación fría y pegajosa en la piel.

—¿Aquí?

—Aquí es donde él esperó.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió Martin.

Clayton hizo un gesto rápido en dirección a las tres casas.

—En este punto nadie alcanzaría a verlo desde ninguna de las tres casas. Es como un punto ciego. No hay farolas. Un coche oscuro, después del anochecer. Simplemente aparcó aquí y se puso a esperar.

El inspector bajó del coche y miró en derredor. Se alejó caminando por unos instantes, se volvió, se quedó mirando el sitio en que se encontraba Clayton y regresó. Frunció el ceño, volvió a contemplar los ángulos que formaban las casas, midiendo mentalmente la intersección. Al cabo de un momento asintió y soltó un silbido.

—Seguramente está en lo cierto, profesor. No está mal. No está nada mal. Todas estas casas están ocultas a la vista. Treinta metros más adelante, en la calle, ella habría estado en la acera, visible desde ambos lados. Y también más cerca de las casas, desde donde se habrían podido oír sus gritos. Si es que gritó. Si es que pudo gritar. —El inspector hizo una pausa y dejó que sus ojos recorrieran la zona de nuevo—. No. Quizá tenga usted razón, profesor. No entiendo cómo lo he pasado yo por alto. Me quito el sombrero.

—¿Se llevó a cabo una batida después de la desaparición? ¿En esta zona?

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